Poesía y geografía
'Veinte mil leguas de viaje submarino' de Jules Verne es la novela perfecta porque resume las dos metáforas centrales de cualquier literatura: la inmersión, el viaje
En aquel austero comedor no estaban aún el televisor y el frigorífico
que ocuparían lugares de honor unos años más tarde. Había una ventana
enrejada, una mesa camilla, una repisa de obra en un rincón donde estaba
la radio, un reloj de péndulo colgado de la pared encalada. El tictac
del mecanismo murmuraba en la caja de madera. Los cuartos y las horas
resonaban nítidos como golpes de gong. Yo leía sentado en una silla de
anea, apoyando los codos en la mesa, arrimado al brasero, abrigándome
con las faldillas, en la casa donde reinaba el frío durante los meses de
invierno. No había un sillón ni un sofá donde echarse a leer. De noche,
los mayores se quedaban dormidos apoyando la cabeza sobre los brazos
cruzados. El único sitio para descansar era la cama, y la cama estaba en
un dormitorio helado. Cuando yo leía en ella se me quedaban frías las
manos. Sostenía el libro con una mano mientras calentaba la otra debajo
del embozo.
Leía en el comedor, unas veces rodeado de la familia y otras, las
menos, yo solo. Leía y estudiaba, hacía los deberes. Aprendí a aislarme
en el barullo que me envolvía casi siempre: conversaciones, juegos de
cartas, seriales en la radio, más tarde programas en la televisión,
concursos, películas, espectáculos de variedades. Sumergido en el libro
lograba un aislamiento perfecto. Cuando estaba solo tenía de fondo los
sonidos de la calle y el tictac y los golpes del reloj.
Eduardo Martínez de Pisón no lo dice pero intuyo que gracias a Verne descubrió su vocación de geógrafo.Yo le debo la mía de novelista
Una mañana, mi abuelo materno me trajo un libro de regalo, Veinte mil leguas de viaje submarino.
Conservo de él una memoria perfecta: visual, olfativa, táctil. Era uno
de aquellos libros providenciales de la editorial Ramón Sopena que se
encontraban hasta en las papelerías más modestas. El papel era malo, la
impresión defectuosa. Las portadas se descolgaban o se despegaban muy
fácilmente. Pero la editorial Ramón Sopena parecía que publicaba toda la
literatura universal, a precios tan bajos que ni siquiera para nosotros
eran prohibitivos. En la portada del libro de Verne se veía la silueta
negra del Nautilus en las profundidades de un mar verde oscuro. La luz
de su faro era un círculo amarillo. Era como estar viendo el cartel de
una película, una promesa absoluta de algo, la inminencia de la lectura.
Abrí el libro, me acodé sobre la mesa, sentado en la silla rígida, la
espalda fría y las rodillas calentadas por las ascuas del brasero. Debía
de ser una mañana laboral porque nadie entró en el comedor. Cuando
levanté los ojos del libro y miré el reloj en la pared me di cuenta de
que habían pasado varias horas, las once, las doce, y yo no había oído
los golpes del péndulo.
En ese silencio primordial de las grandes lecturas resplandecieron para mí las novelas de Jules Verne.
Lo sentimos tan cercano que se nos hace raro no traducir su nombre de pila. Veinte mil leguas de viaje submarino
es su novela perfecta porque resume las dos metáforas centrales no solo
de su literatura, sino de cualquier literatura: la inmersión, el viaje.
No hay lectura que no requiera una completa inmersión ni historia que
de algún modo no trate de un viaje.
De Jules Verne se dice, distraídamente, que fue un precursor de la
ciencia-ficción y un visionario de las tecnologías del futuro. Pero las
fantasías arbitrarias o alegóricas, a la manera de H. G. Wells,
no le interesaban, y sus máquinas voladoras o submarinas unas veces
carecían de fundamento y otras, más que futuristas, resultaban
anticuadas para las tecnologías de su tiempo. Jules Verne, que de muy
joven imitó los dramones románticos de Victor Hugo,
cultivó siempre un romanticismo menos de la ciencia en sí que del
descubrimiento, un entusiasmo por lo nuevo, por las maravillas tangibles
que él mismo estaba viendo irrumpir en la realidad. Nacido en 1828,
perteneció a la primera generación que experimentaba el ruido, el humo,
la velocidad de los trenes, y luego el prodigio del telégrafo, la
navegación a vapor, la fotografía, el teléfono, el fonógrafo, la
impresión masiva y barata, gracias a la cual una revista ilustrada podía
contener al mismo tiempo el relato de una expedición en busca de las
fuentes del Nilo y los grabados que la hacían visible, o la crónica de
una exposición universal en la que se mostraban maquinarias prodigiosas y
danzas y tocados de los pueblos primitivos descubiertos por los
exploradores y sometidos colonialmente por ellos, traídos a la
metrópolis en veloces buques de vapor.
Jules Verne, que de muy joven imitó los dramones románticos de Victor Hugo, cultivó siempre un romanticismo menos de la ciencia en sí que del descubrimiento, un entusiasmo por lo nuevo
Quizá Jules Verne amaba sobre todo los mapas: la geografía era la aventura suprema del conocimiento. Lo cuenta el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón en su último libro, La tierra de Jules Verne,
que es una meditación sobre los mundos y los viajes que se contienen en
todas esas novelas que él también empezó a leer de niño. La geografía
es un saber que linda lo mismo con la literatura que con la ciencia, y
que muchas veces se ha mezclado con la ficción, porque ha habido grandes
viajeros que han sido también grandes mentirosos, y porque el impulso
de la aventura y por tanto de la fábula puede ser más poderoso que el
del conocimiento. Por eso atraen tanto a niños fantasiosos que quieren
evadirse y quieren comprender, que sienten la misma curiosidad por lo
que existe y por lo que no existe.
Leíamos a Verne siguiendo sobre un mapamundi los itinerarios exactos
de sus viajeros y calculando sobre el ancho azul del Pacífico la
longitud y la latitud de sus islas inventadas. Nuestro sedentarismo
forzoso alimentaba la pasión por aquellos viajes que conducían a los
límites del mundo, a lo más hondo de las fosas oceánicas, a la órbita de
la Luna, al centro de la Tierra, a las distancias del sistema solar.
Leyendo a Verne nos seducían por igual, y sin que nos diéramos cuenta,
la ciencia y la literatura, el romanticismo de la precisión y la poesía
de los nombres: en nuestro mundo de topónimos sabidos y presencias
siempre familiares las novelas de Jules Verne nos suministraron
catálogos de nombres resplandecientes, nombres de islas reales o
ficticias, de ríos, de desiertos, de continentes, de plantas, especies
animales, de buques, de personajes que eran más memorables en virtud de
los nombres que Verne había elegido para ellos.
Dónde hay en la literatura un personaje que tenga un nombre tan
misterioso y definitivo como el Capitán Nemo. Y qué novelista ha
inventado títulos que ofrezcan tan tentadoramente lo que nos atrae de la
literatura, la promesa de una revelación. Hay títulos y nombres que han
estado siempre conmigo, tan fértiles en el recuerdo lejano como en la
primera lectura. Muchos otros he vuelto a encontrarlos en el libro de
Eduardo Martínez de Pisón. Él no lo dice, pero yo intuyo que gracias a
Jules Verne descubrió su vocación de geógrafo. Yo le debo la mía de
novelista, y quizá más todavía la vocación de lector. El gusto por el
viaje inmóvil, la afición y la destreza para sumergirme muy hondo en las
palabras de un libro, en mi silencio de lector submarino al que no
llegan los golpes sonoros del reloj.
La tierra de Jules Verne. Geografía y aventura. Eduardo Martínez de Pisón. Fórcola. Madrid, 2014. 440 páginas. 24,50 euros.
www.antoniomuñozmolina.es