Me ha encantado y quería compartirlo con vosotros...
Aquí lo tenéis:
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/06/19/babelia/1403179487_377420.html
Una historia antigua
En el corazón de cualquier relato está el misterio de lo que no llega a decirse
"Nos contamos historias a nosotros mismos para seguir viviendo”. Me acordé de esas palabras de Joan Didion
conversando con una mujer que probablemente había leído muy poco o nada
y que sin embargo era una excelente narradora y hablaba un español
empapado de literatura: de novelas sentimentales, de boleros, de
telenovelas. Es una mujer de casi sesenta años que no ha tenido mucha
suerte en su vida, pero que la cuenta con esa extraordinaria
desenvoltura narrativa del habla colombiana, en la que nunca falta el
humorismo, y en la que la guasa amortigua o endulza hasta lo más cruel.
Emigró a Nueva York cuando era muy joven. Tuvo un hijo con un hombre que
desapareció en seguida. Con la esperanza de poder pagarse los estudios
de Medicina, su hijo se alistó en el ejército cuando empezaba la invasión de Irak.
Lo enviaron allí, y ella dice que le rezaba todos los días al Señor
pidiéndole que se lo devolviera vivo y entero. “Dios mío, no me lo
devuelvas quemado, o sin piernas, eso no”. Hablaba con él de vez en
cuando por Skype y lo notaba trastornado por dentro, horrorizado de lo
que veía. “Mamá, esto es el infierno”. Tenía 22 años y se había casado
un poco antes de viajar a Irak, “con una gringuita rubia, linda, con los
ojos azules”. El hijo la llamó cuando ya solo le quedaba una semana en
la zona de guerra. Uno o dos días después de hablar con ella, el
blindado en el que viajaba rebotó sobre una mina y murieron él y sus
tres compañeros de patrulla.
Años después de perder a su hijo, ella sigue extraviada en el mundo,
en una rara viudedad que no le impide teñirse el pelo, arreglarse,
vestirse con colores claros y oros, con una casi exuberancia muy
habitual en esta zona entre colombiana e indostánica donde vive, Jackson
Heights, en Queens. Tenía dolores muy fuertes de espalda y le dieron el
disability, como ella dice, de modo que pudo jubilarse y cobra
una pensión. Pasa temporadas largas en Colombia, en la ciudad querida
de su origen, Pereira. A la entrada de su apartamento hay una estantería
baja en la que se alinean ordenadamente zapatillas caseras, calzado de
deporte, tacones. En medio del calzado femenino hay unos zapatos grandes
masculinos que fueron de su hijo. Para seguir viviendo, esta mujer
cuenta lo buen chico que fue siempre, lo estudioso en la escuela,
siempre alejado de las malas compañías del barrio, resuelto a llegar a
ser un buen médico.
Pero no quiere dar por terminada su vida. Sueña, dice, con encontrar a
un hombre que la quiera de verdad, que le hable con dulzura al oído y,
si hace falta, le cuente mentiras bonitas. “¿No es eso lo que nos gusta a
las mujeres?”, dice medio en broma, entre la guasa y la melancolía,
“¿que nos cuenten mentiras?”. Y entonces, ya empapada sin saberlo de
literatura, nos cuenta que de joven vivió un gran amor, un verdadero
amor, no con el padre de su hijo, sino antes, una vez que se fue a
España con todos sus ahorros para buscar trabajo. Él era de Barcelona,
pero se conocieron en Canarias. “Recorrimos en su carro las siete islas,
una por una”. Terminaban de visitar una isla y embarcaban el coche para
explorar la próxima. Buenos hoteles, restaurantes. Luego viajaron por
toda la Península, durante un año entero. Dice el nombre y los dos
apellidos, complicados y prometedores como los de un galán de
telenovela. En vez de buscar trabajo, gastó con él todos sus ahorros, en
plena felicidad, yendo a todas partes, comiendo y bebiendo muy bien, a
veces demasiado, porque los españoles toman vino con todas las comidas, y
además usan mucho el ajo, de modo que a ella le parecía a veces que le
olía un poco a ajo el sudor.
Volvió a Colombia enamorada y en quiebra. Habían planeado seguir
viéndose, pero había demasiada distancia. “Y entonces no era como ahora,
no había celulares, nada más que cartas, que tardaban tanto, y una
llamada de teléfono costaba carísima”. Al hablar de él siempre dice su
nombre y sus dos apellidos, como para confirmar la realidad
administrativa de su existencia. Dice que sigue soñando con él. Sueña
con él como era entonces, exactamente así. No lo sabe imaginar gordo,
mayor, calvo, con el pelo blanco. Sueña que vuelven a encontrarse. Pero
se queda pensativa y dice que ha pasado tanto tiempo que si lo viera
quizá no lo reconocería. Su hermana, muy acostumbrada a sus historias,
la mira con ironía y le dice: “Eres una Penélope”.
Pero ella no ha escuchado nunca ese nombre y no conoce la historia.
Me veo cumpliendo la singular tarea narrativa de contar la espera de
Penélope y el regreso de Ulises a Ítaca a una persona que la está
escuchando por primera vez, y que me mira con una expresión muy atenta,
con la curiosidad pura de saber qué sucede a continuación, asombrada y
conmovida por la obstinación de los dos esposos a lo largo de 20 años,
Ulises sobreviviendo a aventuras y naufragios, Penélope destejiendo de
noche lo que ha tejido de día para prolongar la espera, el perro viejo y
ciego que reconoce antes que nadie a su amo. La Odisea está
irrumpiendo por primera vez en la imaginación de alguien, no como una
obra literaria solemne, sino como una fábula, una más entre los relatos
que nos contamos los unos a los otros a diario, o que nos contamos en
silencio a nosotros mismos, fantaseando, mintiendo. Pero lo prodigioso y
lejano resulta de inmediato familiar: hay un hijo que abandona muy
joven la casa en la que se crio sin la presencia de un padre; hay un
soldado que está punto de no volver de una guerra que no parecía
terminar nunca; hay un hombre y una mujer que se encuentran después de
haberse esperado y recordado tanto y ahora no se reconocen, porque han
pasado 20 años. Para estar segura de que el recién llegado es Ulises,
Penélope lo pone a prueba. Hay una sola cosa íntima que solo él puede
saber. El reconocimiento indudable sucede en el secreto de la cámara
nupcial. En la pesadumbre del relato surge un indicio de picardía que a
nuestra interlocutora le hace sonreír, porque ni la soledad ni el luto
le han apagado una crédula expectación de los placeres de la vida. Se
pregunta qué prueba podría ponerle ella a su amante español si volviera a
encontrarse con él, si lo mirara y no estuviera segura de reconocerlo,
al cabo de una ausencia más larga ya que la de Ulises. Y comprende
instintivamente que en el corazón de cualquier historia está el misterio
de lo que no llega a decirse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios me enriquecen, anímate y déjame uno