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domingo, 16 de noviembre de 2014

Muñoz Molina - Artículo en Babelia

Poesía y geografía

'Veinte mil leguas de viaje submarino' de Jules Verne es la novela perfecta porque resume las dos metáforas centrales de cualquier literatura: la inmersión, el viaje



Uno de los dibujos de 'Veinte mil leguas de viaje submarino' de la edición ilustrada de 2012, que hizo Agustín Comotto para Nórdica Libros.

En aquel austero comedor no estaban aún el televisor y el frigorífico que ocuparían lugares de honor unos años más tarde. Había una ventana enrejada, una mesa camilla, una repisa de obra en un rincón donde estaba la radio, un reloj de péndulo colgado de la pared encalada. El tictac del mecanismo murmuraba en la caja de madera. Los cuartos y las horas resonaban nítidos como golpes de gong. Yo leía sentado en una silla de anea, apoyando los codos en la mesa, arrimado al brasero, abrigándome con las faldillas, en la casa donde reinaba el frío durante los meses de invierno. No había un sillón ni un sofá donde echarse a leer. De noche, los mayores se quedaban dormidos apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados. El único sitio para descansar era la cama, y la cama estaba en un dormitorio helado. Cuando yo leía en ella se me quedaban frías las manos. Sostenía el libro con una mano mientras calentaba la otra debajo del embozo.

Leía en el comedor, unas veces rodeado de la familia y otras, las menos, yo solo. Leía y estudiaba, hacía los deberes. Aprendí a aislarme en el barullo que me envolvía casi siempre: conversaciones, juegos de cartas, seriales en la radio, más tarde programas en la televisión, concursos, películas, espectáculos de variedades. Sumergido en el libro lograba un aislamiento perfecto. Cuando estaba solo tenía de fondo los sonidos de la calle y el tictac y los golpes del reloj.
Eduardo Martínez de Pisón no lo dice pero intuyo que gracias a Verne descubrió su vocación de geógrafo.
Yo le debo la mía de novelista 
Una mañana, mi abuelo materno me trajo un libro de regalo, Veinte mil leguas de viaje submarino. Conservo de él una memoria perfecta: visual, olfativa, táctil. Era uno de aquellos libros providenciales de la editorial Ramón Sopena que se encontraban hasta en las papelerías más modestas. El papel era malo, la impresión defectuosa. Las portadas se descolgaban o se despegaban muy fácilmente. Pero la editorial Ramón Sopena parecía que publicaba toda la literatura universal, a precios tan bajos que ni siquiera para nosotros eran prohibitivos. En la portada del libro de Verne se veía la silueta negra del Nautilus en las profundidades de un mar verde oscuro. La luz de su faro era un círculo amarillo. Era como estar viendo el cartel de una película, una promesa absoluta de algo, la inminencia de la lectura. Abrí el libro, me acodé sobre la mesa, sentado en la silla rígida, la espalda fría y las rodillas calentadas por las ascuas del brasero. Debía de ser una mañana laboral porque nadie entró en el comedor. Cuando levanté los ojos del libro y miré el reloj en la pared me di cuenta de que habían pasado varias horas, las once, las doce, y yo no había oído los golpes del péndulo.

En ese silencio primordial de las grandes lecturas resplandecieron para mí las novelas de Jules Verne

Lo sentimos tan cercano que se nos hace raro no traducir su nombre de pila. Veinte mil leguas de viaje submarino es su novela perfecta porque resume las dos metáforas centrales no solo de su literatura, sino de cualquier literatura: la inmersión, el viaje. No hay lectura que no requiera una completa inmersión ni historia que de algún modo no trate de un viaje.

De Jules Verne se dice, distraídamente, que fue un precursor de la ciencia-ficción y un visionario de las tecnologías del futuro. Pero las fantasías arbitrarias o alegóricas, a la manera de H. G. Wells, no le interesaban, y sus máquinas voladoras o submarinas unas veces carecían de fundamento y otras, más que futuristas, resultaban anticuadas para las tecnologías de su tiempo. Jules Verne, que de muy joven imitó los dramones románticos de Victor Hugo, cultivó siempre un romanticismo menos de la ciencia en sí que del descubrimiento, un entusiasmo por lo nuevo, por las maravillas tangibles que él mismo estaba viendo irrumpir en la realidad. Nacido en 1828, perteneció a la primera generación que experimentaba el ruido, el humo, la velocidad de los trenes, y luego el prodigio del telégrafo, la navegación a vapor, la fotografía, el teléfono, el fonógrafo, la impresión masiva y barata, gracias a la cual una revista ilustrada podía contener al mismo tiempo el relato de una expedición en busca de las fuentes del Nilo y los grabados que la hacían visible, o la crónica de una exposición universal en la que se mostraban maquinarias prodigiosas y danzas y tocados de los pueblos primitivos descubiertos por los exploradores y sometidos colonialmente por ellos, traídos a la metrópolis en veloces buques de vapor.
Jules Verne, que de muy joven imitó los dramones románticos de Victor Hugo, cultivó siempre un romanticismo menos de la ciencia en sí que del descubrimiento, un entusiasmo por lo nuevo
Quizá Jules Verne amaba sobre todo los mapas: la geografía era la aventura suprema del conocimiento. Lo cuenta el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón en su último libro, La tierra de Jules Verne, que es una meditación sobre los mundos y los viajes que se contienen en todas esas novelas que él también empezó a leer de niño. La geografía es un saber que linda lo mismo con la literatura que con la ciencia, y que muchas veces se ha mezclado con la ficción, porque ha habido grandes viajeros que han sido también grandes mentirosos, y porque el impulso de la aventura y por tanto de la fábula puede ser más poderoso que el del conocimiento. Por eso atraen tanto a niños fantasiosos que quieren evadirse y quieren comprender, que sienten la misma curiosidad por lo que existe y por lo que no existe.

Leíamos a Verne siguiendo sobre un mapamundi los itinerarios exactos de sus viajeros y calculando sobre el ancho azul del Pacífico la longitud y la latitud de sus islas inventadas. Nuestro sedentarismo forzoso alimentaba la pasión por aquellos viajes que conducían a los límites del mundo, a lo más hondo de las fosas oceánicas, a la órbita de la Luna, al centro de la Tierra, a las distancias del sistema solar. Leyendo a Verne nos seducían por igual, y sin que nos diéramos cuenta, la ciencia y la literatura, el romanticismo de la precisión y la poesía de los nombres: en nuestro mundo de topónimos sabidos y presencias siempre familiares las novelas de Jules Verne nos suministraron catálogos de nombres resplandecientes, nombres de islas reales o ficticias, de ríos, de desiertos, de continentes, de plantas, especies animales, de buques, de personajes que eran más memorables en virtud de los nombres que Verne había elegido para ellos.

Dónde hay en la literatura un personaje que tenga un nombre tan misterioso y definitivo como el Capitán Nemo. Y qué novelista ha inventado títulos que ofrezcan tan tentadoramente lo que nos atrae de la literatura, la promesa de una revelación. Hay títulos y nombres que han estado siempre conmigo, tan fértiles en el recuerdo lejano como en la primera lectura. Muchos otros he vuelto a encontrarlos en el libro de Eduardo Martínez de Pisón. Él no lo dice, pero yo intuyo que gracias a Jules Verne descubrió su vocación de geógrafo. Yo le debo la mía de novelista, y quizá más todavía la vocación de lector. El gusto por el viaje inmóvil, la afición y la destreza para sumergirme muy hondo en las palabras de un libro, en mi silencio de lector submarino al que no llegan los golpes sonoros del reloj.

La tierra de Jules Verne. Geografía y aventura. Eduardo Martínez de Pisón. Fórcola. Madrid, 2014. 440 páginas. 24,50 euros.
www.antoniomuñozmolina.es

domingo, 30 de junio de 2013

El faro de la Mola y Julio Verne en Formentera

¡FORMENTERA! –exclamaron casi al unísono el conde Timascheff y el capitán Servadac.

Era el nombre de una isla del grupo de las Baleares situado en el Mediterráneo. Esto indicaba con claridad y exactitud el punto que ocupaba entonces el autor de los documentos. ¿Pero qué hacía allí aquel francés? Si estaba, ¿vivía todavía?

No podía dudarse que era Formentera de donde había lanzado las noticias indicando las posiciones del fragmento del globo terrestre a que llamaba Galia.
 Julio Verne 
Héctor Servadac pág. 106




Quiero terminar junio con otra entrada dedicada al rastro de los escritores que encuentro en mi camino. Ya os hablé hace nada de que había estado en Ibiza y había visto la casa en la que veraneó Rafael Alberti y María Teresa León en 1936.

Pues bien, hoy quería que esta entrada fuera también de otro escritor con el que he tropezado este mes. Me refiero al monolito que existe dedicado a Julio Verne en el Faro de la Mola en Formentera.



Rebuscando por la red resulta que no está muy claro si Julio Verne conocía Formentera o no, no se sabe a ciencia cierta si realmente estuvo en el Faro de la Mola. Este impresionante lugar que os dejo en mis fotos. Y que si no conoceis deberíais conocer porque es una preciosidad.

De lo que sí que no hay duda es de que Julio Verne escribió su novela Hector Servadac inspirándose en este lugar. Aquí existe un monolito donde un par de placas, fechadas en el año 1978,  hablan de ello.

Hector Servadac es una novela de Julio Verne, publicada en 1877 en el que el protagonista  Héctor Servadac y un grupo de personajes de distintas nacionalidades realizan un curioso viaje durante dos años a través del sistema solar encima de un cometa debido a una catástrofe en la tierra en la que un aerolito gigante arranca un trozo del mediterráneo (donde transcurre la acción) del globo terrestre hacia el espacio exterior.

Parece ser que a Julio Verne le gustaba mucho la forma de esta isla, tan plana pero que sin embargo terminan con una pendiente de entre 120 y 140 metros justo a la altura de este bello faro. Parece ser que le parecía un lugar desde el cual podrían despegar aviones o naves o incluso ovnis.




Y ya que estamos en este lugar aprovecho para contaros que este faro de la Mola fue proyectado por Emilio Pou, y después de estar construyéndole durante unos tres años se inauguró el 10 de junio de 1861. Es el faro más importante y antiguo de Formentera y fue mandado construir por Isabel II.

Tres fareros se encargaban de su funcionamiento y mantenimiento. Y solo en dos ocasiones ha dejado de iluminar, una durante la guerra de Filipinas y otra durante la guerra Civil española. La luz del faro electrificado en 1.973, alcanza una distancia de 23 millas náuticas.


Qué sugerentes son los faros ¿verdad? Son lugares mágicos muy susceptibles de hacer literatura con ellos.