Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y let

Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS ROCÍO DÍAZ. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS ROCÍO DÍAZ. Mostrar todas las entradas

viernes, 12 de marzo de 2021

"450.000 fotografías" Relato de Rocío Díaz.

 


 

#HistoriasdePioneras.

 

450.000 fotografías

 

Se llamaba Katia y a los 14 años descubrió que nada le habría hecho más feliz que sentir circulando por sus venas, en vez de sangre, ríos de lava. Aunque lo cierto era, que de algún modo, ya la recorrían. Solo así podía explicarse esa fascinación que desde niña sentía por esos montes que nos conectaban con el centro de la tierra. Esa mujer menuda llegaría a adorar las montañas de fuego. Y en justa correspondencia el dios de los volcanes la reclamó para sí.

Katía había nacido en la Alsacia francesa, en su infancia conoció los volcanes por los vídeos y los libros. Pero tanto la hipnotizaron que en cuánto tuvo uso de razón pidió que la llevaran a visitarlos. A los 7 años conoció el Etna, el Strómboli, el Vulcano. Los sentía poderosos.

En la Universidad de Estrasburgo donde estudió física y geoquímica, tuvo la inmensa suerte de coincidir con otra persona con idéntica pasión. ¿Quién podría decir si no, que le gustaría morir en un volcán? Solo alguien que a continuación lamentase que la probabilidad de poder hacerlo era bastante baja. Pero qué equivocado estaba. ¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Katia siempre supo que no encontraría a otro como él. Eran las únicas dos piezas del mismo puzle. El suyo fue un amor que duraría hasta que, un cuarto de siglo después, ambos corrieran en busca de la peor erupción que habían visto en su vida.

Pero hasta que llegó ese día unieron sus vidas para dedicarla al estudio de los volcanes. No hay demasiados vulcanólogos en el mundo, y entre ellos apenas unos cincuenta se dedican a los volcanes activos. Los Krafft destacaron entre éstos últimos, haciéndose muy famosos por estar siempre al pie del volcán más peligroso.

Su primer viaje juntos, a modo de luna de lava, fue al Strómboli. No tenían mucho dinero, y su equipo no era el apropiado. Años después se reirían juntos viendo en las fotos y grabaciones como su ropa iba desintegrándose por los gases, a medida que iba transcurriendo el viaje. Qué desastre.

Viaje a viaje, fueron aprendiendo. Y mientras lo hacían, iban desaprendiendo a tener miedo. Fueron pioneros en hacer reportajes de volcanes en erupción. Ella fotografiaba, él filmaba. Ambos se necesitaban, se complementaban, se extasiaban con la cruel belleza de la lava. Y gracias a sus reportajes, a la información que ellos proporcionaban desde el lugar, se pudieron evacuar zonas en peligro salvándose muchas vidas.

Pero ¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Cada vez querían sentir erupciones más tremendas, cada vez contemplarlas desde más cerca, a menudo rozando los 30 centímetros de distancia. A la mínima señal de humo saliendo de cualquier volcán del mundo, cogían lo necesario y eran los primeros en aparecer. Valientes e intrépidos, en un año recorrieron el mundo 8 veces, saltando de volcán en volcán.

Hubo veces que solo se hablaba del Sr. Kraff, cuando se daban a conocer los hallazgos importantes para la ciencia, a los que habían contribuido ambos. Algunos medios no nombraban a Katia, aunque siempre estaba a su lado. De hecho, fue ella quien creó el cromógrafo, un pequeño analizador de gases portátil, y quién se especializó en los volcanes de nubes ardientes.

Pero fueron ambos los que realizaron conferencias, publicaron libros, participaron en programas de televisión y entrevistas. Él sumó unas 300 horas de filmación y Katia unas 450.000 fotografías. En la mayoría de ellas se los puede ver siempre al borde del abismo, la lava casi a sus pies, recortándose su silueta sobre el fondo rojo y gris de un volcán en erupción. Ambos vestidos con sus trajes especiales, plateados o de aventura, ambos con el mismo gorro rojo, e idéntica y enorme sonrisa, trotando apenas a unos pasos. Y como fuegos artificiales el material piroclástico cayendo en cascada tras ellos. 450.000 fotografías trasmiten su felicidad.

Katia fue una pionera de la vulcanología activa, los dos lo fueron, mientras sucumbían a su mayor pasión.

 

Hasta que la mañana del 3 de junio de 1991 los encontró muy cerca de El volcán Unzen en Japón. Llevaba dormido casi 200 años y cuando despertó quiso mostrar al mundo todo el sueño acumulado. Quiénes llevaban más de veinte recorriéndolo y presenciando erupción tras erupción, no hicieron caso de su alarde. Quizá porque habían perdido el miedo, quizá porque ya nos les importaba morir. Y quisieron acercarse más, pensando que era seguro quedarse en la meseta que eligieron. De pronto el Unzen quiso demostrarles su error y escupió una densa e inmensa nube de gases, rocas y cenizas de 800 grados centígrados que se abrió paso en cuestión de segundos, envolvió y arrasó todo lo que encontró y avanzó segura en la dirección en la que estaban.

¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Quizá su marido, al final, consiguió cumplir uno de sus sueños: Navegar de algún modo sobre un río de lava. Lo que no podemos dudar es que a su lado, con la cámara colgando del cuello y una enorme sonrisa, iba Katia de su brazo. 

 

 Rocío Díaz Gómez

 

jueves, 21 de enero de 2021

"Don Andrés y mis redacciones" - Relato de Rocío Díaz

 

Esta foto está tomada de internet

 #MiMejorMaestro 

 

 

Don Andrés y mis redacciones

 

Querido don Andrés,

Hoy me acordé de usted. De pronto le he visto, a pesar de mi incipiente presbicia, con una nitidez increíble. He vuelto a ver su pelo liso, bien peinado a raya por delante, pero revuelto por detrás. He vuelto a ver sus gafas grandes de pasta y de miope, su anodina chaqueta a cuadros, y su semblante, no se me ofenda, más anodino aún.

No le veo desde hace ¿Cuánto? ¿Cuarenta años? Fíjese, que yo creo que sí, que los cuarenta desde luego. Cuarenta y seguramente cuarenta y uno, que total a estas alturas de la vida, no voy a andar racaneando con los años. Sería absurdo. Sobre todo cuando aquí los tengo, debajo de los ojos y sobre la espalda. Cuarenta, qué barbaridad. Y ni le volví a ver más, ni he vuelto a saber de usted. Y aunque cierto es que nuestro colegio lo cerraron, no lo es menos que yo estaba muy ocupada viviendo mi adolescencia, mi juventud, mi vida adulta, para andar pensando en usted, que ni fue mi profesor más atractivo, ni el más dicharachero. ¿Verdad don Andrés? A estas alturas si no racaneamos con los años, tampoco vamos a hacerlo con las verdades.

Sin embargo hoy, qué cambalache de ideas habré yo revuelto en el trastero de mi memoria, para que de pronto aparecieran su traje y sus gafas, apareciera su pelo y su semblante tristón, y yo me viera de nuevo ante usted en aquella clase de la EGB, después de tantos años y tantos escritos. Así de absurda, complicada y maravillosa es esta vida.

Esta vida de ¿escritora? Más bien de aficionada a la escritura, porque don Andrés para mí los escritores siguen siendo los que viven de sus escritos. Y yo, afortunadamente, no como de lo que gano escribiendo.

Porque le confieso que me importa tanto escribir, tanto, que si tuviera que vivir de esto, en tardes como la de hoy, que no he conseguido escribir ni media página, no podría merendar. Y discúlpeme pero eso son palabras mayores, que yo la merienda no la perdono. Tardes como la de hoy, que se me han pasado mis buenas dos horas, y tres, que entre usted y yo ya no hay medias verdades, delante del ordenador sin hilvanar ni media historia, ni un cuarto de párrafo, ni tan siquiera una mágica y primera frase. Esa primera de la que tirarme, como de un trampolín, para empezar a dar brazadas en un relato. Tardes como la de hoy, qué tristeza don Andrés, qué tristeza, en las que verme como si aún tuviera doce años, y usted me hubiera mandado de deberes una redacción que no supiera ni por donde encaminarla.

Y ha sido pensar eso, y pensar en usted. Y sin darme cuenta he comenzado a escribir. Bendito don Andrés. He comenzado a escribir, a escribirle esta carta que nunca podré enviarle. Cuarenta, qué barbaridad, quizá usted ya ni viva.

Pero yo seguía, erre que erre, tejiendo frases ¿sabe? Una frase y otra frase y otra después porque yo le contaría tantas cosas de cómo me ha ido… De cómo me ha ido con las palabras, con los relatos, con las historias. En fin, con sus redacciones, ya sabe a lo que me refiero.

Porque usted siempre ha estado ahí, desde los comienzos, cuando nos ponía de deberes una redacción con un tema. La primavera, las vacaciones, la navidad. Y yo siempre las comenzaba todas igual: “La Primavera ¿qué es la primavera?” Y después por fin encontraba el hilo de Ariadna por algún lado y comenzaba a tejer. Porque redactar, narrar, inventar, no era como aprenderse de memoria las Preposiciones: «A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras». Aún recuerdo la retahíla. Aquello era otra cosa, por eso tenía que recurrir a mi pregunta de rigor: “La Primavera ¿qué es la primavera?” y dejarme llevar. Que ya podía usted haberme dicho, don Andrés, que cambiara de vez en cuando ese comienzo, qué niña tan cansina era yo, ahora lo sé, con la dichosa preguntita.

Pero usted no, usted me escuchaba callado, caminando por el pasillo entre los pupitres, o sentado en su mesa. Me escuchaba serio, atento, hasta que yo terminaba. Después decía: “Muy bien”. Eso me decía, nada más. Sin decir mi nombre de nuevo, sin una sonrisa. Bajaba la cabeza, y apuntaba en su cuaderno, mientras yo me sentaba otra vez. Después en mis notas siempre me daba un ocho, quizá un ocho y medio, hasta alcanzar el nueve de fin de curso.

Vaya pareja que estábamos hechos, usted y yo. Yo deseando que le agradaran mis redacciones y usted escatimándome las palabras hasta la calificación final.

Y aun así, hoy ha vuelto a estar ante mí, ha aparecido detrás de una esquina de mi memoria. Con su traje chaqueta manchado de tiza y su pelo despeinado por detrás, que se notaba que había salido pitando de casa por llegar a tiempo al cole, como yo, como todos. No sé los años que tendría, seguramente era mucho más joven de lo que yo, a mis doce años, creía.

Y me he dado cuenta, don Andrés, de algo. Le echo de menos. Echo de menos sus deberes, esa pauta que me ayudaba a comenzar a escribir. Echo de menos su mirada atenta y sus oídos dispuestos que no se perdían ni una de mis frases. Echo de menos sus ochos que me empujaban a querer mejorar y llegar hasta el nueve a final de curso.

Cuarenta años, don Andrés, cuarenta, qué barbaridad, y todavía le veo delante de mí, cuando comienzo a escribir. Le saludo, le sonrío y ya solo tengo que pensar:

La primavera ¿Qué es la primavera?

 

Rocío Díaz Gómez.- Enero 2021

 

 

- La imagen de esta entrada está tomada de internet: https://yofuiaegb.com/

 

domingo, 29 de noviembre de 2020

"La herencia de una pasión" Relato de Rocío Díaz

 


Se nos va noviembre, así de callando, casi sin darnos cuenta. 

Y antes de que se vaya, he pensado dejaros con uno de mis relatos. Le dieron un segundo premio en el XXII Premio de Narrativa "Montserrat Roig". 

No pude ir a recogerlo con esta pandemia que nos tiene a todos tan limitados, pero siempre es motivo de alegria y nos empuja a seguir peleándonos con las historias y las palabras.

Aquí os lo dejo por si os apetece leerlo.


 

LA HERENCIA DE UNA PASIÓN

El Eusebio no me entiende. Por eso tampoco entendería que yo le diera unas perras cada día al pequeño de la maestra por venir hasta aquí arriba y echarme una mano con lo de la escritura. Por eso no se lo he dicho. Mejor así.
El primer día que llegó el Eusebio de faenar y le encontró aquí, en la cocina, sentado a mi lado y yo escribiendo, me miró con ojos de pez frito y no dijo ni media. Entonces le dije al muchacho que ya iba siendo hora de cenar y el chaval, que avispado es un rato, también sin decir ni pío, recogió en un santiamén y salió corriendo. Al poco entraron los hijos, y las muchachas se liaron a poner la mesa y con el cacharreo y el guirigay de las cenas parece que se le fue de la cabeza. Pero ya sabía yo que al Eusebio no se le iba a olvidar así como así. Por eso al día siguiente ahí me tienes, con un ojo en la escritura y otro pegadito al reloj, para que antes de que llegara el Eusebio, el pequeño de la maestra ya se hubiera ido. ¡Pero me cachis que me descuidé! Estuve un día y dos y tres pendiente de la hora, que no se me escapaba ni un minuto, a punto de quedarme con un ojo mirando para cada lado de por vida, de tanto atender aquí y allá, allá y aquí, pero al cuarto día estaba tan enfrascada en lo que quería escribir que ¡ahí iba a estar yo a vueltas con el dichoso reloj! Y claro llegó el Eusebio y ahí andábamos los dos, con el trajín de las palabras... Y por muy pronto que quise yo espabilar al muchacho, ya sabía yo que el Eusebio algo me iba a decir en cuántito nos quedáramos solos.
- ¿Y ese...?
- ¿Quién? -Pregunté yo haciéndome de nuevas.
- Quién va a ser, el de la maestra. ¿Qué pintaba aquí? Porque ya no es el primer día que llego y me lo encuentro.
- Pues que va a ser... Que su madre lo manda con el recado de preguntar cómo sigo. Acuérdate de que me caí...
- ¿No me iba a acordar? Que cosas tienes... ¿Pero para preguntarte cómo sigues se tiene que andar sentando ahí contigo a escribir no se qué cuentos...?
- Hombre Eusebio, que de bien nacíos es ser agradecío, y si la mujer me manda al muchacho le tendré que sacar algo, que viene con la lengua afuera y está en edad de crecer. Que para eso somos vecinos...
- No sabía yo que para masticar se necesite escribir. ¿A que venían tantas palabras...?
- ¿A santo de qué van a venir? Pues que le he dicho que me escribiera cuatro letras bien puestas para dar las gracias a su madre, que es la mar de atenta conmigo, la verdad, tú lo sabes.
- Lo que sé es que desde que esa mujer llegó, te llenó la cabeza de pájaros. Esto es lo que sé. Y los pájaros los cazo yo con la escopeta de perdigones y me los como.
- Anda, anda, anda... si luego eres un bendito. Hablando de pájaros ¿Quieres los huevos en tortilla o fritos?
- ¡Que pregunta...! Fritos, como Dios manda... ¿De cuando acá ando yo con las mariconeces esas de las tortillas...?
- Cómo decías que te dolía una muela y no sabes comerte el huevo frito sin andar mojando y mojando pan. Porque no te hicieras daño con el churrusco tan duro, al masticar...
Al Eusebio se le va la fuerza por la boca, que no es mal hombre, pero bruto, lo que se dice bruto, lo es y mucho. Que si alguien le escuchara a veces cuando habla se creería que anda siempre con la escopeta de perdigones al hombro apuntando a lo que se mueve y a lo que no... ¡Ay que hombre! Pero yo ya aprendí hace mucho tiempo a cogerle el aire y sé cómo llevarle hasta mi terreno.


Iván no me entiende. No entendía por qué quería dejar las clases que daba por Internet, decía que eso lo único que iba a reportarme, es falta de tiempo. Por eso lo del árbol genealógico ni tan siquiera se lo comenté. Era mejor así.
La mente práctica y cuadriculada de Iván no entendería que necesito saber más de mis antepasados. Necesito llenar unos huecos que no conozco, profundizar en mis raíces, reconocerme como parte de un pasado al que pertenezco y está tan desértico en contenidos que no siento como propio. Pero confeccionar el árbol genealógico supone tiempo y dinero. Justamente las dos cosas por las que Iván siempre estaría en desacuerdo conmigo.
Con la cuestión del tiempo ya tuvimos varias discusiones cuando decidí dejar de dar clases por Internet. No entendía que yo necesitaba conocer a mis alumnos, relacionarme con ellos, saber de sus gestos y su sentido del humor.
- ¿Pero para enseñarles a escribir les tienes que conocer?
- A escribir no se enseña…
- Bueno ¡pues a eso que hagas con ellos!
- Compréndelo... ¿Cómo te diría yo? Es más frío hacerlo por correo electrónico. Es mucho más enriquecedor tanto para ellos como para mí que sea en forma presencial. Me gustan las tormentas de ideas y las asociaciones de palabras, la improvisación y su opinión, el posible debate, la tertulia…
- O sea que apenas tenemos tiempo para estar juntos y tú ¿prefieres irte de charla con los alumnos?
- No es eso… -suspiraba yo derrotada- No se trata de preferir nada. ¡Anda! Déjalo, ya lo hablaremos, ahora estamos cansados. ¡Va venga! Date prisa que he reservado para cenar en el sitio aquel al que querías ir…
Iván nunca entendería que escribir y llevar un taller de escritura es un raro placer que uno no siente con otra cosa. Y no solo se trata de escribir, yo necesitaba regalar una voz a lo que está escrito. Escucharlo de quién nació, corregirlo en voz alta, buscarle su sentido junto al autor... Compartirlo. Quería compartirlo con ellos, a quiénes les importaba tanto como a mí. ¡Pero cualquiera dice eso! Iván no lo puede entender, pero yo ya he aprendido a distraer su atención de aquello que nos separa, ofreciendo, poniendo a sus pies algo que le guste mucho. Y eso no me suele fallar...
La verdad es que estamos pasando una época complicada. La hipoteca de nuestra casa no deja de subir y subir, así que trabajamos sin parar para poder ganar algo más de dinero. Unos extras que nos permitan afrontar los pagos y que aún nos dejen en una posición desahogada. Pero inevitablemente trabajar más, significa también vernos menos. Es un círculo vicioso.
Y luego está el tema de los niños. Iván quiere que tengamos algunos para ya. Pero yo voy retardando la cuestión, dándole largas, y en ésta demora llevamos ya cuatro años. Él no me dice nada, pero yo sé que le preocupa que yo ande rondando ya una edad peligrosa... Pero no seré ni la primera ni la última que tenga su primer hijo a los cuarenta... Hay tiempo para todo.


El Eusebio anda con la mosca detrás de la oreja, así que he tenido que mandar recado al pequeño de la maestra para que llegue más tarde y se vaya antes. Noto al chaval revenido con el cambio, porque quieras o no son menos perras... Lo comprendo, ¿no lo voy a comprender? y a mí bien que me pesa, él se ganaba unos dinerillos que yo le pagaba bien a gusto y andábamos los dos la mar de contentos en el trato. Pero el diablo no deja de enredar está visto y más que visto... ¡Ay si el Eusebio lo supiera! Se le llenaría la boca de voces, diciendo que el muchacho es un sacacuartos y yo más corta que las mangas de un chaleco. Échale el espabilado… “Tirar el dinero así, con el sacacuartos esmirriado ese. ¿Dónde anda la escopeta de perdigones?” Preguntaría a voces para que le oyeran bien desde el pueblo. Angelito, si lo hace más que nada por hacerme un favor, que no será por lo que el pobre se saca. Y para lo poco que es, encima tengo a media familia en danza.
Gracias a mis pequeñas que aún no tienen años para mandarlas a la escuela pero me han salido más listas que el hambre, sin que se entere el Eusebio hemos multiplicado los quesos. Las dos más crías se encargan de hacerlos conmigo. Qué buen remango se dan ya con ellos. Y las tres mayores los llevan a vender por los mercadillos. Así me quedo con las perras que sacamos por ellos a escondidas de los hermanos y el padre.
En esta casa hay tantas bocas que alimentar y por cuerpos por vestir… Pero ya nos encargamos nosotras de que alcance para lo más necesario y además nos sobre para intentar que llegue para las pequeñas cosas que nos hacen más felices. Todas a una para que a las mayores les alcance para ir haciéndose el ajuar a su gusto. La mediana quiere un pellizco, que va ahorrando, para ir a aprender a coser como Dios manda, que es lo que ella quiere hacer algún día. Y yo lo que quiero, es que a las pequeñas no les falten unos buenos zapatos para cuando empiecen a bajar a la escuela, que tienen una buena caminata; unos que les abriguen los pies, que luego se les quedan helados por mucho ladrillo caliente en el que los apoyen, a ver si por aprender las cuatro reglas se me van a poner malas las pobrecitas. Y si sobra, que ya me encargo yo de las reparticiones para que sobre, con eso, es con lo que yo tengo que pagar al muchacho, que algún día será maestro como su madre, porque lo lleva en la sangre y ¡anda que no se le nota! Y yo le pago unas perrillas bien a gusto para que también vaya ahorrando, mientras viene a enseñarme a escribir mejor. Enseñarme más palabras, enseñarme más verbos y a hacer las frases tan largas como hablan ellos, que dicen las cosas de esa forma tan enrevesada y bonita...
Dice el muchacho que escribiendo me parezco a los terneros recién paridos que se enganchan a chupar de la madre, ansiosos, desesperados por sacar más, que todo es poco para ellos... Eso me dice el muchacho de cómo escribo yo. Y a mí me gusta.


Iván anda enfadado porque cuatro tardes a la semana me ausento de casa unas horas para ir a dar clase a un centro cultural que me ha contratado. Ya dijo tantas cosas al respecto antes de decidirme, que ya no me ha vuelto a decir más, simplemente ha transformado el discurso en una actitud distante salpicada de largos silencios. Odio verle así, en el fondo prefiero los reproches, porque ellos me dan la medida exacta de su ofuscación. Pero cuando se vuelve así, para adentro, huraño, frío, me gusta menos y lo sabe. Quiero creer que se le pasará, seguro que sí, pero por ahora tengo que aguantar estoicamente esa fingida indiferencia con la que me trata. Pero porque le quiero, y no me gusta que estemos así, a cambio le he dicho que me pensaré lo del niño para primavera...
Aunque la verdad es que ya lo tenía decidido, no me lo voy a pensar más. Y la verdad también, es que de esas cuatro tardes que me ausento para ir a dar clases, solo dos lo hago, las otras dos las dedico a lo del árbol genealógico. Pero él, eso aún lo entendería menos, y la pérdida de tiempo, entre comillas, con la que lo bautizaría “mi capricho” cómo diría también, le haría enfadarse aún mucho más. Por eso he omitido convenientemente esta parte de la sinceridad mutua. Es mejor así.
Es muy laborioso lo del árbol genealógico y necesito ese tiempo. Un tiempo para multiplicar mis visitas a los parientes más longevos. Y me alegro de haberlo hecho. En esta vida andamos siempre tan ocupados y con tantas prisas que olvidamos el placer de escuchar. Y estos viejos parientes siempre tienen tanto que contar... Empezar a escucharles es como abrir la caja de Pandora. Les hago una visita, les hago compañía por un rato, y ellos me obsequian con el maravilloso regalo de sus historias. Son un verdadero tesoro que voy reuniendo y anotando. Mientras con las fechas que logro apuntar entre unos y otros, he consultado ya varias parroquias y juzgados, anotando y anotando datos, rellenando huecos, dando un nombre y apellidos a los parientes que ya no están.
Lo mejor de todo es que me ha mandado aviso una tía abuela para que vuelva a visitarla en su residencia. Pobre mujer, dice que ha recordado que en el desván de su casa, aún hay una vieja caja con papeles de su madre... Mi bisabuela. Y yo que creía que estaba medio senil... Pero ella ha pedido a una enfermera de la residencia que me llame y me dé su recado. Y a lo mejor es una tontería, un delirio de grandeza de una memoria que se va marchitando. Quizás... Pero el detalle de pedir que me llamen, de querer dejarlo en mis manos, me ha parecido tan tierno, tan conmovedor, que yo voy a acercarme a por esa caja. Quizás no sea ningún delirio y no me perdonaría el habérmelo perdido. Claro que voy a acercarme. Mañana mismo.


El Eusebio un día llegó torcido de faenar, y como un toro al que le ponen un trapo rojo delante, arremetió contra el pequeño de la maestra que aún estaba por aquí. Ya eran demasiados días los que llegaba y yo me había despistado con la dichosa hora. Demasiados sumaban ya, en los que la cara del muchacho era lo primerito que veía mi Eusebio, y lo de ser agradecío ya no coló. Menudo se puso el Eusebio con el muchacho y menudo se puso éste con el Eusebio. Y no me extraña ni pizca porque mira que se ponen brutos los hombres, da igual los años que les hayan caído encima. ¡Hay que ver! Que parecía que al muchacho no se le movía la ropa pero échale el genio que sacó de algún sitio de su esmirriado cuerpo.
El Eusebio, más bruto que un arado, lo resumió en que “si hay hombre de por medio, por muy verde que esté o parezca, siempre es que mujer quiere”. Y el otro, muy gallito él, fue y le hizo frente. Parece mentira, como críos que llegaron a las manos por una gallina vieja como yo, que no valgo ni para hacer caldo y que lo único que quiere es escribir.
Escribir no más ¿Es eso tan difícil de entender…?
Pues debe ser que sí. Sentí en ese momento, que mi pellizquito de las sisas de los quesos de más, que seguíamos haciendo a escondidas, ya no iba a ir a parar a los ahorros del maestrito. Y ¡vaya sí lo sentí! Que se me pasaban en un suspiro las dos horas que él estaba aquí conmigo enseñándome a dejar en el papel todo aquello que yo necesitaba escribir. ¡Qué lástima!


Iván no sabe de dónde he sacado la caja de los viejos papeles. Imagina que he andado revolviendo entre mis trastos de niña o que los he traído de casa de mi madre. Tampoco le han interesado mucho, les ha echado una mirada fugaz y se ha ido a sentarse en el ordenador. A sus cosas. Pero por una vez en la vida a mí no me ha importado su desinterés para con las mías. Es más, creo que hasta he sentido alivio e incluso alegría. Son míos y solo míos.


El Eusebio me prohibió que el muchacho viniera más. Que simples son los hombres a veces… Porque no hacía falta, antes de que él me lo prohibiera yo ya, en mis adentros, me había despedido de él con todo el dolor de mi corazón. No quiero que los hijos le vean enfadarse, por estas cosas. No me gusta. Y tampoco quiero dar ejemplo a las muchachas de una mujer que se enfrenta a su marido… No… No quiero que aprendan eso. En menos que canta un gallo, porque los años pasan volando, ellas estarán en sus casas, con sus familias, y no quiero haberlas enseñado eso. Las mujeres, siempre se lo digo, podemos conseguir las cosas de otra forma, callandito, callandito, pero nosotras a lo nuestro… Como ha sido siempre y debe de ser. Eso le enseñó mi abuela a mi madre, y después mi madre a mí, y ahora yo debo enseñárselo a ellas. Sin dar tres voces al pregonero de lo que pasa dentro de su casa, ni dentro de una misma.

Iván no me entiende. No entendía por qué quería dejar las clases que daba por Internet, decía que eso lo único que iba a reportarme, es falta de tiempo. Por eso lo del árbol genealógico ni tan siquiera se lo comenté. Era mejor así. Y ahora sé que hice bien.
Tengo un tesoro de palabras. Un montón de listas con la letra que debió tener mi bisabuela donde les contaba a sus hijas, mi abuela y tías abuelas, como se hacía ésta o aquella comida. Tengo los refranes que le gustaba repetir, los consejos que les dejó, tengo, al fin y al cabo, el testamento de su necesidad de escribir.


Mi Eusebio me podrá prohibir que venga hasta aquí el pequeño de la maestra, pero no me va a prohibir que yo escriba… Eso nunca. Por eso desde aquel mal día del rifirafe, aunque no sube el muchacho, yo sigo sentándome mis dos horas cada tarde delante de un papel. En un cuaderno voy dejando mis días, solo por el gusto de verlos escritos en unas líneas, en frases largas llenitas de palabras distintas y muchos verbos que antes no conocía. También voy escribiendo listas y listas de cosas, cómo se hacen las comidas, qué faenas hay que hacer en cada estación y solo en esa, remedios, consejos y santos del día, refranes y pensamientos. Y cuando me canso, aún me dan las ganas para escribir muchos testamentos, muchos, que no habrá perras que dejar a los hijos, pero sí mucho cariño y buenos deseos que deshacer en palabras que una vez escritas el tiempo no podrá borrar.


Iván no sabe que queriendo hacer mi árbol genealógico, no solo he descubierto el nombre de algunos de mis antepasados, sino también el origen de esta pasión mía por la letra escrita.
Iván no me entiende, no entiende, pero como diría mi bisabuela:

 ¿Qué necesidad tengo yo de que lo haga…? 


@Rocío Díaz Gómez



lunes, 29 de junio de 2020

"Tengo que hablarte de las Leyes de Newton" Carta de amor de Rocío Díaz. Días del Orgullo 2020




He pensado que ya que estamos en la semana del "orgullo", os podía dejar con uno de mis "orgullosos" relatos.

Le premiaron en un certamen de cartas de amor de Málaga.

Se titula "Tengo que hablarte de las Leyes de Newton...".




Tengo que hablarte de las Leyes de Newton…

Mi querida Carolina,

Tengo que hablarte de las leyes de la dinámica. Tengo que hablarte de Newton. De por qué giran los planetas alrededor del sol. Tengo que hablarte de los principios matemáticos de la filosofía natural. De ti y de mí. De nuestra historia.

Pero ya ves que no sé ni cómo empezar…

Porque si yo fuera alguno de esos tíos de clse que babean tras tu paso, que tienen el cerebro entre las piernas... ¿Neuronas? ¿Qué es eso? Esos bichos aún no deben estar en su cuerpo... Si yo fuera uno de ellos, los que sí tendría y muy revolucionados serían otros bichitos, muy distintos... Si yo fuera uno de esos tíos, no me andaría con explicaciones, ni te hablaría de Newton, ni de nada parecido, sino que me haría pajas, eso es lo que haría... mientras pienso en ti. Qué fuerte ¿verdad? Y te va a sonar ridículo, o más ridículo "si cabe" como diría la pija de Lengua, pero les pondría hasta tu nombre. Por supuesto, a las pajas. Ya sabes de esa fijación que tengo yo con las palabras. "Carolinas" Suena bien ¿qué no? Sí, sí riéte. Porque seguro que ya estás riéndote. Siempre con esa alegría contagiosa que termina por hacerme reir a mí. Pero es cierto que me haría unas cuántas "Carolinas", cientos miles... qué sé yo, sería incansable. ¿Qué quieres? Puestos a ser uno de ellos, sería tan básica como lo son ellos. No tendría más que imaginarte para, entre las sabanas, comenzar el ritual. Te imaginaría en los vestuarios, después de gimnasia, cuando antes de ducharnos te quitas la cinta que llevas en el pelo, y se desparrama en un segundo tu melena sobre tus hombros... Imaginarte quitándote la camiseta, cuando te quedas en sujetador y tu piel húmeda brilla de sudor y sin querer y sin remedio llega hasta mí a oleadas tu perfume, tu olor. Si fuera uno de esos tíos de clase me bastaría solo eso para empezar a salivar como el perro de Pavlov, el del libro de Filosofía. ¡Déjate de campanitas! Verte dudando, moviéndote, sonriendo, medio desnuda, eso sí que sería un buen reflejo condicionado... El mejor.

Pero yo no soy uno de esos tíos de clase, hartos de hacerse “Carolinas” a tu salud. No hay más que ver cómo te miran, y como se dan codazos cuando pasas corriendo. Para que veas, si son básicos. No soy uno de ellos, ni tampoco quiero hablar de filosofía, ni de Pavlov, ni de reflejos condicionados. No los necesito. Y porque no lo soy, yo de lo que tengo que hablarte es de Newton y sus leyes fundamentales de la dinámica. Esas, que entraron ayer en el examen y que yo, sin haberlas estudiado, he entendido tan bien, gracias a ti.
Déjame anda, déjame que te hable de la primera ley de Newton porque así empezó todo, así comenzó nuestra historia. Un objeto en reposo permanece en reposo y un objeto en movimiento, continuará en movimiento con una velocidad constante (constante en línea recta) a menos que experimente una fuerza externa neta. Esta es la ley de la inercia.
No es tan difícil de entender ¿verdad? Porque si tú no hubieras llegado nueva a nuestro Instituto. Tan cortada. A primera vista tan frágil. Si tú no hubieras entrado en clase aquella mañana. Sonriendo. Si mi apellido no empezara por la letra “z” y la tutora de este año no tuviera esa manía tan absurda de colocarnos por orden alfabético. Si a mi lado no hubiera quedado un hueco vacío en el último banco, que casualidad, tú no te habrías sentado cerca de mí. No hubiéramos empezado a hablar. Si los primeros exámenes no hubieran estado a la vuelta de la esquina y a ti no te hubieran entrado los agobios por tener los apuntes atrasados. Si no fueras tan buena estudiante. Si yo no hubiera ganado en la competición, entre los que te rodeaban, a tener la letra más clara. Si el camino a tu casa, no hubiera sido pasando por la mía, no habríamos empezado a marcharnos a la vez. A encontrarnos de camino. Si… si… si.
Si todas esas fuerzas extrañas no hubieran actuado sobre mí. Si no hubieran existido cada una de esas premisas que hizo que tú y yo coincidiéramos y nos empezáramos a tratar más, a hacernos casi inseparables, a pesar de la “z” de mi primer apellido y la “d” del tuyo, si la ley de la inercia no se cumpliera.
Entonces mi cuerpo permanecería en reposo, o moviéndose a una velocidad constante siempre en línea paralela a ti. Sin juntarnos nunca. Porque se supone que además, así debe de ser. Porque ¿No has pensado alguna vez que quizá sea eso la amistad? Dos rectas, contenidas en un plano, que van en la misma dirección, dos rectas que no se cortan y cuyas parejas de puntos más próximos de ellas siempre guardan la misma distancia. Yo sí lo he pensado. No hago más que pensarlo últimamente. La amistad. Dos líneas paralelas. Eso tiene que ser. Piénsalo… te estoy hablando de rectas, y de parejas de puntos, y de distancias. ¿No es eso la amistad? ¿No somos así?
Pero estoy mezclando la matemática con la mecánica, empiezo a parecerme cada vez más a mi abuela que para contarte algo se remonta al origen del hombre… Pero créeme si te digo que aunque te dé esa sensación leyéndome, y empieces a pensar que el verano y los exámenes me están reblandeciendo el cerebro, todo tiene una explicación. Hasta que hable ahora de mi abuela, fíjate, por mucho que te extrañe…
Porque créeme, si es que a estas alturas no piensas ya que me ha dado algo a la cabeza, o que me he dado un homenaje fin de curso a base de pirulas de colores... No. Te juro que no lo he hecho. Créeme si te cuento que nuestra historia comenzó por eso, porque la ley de la inercia nunca falla. Porque yo ya no tengo reposo, ni sigo un movimiento constante en línea recta, que yo lo que tengo es una agitación interna superior a la que se debe sentir en el océano minutos antes de producirse un maremoto. Porque he experimentado muchas fuerzas, muchas casualidades que te han traído hasta mí. Pero sobre todo porque he experimentado una fuerza distinta a todas, mejor que todas, la tuya.


Por eso nuestra historia ha evolucionado cómo ha evolucionado. Y por eso también, ahora tengo que hablarte de la segunda ley de Newton, o ley de la interacción y la fuerza. Decía el amigo Isaac, porque a estas alturas de la vida, seguro que no le importará que le tuteemos allá donde esté, puesto que le hemos convertido en improvisado narrador de esta historia, que “el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime”.
¿No te das cuenta? Esta es la ley que cuenta nuestra interacción y tu fuerza.
Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida. Ya lo sabes. Lo sabe toda la humanidad, bien que me he encargado yo de que lo sepan, solo me ha faltado decirlo por la megafonía del instituto, no lo vas a saber tú… Y cuando te digo esto te ríes, pero es la verdad más absoluta que existe. No me lo creo ni yo. Pero así es. Aunque también sé que el mérito no es solo mío.
Ha sido muy fácil estudiar contigo. Compartir las clases, los apuntes, la vida en el instituto. Los madrugones y los agobios. Cualquier cosa te hace reír, y con tus risas aplastas mi pesimismo. Siempre ahí. Gracias a ti intento ver las cosas desde el otro lado, el lado en el que siempre salen bien. Sobre mi cabeza siempre amenaza tormenta, mientras sobre la tuya brilla un sol enorme que me calienta. Y eso hace que me sienta capaz, que me lo crea, que no solo voy a aprobar sino además lo haré con nota. Déjate de palabras mágicas como “mierda”. Somos mujeres ¿no? así que con un par de ovarios. Como hemos dicho tantas veces antes de entrar al examen. Y lo mejor de todo, es que luego me salía que te cagas de bien, de lujo. Qué pasada. 
Ha sido muy fácil estudiar contigo. Ha sido muy fácil subrayar, hacer los resúmenes, intentar comprender, y hasta memorizar. Ha sido muy fácil aprender compartiendo el sueño y las coca colas. Los bostezos se mezclaban con tus bromas, y esa forma extraña que tienes de buscar asociaciones donde no las hay para hacer que en el examen nos acordáramos… ¿No te das cuenta? Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida. Tu fuerza ha hecho posible este milagro, como ya predijo Newton hace muchísimos años. Que no sé que hacía este hombre mirando manzanas si hubiera ganado un pastón prediciendo el futuro...
Es cierto, aunque disimule, se ve que me estoy poniendo moña, hoy no hago más que decirte moñadas. Y si se las oyéramos a otra, inmediatamente las dos nos meteríamos los dedos en la boca y doblado el cuerpo y entre risas, simularíamos que esto es de vomitar de bien ridículo que parece todo lo que estoy diciendo. Lo sé. Claro que lo sé. Nunca había dicho tanto, hoy tengo incontinencia verbal. Y he dormido poco. Y sí, tengo muy frescos todos los temas del último examen, el de física. Física ¿No lo ves? Todo coincide... Y es cierto también, viene el verano, y nos iremos de vacaciones cada una por su lado, y te echaré de menos. Sí, todo eso es cierto, tan cierto como cada uno de los principios matemáticos de la filosofía natural. Y como más cierto aún es, que ellos cuentan nuestra historia. Esta historia que ya no sé si es de amistad o de qué es.


Y déjame que te hable ahora de la tercera ley de Newton, también conocida como Principio de acción y reacción. Si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, éste realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario.

Tú me has empujado a estudiar, a aprender, a sentirme mejor conmigo misma. Con tu compañía, con nuestra amistad. Pero nadie me advirtió lo que iba a pasar también. Lo pronto que me iba a acostumbrar a ti y a tus risas. Lo mucho que iba a disfrutar con ellas. Tanto, que no puedo evitar pensar desde donde me llegan. Desde tu piel, desde tu boca.

¿No ves lo que intento explicarte desde hace ya rato? Esta noche, la primera que después de muchos meses estudiando juntas, no estas aquí, te echo mucho de menos. Me faltan tus risas, claro. Pero también, y lo que es peor, me falta tu olor, el roce de tu piel pegada a la mía mientras me corregías los problemas de física, tu calor, tu boca cerca de mí.

¿No entiendes aún lo que trato de decirte? Me duele que no estés aquí. Pero me duele físicamente. Me duele dentro de la nariz, en las yemas de los dedos, en la superficie de toda mi piel. Me dueles en los labios y en la lengua, en la boca del estómago y entre las piernas. Y no lo soporto, no aguanto que se hayan acabado ya los exámenes y las clases y que tú no estés. Que cada vez vayamos a estar menos tiempo juntas.

Porque si yo fuera alguno de esos tíos de clase que babean tras tu paso, tras tu dulce y alegre paso... mientras pienso en ti, me haría “Carolinas”. Una, dos, tres, cientos, miles... No tendría más que imaginarte para, entre las sabanas, comenzar el ritual. Imaginarte sin camiseta, en sujetador, tu piel húmeda brillando de sudor, y sentir como, sin querer y sin remedio, llega hasta mí a oleadas tu perfume… Imaginarte a mi lado, al lado de tu amiga, estudiando. Tú alegre. Tú confiada. Y yo salivando como el perro de Pavlov.

¿Qué me ha pasado Carolina? ¿Qué me está pasando? ¿Qué mierda es ésta que siento? Que no entiendo, que me aturde, que palpita dentro de mí, que hierve. Y no sé cómo dominar.

Tantas veces hemos hablado de tíos. De cuánto nos gustaban. De lo que sentíamos. De hasta dónde llegábamos con ellos. Hasta donde querríamos llegar. Y me doy cuenta que ya no podría hacerlo. No podría escucharte tan tranquila, mientras me hablas del cachas de gimnasia o del gilipollas del Dani, el de cuarto de bachiller. No quiero oírte más. No podría hacerlo.

Tampoco puedo contarle esto a nadie. No sé que hacer con esto que siento que me puede, pero no puede ser. Tía que mi abuela diría que soy “libiana”... Ya te he dicho antes que te hablaría de ella... Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida, este curso que mi vida se ha vuelto un caos y un asco.

Y por eso, por todo eso, déjame que vuelva a la tercera ley de Newton. Principio de acción y reacción. Déjame que te cuente cuánto tenemos nosotras que ver con ella. Si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, éste realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario.

Cuando queremos dar un salto hacia arriba, empujamos el suelo para impulsarnos. Cuando estamos en una piscina y empujamos a alguien, nosotros también nos movemos en sentido contrario, aunque esa persona no nos empuje a nosotros. Cuando tu cuerpo A ejerce esa acción que he intentado explicarte sobre mi indefenso cuerpo B, mi frágil cuerpo B ejerce sobre el tuyo otra acción igual pero de sentido contrario. Tu cuerpo reacciona sobre el mío, y yo tengo que separarme de ti. Distanciarme. Y no lo digo yo. Lo dice la tercera ley de la dinámica de Newton.

Creo que por ahora es lo mejor. Y no solo lo creo, sino que sé que es lo peor. Porque quizás no te estés dando cuenta, pero además de ofrecerte mi confianza, te estoy ofreciendo mi miedo. Y eso es lo peor. Mi miedo. Que me puede y no sé qué hacer con él. Porque ya no seré capaz de ser tu amiga. Porque ya no es como debe ser una amistad: Dos rectas, contenidas en un plano, que van en la misma dirección, dos rectas que no se cortan y cuyas parejas de puntos más próximos de ellas siempre guardan la misma distancia. Yo ya no soy ni recta, ni contenida, ni estoy segura de poder guardar las distancias. ¿No lo ves? Creo que por mi parte esto ya no es solo una amistad.

Carolina. Mi Carolina. Mi alegre amiga. Por eso yo tenía que hablarte de la leyes de la dinámica. Tenía que hablarte de Newton. Y de por qué giran los planetas alrededor del sol. Porque el objeto más liviano está en órbita alrededor del más pesado, y el sol es el más pesado. Soy yo quién está girando a tu alrededor, soy yo la “libiana” y tú el sol, Carolina, aunque no lo sepas.

Mi querida Carolina, querida.



@Rocío Díaz Gómez 


#Relatos Rocío Díaz
#Cartas de Amor
#orgullo