Anoche terminé de leer, de saborear, de devorar el último de David Trueba.
No es una novela, no es ficción, es escucharle en letra impresa.
El autor nos regala un retrato del año 1969 al que él llegó. Nos cuenta desde un momento en el que él aún no es ni un pensamiento de su madre. Por eso dice que es un libro físicamente imposible porque nos va a hablar de personas y situaciones que él no ha vivido. Pero necesita reflexionar sobre sus ancestros para saber de dónde vino y quién es.
El autor no cuenta de la familia a la que iba a empezar a pertenecer, nos habla de sus padres, de sus hermanos, de su casa. De las tradiciones y costumbres de entonces. Nos habla también de la política de aquel tiempo, de la España y el mundo de esos años. Nos habla de las películas, de la música, de la radio, de la literatura. De cómo ha evolucionado todo hasta nuestros días.
Y lo hace con una prosa tan ágil y amena, tan natural, tan sencilla, pero tan nuestra por lo sensible y evocadora que es, que te va llevando como en volandas por sus páginas. El final también me ha gustado mucho, tan esperanzador para consigo mismo.
Este libro es un homenaje a un tiempo y unas raíces. Es una reflexión, un retrato, una delicia.
"A mi padre le acabó por gustar el nombre, no tanto por ser profeta del cristianismo y antecesor directo de Jesucristo, sino por la simetría de que también fuera el menor de ocho hijos. Aquel otro David era descendiente de Isaí y, como todos los menores de aquellas familias de pioneros de entonces, estaba destinado a servir como pastor, aunque a la postre le esperara un futuro bien distinto. Según los libros de Samuel, David era rubio y de hermosos ojos, prudente y de bella presencia. Ahí lo dejo."









