"La Historia inmortal es, a menudo, una historia de amor, y esta, la
de dos mujeres que no pudieron amar al mismo hombre durante muchos años
seguidos, que no tuvieron tiempo de hartarse de sus ronquidos, que no
llegaron a repetir miles de veces las mismas preguntas inútiles, ¿pero
que trabajo te cuesta dejar la toalla en el toallero en vez de tirarla
en el suelo del baño, vamos a ver?, que no renegaron, que no amenazaron,
que no se rindieron en medio de una bronca aburrida ya, de puro
idéntica a tantas broncas anteriores, y que tampoco les vieron
envejecer. No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del
cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio
cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama,
por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es
distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva
blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin
embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura
fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los
pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse
cuenta..."
Ines y la alegría. Almudena Grandes
Esta entrada no me va a salir bien.
Pienso cuando siento que me gustaría escribirla.
Esta entrada no me va a salir bien.
Me repito como un mantra que acobarda y retrasa que me ponga a ello.
Esta entrada no me va a salir bien.
No, no me va a salir...
No puede salir bien una entrada del blog en la que escriba sobre Almudena Grandes, sobre lo que ha supuesto su forma de escribir, su literatura, sus libros, en mi vida. Sea como sea, será una entrada escasa, incompleta, regulera...y triste.
Aún así... debo escribirla.
Por esa filita de libros de papel, que con su nombre tatuado en el lomo, languidecen mustios y me
piden silenciosos que la escriba; por la otra fila, la invisible, la de sus últimos libros, los digitales, que
no me perdonarían si no la escribiera.
Por ti Almudena.
Por todos los buenos momentos que me regalaste como lectora. Por tanto cómo me enseñaste a escribir. Por tus historias, por tu forma de diseccionar los sentimientos, de contar.
Por todos esos personajes que inventaste y que, mientras me los presentabas y yo descubría, parecían estar sentados en mi salón, o trajinando en mi cocina, de lo reales que los sentía.
Por Malena, por Ana de "Atlas de geografía humana", por Juan de "Los aires difíciles", por "Alvaro" de "El corazón helado". Cuánto me hubiera gustado conocerles de verdad.
Y por Inés, por Germán, por El Portugués, por todos y cada uno de esos entrañables personajes que entrelazaste en tu saga, y volvieron mi corazón del revés.
Por ti.
Y por esta entrada que salió escasa, incompleta, regulera y, definitivamente, triste.
"—Mamá.
La piel de su rostro, tan fina y arrugada como la de mis zapatillas
favoritas, me impresionó menos que su melena desaparecida, el pelo ralo y
canoso, corto, que transparentaba ahora el contorno de su cráneo. Pero
nada me preocupó más que el volumen que había perdido su cuerpo, la
desconocida, huesuda delicadeza de los brazos que me rodeaban, la
crueldad del aire que rellenaba el contorno de su cintura, el grito de
sus costillas, visibles sobre la ausente redondez de sus caderas. Y sin
embargo era ella, seguía siendo ella y estaba allí. Era mi madre y la
llamé muchas veces, mamá, mamá, mamá, sólo por escucharme decir esa
palabra, por pronunciar dos sílabas idénticas que muchas veces había
temido no volver a pronunciar jamás.
—¡Ay, Germán! —musitó mi nombre mientras me abrazaba, y separó su
cabeza de la mía para mirarme con una sonrisa abierta, las mejillas
empapadas en llanto—. Germán, hijo mío, no sabes cómo me alegro… Ahora
ya no me importaría morirme, de verdad te lo digo —y me besó muchas
veces en los mofletes, haciendo ruido, como cuando era pequeño—. ¡Ay,
cariño! Pero qué bien estás, y qué mayor, si eras un crío cuando… —me
tocaba la cara, el cuello, los hombros, como si no pudiera verlos, y se
echó a reír, y dejó de llorar—. No me puedo creer que estés aquí, aunque
la verdad es que no entiendo…
—tiró suavemente de mí para meterme en el recibidor y, aunque cerró
la puerta, su voz descendió en un segundo, como un animal bien
domesticado, hasta el volumen de un susurro—. Con lo bien que estabas en
Suiza, sigo pensando que no deberías haber vuelto."
La Madre de Frankenstein. Almudena Grandes
Enlace a las entradas de mi blog de Almudena Grandes:
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