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lunes, 16 de diciembre de 2013

Escritores maniáticos.- Artículo de Victor Montoya



Hoy os dejo con otro de esos artículos sobre las manías de los escritores...

Escritores maniáticos

•  Por: Víctor Montoya - Escritor



Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Anthony Burgess y Marcel Proust


Los escritores tienen manías que arrastran a lo largo de la vida, desde el instante en que son una suerte de náufragos que viven recluidos en una isla a lo Robinson Crusoe. El mismo acto de la escritura es, por antonomasia, una manía de solitarios, en cuyo trance nadie puede echarles una mano ni soplarles al oído lo que deben o tienen que escribir.

Las manías de los escritores son tan diversas como las de todos los mortales. He aquí algunos ejemplos: los escritores como Vargas Llosa se parecen a los peones que, una vez aseados y encerrados en el escritorio, se entregan a merced de su imaginación desde las primeras horas de la mañana, sin permitir que nada ni nadie los interrumpa en el instante de la inspiración; ese misterioso soplo que a uno lo toca en el proceso de la creación.

Otros no soportan cambiar de bolígrafo o color de tinta, como José Miguel Ullán y Tom Sharpe, quienes, además de usar estilográficas baratas, escriben primero a pulso y luego a máquina. Cortázar casi siempre leía los libros sorbiendo mate del poro y con un bolígrafo en la mano, para anotar comentarios al margen de las páginas, subrayando algunos párrafos hasta la extenuación o, simplemente, corrigiendo las erratas que en algunas ediciones se esconden como alimañas entre renglón y renglón. Faulkner escribía siempre sobre papel azul, Goethe lo hacía sentado en un caballito de madera, Dostoievski caminando por la habitación, Günter Grass con una estilográfica Montblanc y en un rincón de su estudio de pintura.

Si Ernest Hemingway escribía de pie, Graham Greene escribía con lápiz, en tanto Anthony Burgess escribía aproximadamente 300 palabras diarias y, como la mayoría de los escritores contemporáneos, usaba un miniordenador para producir y reproducir sus textos, aunque estaba convencido de que el ordenador sólo servía para escribir cartas a los amigos y no para crear textos literarios.

Algunos tienen la misma manía que García Márquez, quien, antes de que en su oficio irrumpiera el ordenador, utilizaba una máquina eléctrica de la misma marca y con el mismo tipo de letra; un papel blanco, de 36 gramos y tamaño carta. Alguna vez confesó también que no escribía mientras no tenía en el cuarto una temperatura de 30 grados y un ramillete de rosas amarillas en el florero, por esa vieja superstición de que las flores amarillas le traían suerte en el instante de describir a personajes encerrados en sí mismos, conversando con su propia soledad y creciendo como las raíces del chinchayote, a la manera de Rulfo, Pessoa y Onetti.

No se deben olvidar las manías de los autores que escriben en medio de un desorden organizado, a cualquier hora del día y en cualquier lugar; en el bar, la calle, el comedor y hasta en el baño, y no necesariamente en un cuadernillo sino sobre una tira de papel higiénico, la factura del restaurante, una cajetilla de cigarrillos o, simple y llanamente, en el borde de un periódico o revista.

Así, pues, las manías de los escritores, como todo lo demás en la vida, son tan variadas como las obras literarias y las manías de los mismos lectores.

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, que el individuo habita por completo y donde saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre distendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.

Las camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos más célebres postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: "En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se escapa".

Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado de mujeres adornadas con joyas ni velos, sino apenas de almohadas que relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger mi pipa, llenarla con tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el Diccionario de la Real Academia Española, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y un ordenador en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba en la cama.

De modo que escribir en la cama es también una manía que forma parte de la conducta personal de algunos escritores, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera de quienes tienen la manía de escribir.

Oscar Wilde es uno de los que tenía la manía de escribir en su cama

Frida Kahlo tenía la manía de pintar en su cama

Existen numerosos escritores con distintas manías

Se dice que la manía de Hemingway era escribir de pie

lunes, 2 de diciembre de 2013

Manías de los escritores.- Artículo de David González


 El otro día, por casualidad buscando información sobre otro tema, topé por internet con éste artículo que me pareció muy curioso.

Aquí os lo dejo, espero que a vosotros también.



Manías de escritor: http://www.tiempo.uc.edu.ve/tu735/paginas/6.htm


David González Torres
Juan Carlos Onetti decidió vivir postrado en su cama, en su domicilio de Madrid, leyendo novelas policíacas, fumando y bebiendo güisqui. La fotografía es de su viuda Dorotea Muhr, Dolly, quien acompañó al escritor los últimos 40 años de su vida –la mitad en Montevideo, la otra en Madrid– lo atendió cuando se radicó definitivamente en la cama y le transcribió a máquina buena parte de su obra.
Cuando se le pregunta a Ignacio Echevarría cómo, dónde y cuándo Roberto Bolaño pergeñaba sus novelas, el albacea literario del escritor chileno responde con una anécdota: escribía de noche, con sus auriculares puestos y escuchando canciones de heavy metal.

Esta afirmación manifiesta que muchos genios de la literatura suman manías para inspirarse frente a un papel en blanco, algunas más excéntricas y otras más personales. Nos adentramos así en esa trastienda íntima de un oficio, como es el de la escritura, en muchos casos desconocida por sus lectores fieles.

Recordemos, por ejemplo, que Ana María Matute, Premio Cervantes de las Letras 2010, siempre confiesa que se inventa supersticiones. Una de ellas es no mirar nunca el folio desnudo de letras, crear en soledad, corregir con lápices de colores sus manuscritos y jamás ponerse de “espaldas a una puerta”.

Menos maniática y más formal era la novelista Carmen Martín Gaite, que escribía a mano, aferrada “tercamente, como única tabla de salvación”, a la pluma estilográfica que heredó de su padre, como así aseguró en el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1988.

Sin embargo, existieron extravagancias de otros grandes escritores. Es conocido que en los últimos años de su vida Juan Carlos Onetti decidió vivir postrado en su cama, en su domicilio de Madrid, leyendo novelas policíacas, fumando y bebiendo güisqui.

“Yo escribo por ataques: a veces me paso meses y meses y no se me ocurre nada, pero siempre sé que volverá”, decía el escritor uruguayo sobre la inspiración. En la foto que ilustra este reportaje, vemos ese momento íntimo de Onetti en su cama, en una instantánea hecha por su viuda Dolly incluida en el libro Juan Carlos Onetti: ensayo iconográfico (Centro Editores, 2010).

Aunque la imagen icónica de Onetti también quedó retratada para la posteridad en las escenas de la película El dirigible, de Pablo Dotta, donde se mezclaba el argumento fílmico con fragmentos de una entrevista al autor, que nunca quiso conceder.
Más al norte de Europa, en un pequeño pueblo sueco llamado Uppsala, la escritora Asa Larsson des-vela que tiene una gran habilidad para escribir en cualquier sitio, aunque lo haga a menudo a oscuras, de madrugada cuando sus hijos no le molestan: “Creo que cuanto más rituales y manías tienes, más complicado es escribir. Mi lema es “sin excusas”. Só-lo importa el papel y el bolígrafo”, explicaba.

Son manías que muchos periodistas obviamos a la hora de retratar a los autores o de reseñar sus libros. Por ese motivo, habría que rememorar una intensa frase de Edgar Allan Poe: “Cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera describir, paso a paso, la marcha progresiva de sus obras. Muchos prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de frenesí o de intuición”.

Pues bien, esas compilaciones existen ya desde hace años en librerías. Títulos como Escribir es un tic. Los métodos y las manías de los escritores (Ariel, 2008), de Francesco Piccolo; o Cuando llegan las musas (Espasa Calpe, 2009), de Ángel Esteban y Raúl Cremades, retratan esa “marcha progresiva” de la que hablaba Poe.

Piccolo, por ejemplo, rescata la obsesión de Juan Ramón Jiménez por el silencio absoluto mientras estaba componiendo sus poemas. Al Premio Nobel de Literatura 1956 le enturbiaba la agresión del ruido. Cambiaba constantemente de domicilio, incluso forró de corcho su despacho del piso madrileño donde vivía. Pero un simple canto de un grillo era suficiente para irritarle.

Al margen de lo narrado en este libro, sus allegados incluso comentan que Juan Ramón se encerraba a menudo en monasterios de clausura para    crear su obra. Necesitaba imperiosamente el silencio, comentan.

Y qué decir del precoz Truman Capote, que, desde su infancia, se iniciaba en la literatura, portando un diccionario y un pequeño lápiz para realizar sus anotaciones creativas. También Ernest Hemingway, quien garabateaba en una cafetería, cerraba al fin su cuaderno cuando le llegaban las musas y postergaba a la mañana la escritura para pasear por su adoptivo París. Luego, reescribía hasta 30 veces lo que quería narrar. En su bolsillo llevaba siempre un amuleto, una pata de conejo o una castaña.

John Cheever relata que su oficio de cuentista se trasladaba a la cocina de su casa, donde escribía en calzoncillos. Y Georges Simenon, creador del comisario Maigret, comenzaba sus novelas leyendo una guía telefónica y ahí escrutaba, leía en voz alta y seleccionaba en una lista los 30 nombres de sus posibles personajes.
El otro compendio, Cuando llegan las musas, además, nos ilustra cómo Gabriel García Márquez novela siempre en su despacho con una flor amarilla a su lado; y el también Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, trabaja rodeado de figuritas con forma de hipopótamo. O cómo Jorge Luis Borges se zambullía en su bañera para que una idea matinal se convirtiera en cuento borgesiano. Manías, supersticiones, rutinas que muchos escritores inventan para parir su literatura.

viernes, 8 de noviembre de 2013

"Las escritoras no tienen quien les premie" un artículo interesante




Para que tengáis lectura para el fin de semana os copio un artículo que me había gustado y se lo pasé a mis compañeros de tertulia pero tenía pendiente dejaros aquí en el blog.
Trata sobre las escritoras y los premios literarios. La periodista va haciendo un repaso por los premios importantes en nuestro país y se va comprobando premio por premio que las mujeres hemos salido perdiendo...
A ver qué os parece... Cómo dice al final del artículo ¡¡los datos cantan!!

EL CORREO, 22 de octubre de 2013

Las escritoras no tienen quien les premie

Cuanto más alta es la dotación de un galardón, más crudo lo tienen las novelistas. Pero lo peor son los reconocimientos oficiales, ahí están todavía muy por debajo

ITSASO ÁLVAREZ | BILBAO
Alice Munro y Clara Sánchez./ Efe
En las dos últimas semanas, dos mujeres han ganado un premio literario, Alice Munro y Clara Sánchez. Toda una novedad, porque a pesar de ello, la literatura es también un reflejo de la sociedad en que vivimos y es mayoritariamente territorio masculino. Suele decirse que la mayoría de las personas que leen son mujeres, pero las editoriales y convocantes de premios no parecen darse por aludidas, porque siguen valorando, en su inmensa mayoría, a varones. Sin porcentajes, tan sólo con cifras exactos, repasaremos los números que ofrecen algunos de los premios literarios de mayor prestigio y trayectoria dilatada a ambos lados del charco… Con un matiz: dejaremos para otra ocasión los datos de la cantidad de mujeres que han quedado como finalistas de muchos de estos galardones; nos llevaríamos una sorpresa con las cifras. Pero lo peor son los reconocimientos oficiales, ahí ya están todavía mucho más por debajo: las autoras no ganan los premios que otorga el Ministerio de Cultura: Premios Nacionales (de Poesía, Narrativa, Teatro, Ensayo, Cine…), Premio de las Letras, Príncipe de Asturias, Reina Sofía (de Poesía), Cervantes… quedan casi siempre en manos de escritores. 
Premio Nobel de Literatura. Se entrega desde 1901 y está dotado con diez millones de coronas suecas, un poco más de un millón de euros, aunque en los dos últimos años esta cuantía se ha reducido un 20%. En sus 110 ediciones ha tenido 13 ganadoras. La primera fue la novelista sueca Selma Lagerlöf en 1909. Le siguieron Grazia Deledda, Sigrid Unsedt, Pearl S. Buck, Gabriela Mistral, Nelly Sachs, Nadine Gordimer, Toni Morrison, Wislawa Szymborska, Elfriede Jelinek, Doris Lessing, Herta Müller y, este año, Alice Munro. 
La Sonrisa Vertical de narrativa erótica era un concurso literario convocado y publicado por la editorial española Tusquets. Se convocó por vez primera 1979 y se suspendió en 2004. El jurado estaba presidido desde su creación por el director cinematográfico Luis García Berlanga. En sus 25 ediciones tuvo cinco ganadoras. Cinco, o siete, porque el concurso permitía la publicación por pseudónimo y nunca se supo quiénes estaban detrás de dos de ellos. Este certamen sirvió para dar a conocer al gran público a Almudena Grandes, premiada por ‘Las edades de Lulú’ en 1989.
Premios de Narrativa Torrente Ballester. Tres ganadoras en 24 ediciones (el fallo de la número 25 se dará a conocer el mes próximo). Dotado con 25.000 euros y organizado por la Diputación de La Coruña, su primera edición fue en 1989 y tuvieron que pasar 20 años hasta que una mujer, Milagros Frías Albalá (‘El verano de la nutria’), fue, a juicio de los distintos jurados, premiada con este galardón. 
Premio Alfaguara de Novela en lengua castellana. Lo creó en 1965 la editorial homónima (fundada un año antes por el escritor Camilo José Cela) y se siguió convocando hasta 1972. Su dotación económica era de 200.000 pesetas. En 1980, Alfaguara fue comprada por el Grupo Santillana y, tras veinticinco años de ausencia, en 1998 se volvió a convocar de forma anual con una fuerte vocación latinoamericana y una cuantía económica de 175.000 dólares. A lo que vamos: 24 ediciones, 4 ganadoras. La última, en 2000, Clara Sánchez, por ‘Ultimas noticias del paraíso’. Anteriores a ella fueron galardonadas Elena Poniatowska, Laura Restrepo y Graciela Montes y Ema Wolf. Para la próxima edición, la escritora Laura Restrepo presidirá el jurado, justo diez años después de que ella misma obtuviera el galardón con ‘Delirio’.
Premio Herralde, convocado por Editorial Anagrama y dotado con 18.000 euros más la publicación de la novela en la editorial convocante. 30 ediciones, dos ganadoras. Adelaida García Morales, en 1985, por ‘El silencio de las sirenas’, y Paloma Díaz-Más, en 1992, por ‘El sueño de Venecia’. 
Premio Azorín de Novela. Toda una novedad, es un galardón que trata bien a las escritoras: 20 ediciones, diez ganadoras. Su primera edición fue en 1984 y siempre ha gozado de gran prestigio. Hoy por hoy cuenta con un premio de 68.000 euros. Zoé Valdés ha sido la última premiada. Almudena de Arteaga, Pepa Roma, Begoña Aranguren, Lola Beccaria, Ángela Becerra, Eugenia Rico, Luisa Castro, Dulce Chacón y Daína Chaviano. 
Premio Biblioteca Breve, 27 ediciones, 8 ganadoras. En sus doce primeras ediciones, de 1958 a 1972, sólo ganó una escritora, la cubana Nivaria Tejera. En ese año dejó de convocarse hasta que en 1999 la editorial Seix Barral lo retomó. En sus últimas quince ediciones ha habido siete mujeres galardonadas. ‘Música de cámara’, de Rosa Regàs, ha sido la última obra premiada. 
Premio Clarín de Novela. Se rompe la estadística. 8 ganadoras en 15 ediciones. Es un premio de literatura en Lengua Española concedido anualmente por el Grupo Clarín de Argentina. Fue creado en 1998 y su primer galardonado fue Pedro Mairal por ‘Una noche con Sabrina Love’. El ganador recibe 150.000 pesos y la publicación de su novela por el sello Clarín Alfaguara. Se falla a finales de año y cada año recibe cientos de originales procedentes de de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. 
Premios de la Crítica. Data de 1956 y no tiene dotación económica, pese a lo cual está considerado uno de los galardones más prestigiosos de España. Su jurado está compuesto por 22 miembros de la Asociación Española de Críticos Literarios, prácticamente todos varones. No extraña por ello la proporción de ganadoras: tres en 56 ediciones. Clara Usón, Elena Quiroga y Ana María Matute. 
Premio Felipe Trigo de Novela del Ayuntamiento extremeño de Villanueva de la Serena. Otorga 6.500 euros para la Narración Corta y 20.000 para la Novela. Empezó su recorrido reconociendo la obra de una mujer, Esperanza Cifuentes, en 1981. Dos años después premió a Elena Santiago (‘Manuela y el mundo’) y luego hubo que esperar 28 años para reconocer a la tercera de las cuatro ganadoras en sus 31 ediciones, Noemí G. Sabugal, por ‘Al acecho’. La última galardonada fue, el año pasado, Marisol Ortiz de Zarate. En resumen: cuatro escritoras en 32 ediciones, en la categoría de Narración Corta. En la categoría Novela ha habido seis ganadoras, cinco, en realidad, porque destaca la doble mención de Dolores Soler-Espiauba en 1987 y en 1988. 
Premio Café Gijón. Tomó su nombre de la tertulia del Café Gijón de Madrid de la mano del actor y escritor Fernando Fernán Gómez en 1949. El premio era gestionado por el propio Café Gijón y su prestigio tuvo que ver más con la difusión y calidad de los autores que con la retribución que por él se recibía, dado que en muchas ocasiones las obras galardonadas no eran publicadas por falta de fondos. La revitalización del premio se produjo en 1989, cuando el Ayuntamiento de Gijón se hizo cargo de la organización. Diez mujeres han resultado ganadoras en sus 63 ediciones.
 
Premio FIL de literatura en lenguas romances. Creado en 1991 con el nombre de Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, se otorga a escritores de cualquier género de la literatura (poesía, novela, teatro, cuento o ensayo literario) que tengan como medio de expresión artística alguna de las lenguas romances: español, catalán, gallego, francés, occitano, italiano, rumano o portugués. 23 ediciones, tres ganadoras. Margo Glantz, Olga Orozco y Nélida Piñón.
Premio Planeta de Novela. 60 ediciones, seis ganadoras, si bien 17 mujeres han resultado finalistas a lo largo de su historia. Su primera convocatoria tuvo lugar en 1952. Es el segundo premio literario mejor dotado del mundo después del Premio Nobel de Literatura, con 601.000 euros para el ganador y 150.250 para el finalista. Se falla cada 15 de octubre, festividad de Santa Teresa (onomástica de la esposa del fundador, María Teresa Bosch). La ganadora de este año es Clara Sánchez y la finalista Ángeles González-Sinde.
Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Su primera edición fue en 1967 y se otorgaba cada cinco años, pero es bienal desde 1987. Tiene una dotación de 100.000 euros y gran prestigio. 17 ediciones, dos ganadoras.
 
Premio Fernando Lara de Novela. Es otro premio del Grupo Planeta, instaurado en 1996. Mejora al anterior, con 5 premiadas en 17 ediciones. 
Premio Miguel de Cervantes, considerado el Premio Nobel en castellano porque trata de premiar una carrera literaria y no una obra en concreto. Su primera entrega fue en 1976 y las personas candidatas al premio las propone la Real Academia de la Lengua Española. María Zambrano, Dulce María Loynaz y Ana María Mature figuran entre los galardonados en sus 38 ediciones. 
Premio Nacional de las Letras Españolas. Otorgado por el Ministerio de Cultura en reconocimiento del conjunto de la obra literaria de un escritor español, en cualquiera de las lenguas españolas. Está dotado con 40.000 euros y fue creado en 1984. Tres ganadoras en 29 ediciones. Ana María Matute, Carmen Martín Gaite y Rosa Chacel.
Premio Príncipe de Asturias de las Letras. 33 ediciones, seis ganadoras. De ellas, tan sólo una de nacionalidad española, Carmen Martín Gaite. Se concede desde 1981 a la persona, grupo de personas o institución cuya labor creadora o de investigación represente una contribución relevante a la cultura universal en los campos de la Literatura o de la Lingüística. A día de hoy, su dotación es de 50.000 euros. 
Premio Nacional de Narrativa de España, otorgado por el Ministerio de Cultura. 58 ediciones, cuatro ganadoras. 
Premio Nadal de Novela. Convocado por la editorial Destino, es el premio más veterano de España. La primera edición la ganó una mujer, Carmen Laforet, por ‘Nada’. No significó nada. En 70 ediciones ha habido 13 ganadoras. Dotado con 18.000 euros. 
Premio Primavera de Novela. Lo ganó Rosa Montero en 1997, en su primera convocatoria, y después lo han hecho Lucía Etxebarría y Nativel Preciado. Ninguna mujer más en sus 16 ediciones. 
Premio Tigre Juan. 33 ediciones, seis ganadoras. Nació con el objetivo de premiaba la mejor novela corta inédita, independientemente de si el autor era novel o consagrado. 
Premio Internacional Alfonso Reyes. Galardón mexicano que se otorga por la distinción a la trayectoria, los méritos y las aportaciones dentro de la investigación literaria. El año pasado se lo llevó Ignacio Bosque, académico de la RAE autor del polémico artículo ‘Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer’, en el que critica las directrices contenidas en nueve guías sobre lenguaje no sexista elaboradas por comunidades autónomas, sindicatos y universidades. Quizá no debería sorprender, por ello, que en 41 ediciones, el Premio Internacional Alfonso Reyes se lo hayan llevado tan sólo tres mujeres. 
¿Seguimos? Premio de Novela Ateneo de Sevilla: 43 ediciones, 5 ganadoras. Premio de Relatos Cortos La Felguera: 57 ediciones, 8 ganadoras. Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor: 35 ediciones, 12 ganadoras (y eso a pesar de tratarse de un territorio en el que, aparentemente, las mujeres tienen cabida). Premio Lazarillo de Literatura Infantil y Juvenil: 55 ediciones, 23 ganadoras (se confirma lo dicho). Premio Gran Angular: 34 ediciones, 7 ganadoras. Premio Edebé de Literatura Infantil: 21 ediciones, 9 ganadoras. Premio Edebé de Literatura Juvenil: 21 ediciones, 6 ganadoras. 
Los datos cantan.

domingo, 27 de octubre de 2013

LAS LECTORAS: Una foto de World Press Photo y un Artículo de Elvira Lindo



El otro día hablábamos de las bibliotecas, el jueves pasado día 24, y hoy quería que habláramos de los lectores, o mejor dicho, mucho mejor dicho, de LAS LECTORAS.

Y para ello quería dejaros con dos cosas. Una foto, la que encabeza esta entrada, que ha formado parte de la exposición Worl Press Photo 2013 que ha estado en octubre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Preciosa ¿verdad?

Y con este artículo de Elvira Lindo que os copio debajo. Está bien, ya veréis (si es que no lo habéis leído ya):

Ellas nos mantienen vivos

Las novelas, ya lo ha dicho Ian McEwan, sobreviven gracias a la pasión femenina por la psicología humana

Por razones de corte estrictamente familiar, me he visto esta semana inmersa en la celebración de los Premios Príncipe de Asturias. Además de disfrutar de paseíllos plácidos por las calles que albergaron la pasión de Ana Ozores y de dar cuenta de su extensa y excelsa gastronomía, he asistido a algún que otro acto cultural, para que no se dijera. En uno de esos eventos, el público llenó un auditorio del actualmente polémico arquitecto Calatrava. Llenar un auditorio de Calatrava tiene un mérito enorme porque ya se sabe que los arquitectos estrella tienden a diseñar palacios de congresos en los que cabe más gente que habitantes tiene la propia ciudad en la que se construyen.

Este en cuestión tiene una estructura que a alguien no avisado como yo le provocó un escalofrío. Por suerte, una paisana me sacó de la estupefacción diciéndome que es que para percibir que el edificio tiene forma de cangrejo hay que subirse al Naranco y entonces ya. Ah. Para llenar un auditorio de Calatrava, digo, hace falta mucho personal, pero para llenarlo de lectores se necesita un milagro. El milagro se hizo. Mil lectores, perdón, lectoras, de los clubes de lectura de Asturias consiguieron humanizar lo que sin público es como una nave espacial que de un momento a otro emprenderá el regreso a su planeta. Mil lectoras, porque más de un 80% eran mujeres, acudieron a preguntarle curiosidades y dudas al novelista, después de haber leído sus libros y haber formado parte de intensas puestas en común sobre sus personajes.

¿Dónde estaban los hombres? ¿Dónde los compañeros, maridos o padres de todo ese batallón de aficionadas a la literatura? Las novelas, ya lo ha dicho Ian McEwan, sobreviven gracias a la pasión femenina por la psicología humana. De este puesto del mercado ellas son las principales clientas. No creo que haya que responderles con halagos, más bien con respeto intelectual, que debería comenzar por los propios novelistas que, en ocasiones, se avergüenzan, he dicho bien, se avergüenzan, de cultivar un público casi exclusivamente femenino. Me enternecieron algunas ancianas de más de noventa años, que sin pereza y con aquel espíritu del viejo de Goya del “todavía aprendo” acuden puntuales a sus citas con el club de lectura, y estaban allí esa tarde, en tan calatravesco lugar, para hacer ver que en el tercer acto de la vida la lectura puede provocar emociones que el tiempo dejó atrás.

Por razones de corte estrictamente familiar, mi suegra ha pasado un mes en casa. Me gusta más el término mother-in-law que utilizan los anglosajones, suena más neutro y parece que tiene menos connotaciones referidas al sainete familiar; aunque tal vez mother-in-law también suena a suegra para un angloparlante. El caso es que esta anciana a la que la guerra expulsó de la escuela regresó a los libros después de haberlo hecho casi todo en la vida: trabajar sin descanso (en la casa, en el campo, en las preciosas labores de ganchillo y bordado), parir hijos y no pensar en sí misma.

Para llenar un auditorio de Calatrava hace falta mucha gente. Y para llenarlo de lectores, un milagro
El cuerpo pasa factura y las mujeres que lo dieron todo padecen hoy dolores que, aun denominados por la medicina como artritis reumatoide o artrosis, habría que completar en su ficha médica con la narración de esas vidas: cuidar la casa, lavar a mano en aguas frías, cocinar, atender a los animales, recoger aceituna, parir hijos, hacer preciosas labores de ganchillo o bordado en los ratos libres. Nunca estar sin hacer nada. Cuidarse poco. Hoy, los huesos, las venas de esas madres han dicho hasta aquí hemos llegado. Pero sus mentes se resisten a la jubilación.

Todas las tardes, después de la “novela” televisiva, ella se ha sentado a la mesa del comedor, con un aire algo escolar, como queriendo regresar a la escuela que le fue arrebatada, y ha tomado un libro apoyando los codos sobre la mesa, en la posición de quien quiere cumplir con sus deberes. Por sus manos han caído: Cinco horas con Mario, de Delibes; Patrimonio, de Philip Roth; Recuerdos de una mujer de la generación del 98, de Carmen Baroja y Nessi, y Juan Belmonte: matador de toros, de Chaves Nogales. Tras las dos o tres horas de entrega a un libro en las que se podía escuchar el tenue sonido seseante que surgía de su boca leyendo en voz baja para ayudarse en la comprensión lectora, iniciábamos nuestro íntimo club literario a la hora de la cena. Cómo conseguía que la vida de los personajes o de los autores tuviera algún grado de identificación con la suya propia es un ejemplo del poder simbólico de la narración: la mujer que queda viuda y monologa sobre el muerto; el hombre que se entrega al cuidado del padre (si Philip Roth escuchara la descripción que hace mi suegra de él no se reconocería); la necesidad de ser escuchada de la hermana de don Pío o el mundo de ayer del torero Belmonte. Todas esas experiencias amoldadas a la lectura de una mujer que goza hoy en la vejez de lo que hubiera deseado disfrutar de joven: tiempo para el esparcimiento, conversación y, sobre todo, personas que dan valor a lo que dice y a lo que hace.

Una vez escuché a un escritor, al que no he de nombrar para no avergonzarlo, que quería tener lectores a su altura. Qué pena ser escritor y no saber nada de la vida; ni estar agradecido a quien de verdad te mantiene.


Y está en su blog:
 


ESCRITORA, PERIODISTA Y GUIONISTA
Elvira Lindo (Cádiz, 1962) comenzó su carrera como locutora en RNE. Su personaje Manolito Gafotas la popularizó entre el público infantil para el que ha escrito varias obras. Es, también, autora de novelas para adultos, como Algo más inesperado que la muerte, o Lo que me queda por vivir, y guionista de Manolito Gafotas y Plenilunio. Reside en Nueva York desde 2004.


Información sobre la foto, que me encanta:

Una mujer sentada en unas bolsas de basura. Para ella, leer -aunque sea un catálogo de maquinaria- es un respiro en su tarea de buscar en la basura. Este es el vertedero más grande de África. Las personas que viven en sus alrededores presentan elevados niveles de plomo en sangre, por lo que son frecuentes los casos de problemas renales y cáncer, así como los problemas respiratorios debido a las altas concentraciones de gases de descomposición. Abierto en 1975, las autoridades medioambientales internacionales ordenaron su cierre hace 15 años, pero sigue en uso, a pesar de que en 2001 llegó al máximo de su capacidad/ Título: Mujer leyendo en el vertedero municipal de Dandora, Nairobi, Kenya/ Fotografía: Micah Albert

sábado, 12 de octubre de 2013

"El virus del escritor" Un artículo de periódico



Me gustó este artículo del periódico 20MINUTOS.

Habla de los escritores, de lo que se siente cuando se escribe.

Sí, me gustó. A ver qué os parece...





20MINUTOS, 3 de octubre de 2013

El virus del escritor

S.A.T.M.
El verdadero escritor se enfrenta a sus miedos sin miedo a morir en el intento. No hay nada más heroico que escribir, nada más valiente que encerrarte en una habitación sorda, tragarte la llave y buscar a tientas por dentro. Todo está oscuro al principio, pero tu pluma es un mechero que usas como único punto de luz, y avanzas decidido con más huevos que un torero, sin saber qué será lo que acabes encontrando: tal vez flashes de un pasado mal resuelto, tal vez espejos, tal vez ese desamor que creíste olvidado, tal vez monstruos, o risas, pero siempre algo. El verdadero escritor siempre encuentra motivos para escribir, porque vive eternamente amenazado. Cada página en blanco es un cuchillo en la yugular del alma. Un caco esquizoide que te dice: “Sácalo todo o te rajo. Suda sangre si es preciso, no me importa”.
Imagina dar la vida en cada palabra. Imagínate creyendo en una historia más que en tu propia vida, que nada más exista excepto eso. El insomnio que provoca esa obsesión, caminar o comprar tabaco completamente ausente, tropezar en la calle con tus propios pies y reírte porque esa sangre en la frente contra el bordillo te ha dado una idea nueva para tu historia. Imagina que, aparte de esto, conduces un taxi, tu propio taxi, que te permite buscar o encontrar personajes y adaptarlos a un relato, o encontrar en ellos la inspiración precisa.
Por eso, precisamente por eso, el verdadero escritor se siente superior, por ejemplo, a cualquier político. Henry Miller, sin duda, se sacaría la chorra delante de Rajoy. El escritor es valiente mientras ellos blindan sus mentiras con miles de policías que comen de su mano. La sede del gobierno está blindada, el Congreso está blindado, y se mueven rodeados de un séquito acojonante. Los políticos, por definición, son cobardes. No tienen ni media hostia literaria.

 

http://blogs.20minutos.es/nilibreniocupado/2013/10/03/el-virus-del-escritor/

jueves, 15 de agosto de 2013

"7 cuestiones sobre el libro" de Eugenia Rombolá y Terry Border en la imagen


Aprovechando que hoy es festivo, y hay más tiempo para leer, quería dejaros con un artículo sobre el libro. 7 Cuestiones sobre el libro. Cuando lo leí me pareció muy sencillo de leer y bastante sensato en cuánto decía. A ver que os parece.


GLOBEDIA, 1 de agosto de 2013
7 cuestiones sobre el libro
 
Aquí les presento siete cuestiones para reflexionar sobre el libro, ese objeto maravilloso que está dando mucho de qué hablar desde que la palabra e-book irrumpió en la comunidad editorial y de lectores
 
1. Los escritores no escriben libros. Escriben novelas, cuentos, poemas, ensayos, etcétera. El libro lo hace el editor. En muchos casos el autor es su propio editor, pero siempre un libro necesita del trabajo de un editor. Sea en papel o en soporte digital, un libro siempre será un libro en tanto un escritor escriba un texto y un editor lo edite.
 
2. La irrupción del e-book abrió un abanico de discusiones infinito en torno al futuro del libro. La realidad es que la industria editorial sigue creciendo exponencialmente. Cada año se editan más títulos. Un lector dedicando el cien por ciento de su vida a leer, llegaría a cubrir un porcentaje mínimo de todo lo editado.
 
3. Capítulos y parráfos cortos parecen ser la clave para enganchar al lector en internet. Sin embargo, eso no se traslada a la lectura de papel. Un buen ejemplo son los libros de Murakami, el famoso novelista japonés. Más allá de los soportes y formatos, lo que se modifican son los hábitos de lectura, cosa que también genera pánico. Pero la lectura fue cambiando a lo largo de los siglos y, sin embargo,  cada vez hay más lectores.
 
4. ¿Los libros son caros? Cuando vamos a la librería y preguntamos “¿Cuánto sale?”, y nos dicen “130 pesos”, nuestra cara se transfigura. ¿Por qué?Cuando era chica estaba convencida de que los libros tenían que ser gratis. Todos tenemos derecho a tener todos los libros que queramos, pensaba. Eso se modificó con los años, especialmente cuando empecé a trabajar en una editorial. Hacer libros es un trabajo y, como tal, merece su retribución. Siempre que estemos pagando un libro, creo que, en realidad, estaremos pagando muy poco. El libro tiene un doble carácter: mercantil y simbólico. Si lo miramos como un conjunto de papeles es caro, pero ese conjunto de papeles no es un cuaderno vacío. Al pagar por un libro estamos pagando el trabajo del escritor, del diseño, de la distribución, de la corrección, etcétera.
 
5. Más caro que el precio de tapa de un libro, es tener tiempo para leerlo. Las obligaciones cotidianas, en especial, la enorme cantidad de horas que la mayoría necesita dedicar al trabajo para poder subsistir, hace que el tiempo que se le podría dedicar a la lectura placentera sea acotado y fragmentario.
6.Los editores son comerciantes, es cierto, pero de una índole especial. Si meramente piensan en hacer dinero,  se dedicarían a otro tipo de industria. El editor necesita que sus libros se vendan para seguir editando y, si puede, vivir dignamente. Hay editores millonarios, como así también hay escritores millonarios, pero son los menos. Un verdadero editor es,  sobre todo, un chismoso: hace correr el rumor de eso que le pareció imprescindible leer, quiere que todos, o muchos, lo lean.
 
7. Papel o e-book es algo de lo que deben preocuparse los participantes de la industria editorial, pero como lectores no creo que nos modifique mucho la existencia. Los novelistas seguirán escribiendo novelas, los poetas poesía, los ensayistas, biógrafos, economistas, sociológos, todos seguirán escribiendo sus cosas y los editores harán sus libros. Lo que sí nos incumbe como lectores es el tema de la comunicación callejera, es lo único por lo que la desaparición del libro de papel, si es que algún día ocurre, me preocupa.Ya no sabremos qué lee la gente en el subte, o un chico en el bar, o una señora en la estación de tren.Ya no habrá tapas que mostrar ni tapas que ocultarle, por pura malicia, al que está sentado al lado tratando de descubrir qué libro estamos leyendo. En fin, ya no habrá más tapas que, de alguna manera, nos presenten -de forma silenciosa, pero con palabras- a los anónimos.
 
Más para leer sobre el tema:
Historia de la lectura en el mundo occidental (Guglielmo Cavallo y Roger Chartier)
El libro hipocondríaco (Eduardo Giordanino)
Cien cartas a un desconocido (Roberto Calasso)
 
 
 
La imagen de Terry Borden la he tomado de internet. Me encanta. Como otras suyas.

martes, 23 de julio de 2013

Más razones para leer: El poder de los recursos estilísticos II Artículo de Lecturalia




Hoy os quería dejar con un artículo sobre el poder de la lectura y de los recursos del lenguaje.


Más razones para leer: El poder de los recursos estilísticos (y II)

Gabriella Campbell el 8 de abril de 2012 en Literatura, Tecnologí­a
Cerebro y palabras

Como ya comentábamos en la primera parte de este artículo, la lectura de determinadas palabras y expresiones produce reacciones en el cerebro muy similares a las que se experimentan en la vida real. Ya hemos hablado del llamativo efecto de la metáfora y de la antítesis, pero según Véronique Boulenger, del Laboratorio de Dinámica del Lenguaje de Francia, los verbos y términos que expresan traslado y movimiento activan del mismo modo las partes de nuestro cerebro que utilizamos para movernos. De este modo, si leemos que un personaje le da una patada a una pelota, en nuestro cerebro se “iluminan” las secciones dedicadas a realizar acciones motoras. En el departamento de psicología cognitiva de Toronto han llegado a sugerir que el cerebro, al leer, “carga” las experiencias percibidas en el cerebro, como si se tratara de una simulación, de un videojuego hiperrealista. Además, nos ofrece algo que la vida real no puede: entrar en los pensamientos, sensaciones y aventuras de otra persona, alguien que puede ser completamente distinto a nosotros, lo que nos ofrece vivir una serie de momentos, emociones y acciones que de otro modo nos serían imposibles; un ejercicio, además, que mejora nuestra empatía y nos prepara para entender y relacionarnos mejor con aquellos que nos rodean. Parece ser que nuestro cerebro crea una especie de mapas, de lugares, sentimientos y datos, dedicados en exclusiva a los personajes de los textos que leemos. Para ello, claro, el medio estrella es la novela, ya que nos da la suficiente información para crear mapas muy complejos y detallados.

En el artículo que mencionamos de Annie Murphy Paul sobre la neurociencia y la ficción, ésta nos habla de una serie de estudios realizados en colaboración por el departamento de Toronto y especialistas canadienses de la Universidad de York, que demostraban que aquellas personas que leían con frecuencia tenían mayores habilidades para empatizar con los demás, para entenderlos, para ver el mundo desde otras perspectivas. Llegaron a estas conclusiones a través de una serie de pruebas que descartaban que todo esto partiera de que los individuos de naturaleza más empática disfrutaran más de la lectura que otro tipo de individuos: se realizaron pruebas a niños de muy temprana edad, en las que se descubrió que los niños a los que se les leían cuentos de manera habitual desarrollaban de manera mucho más significativa esta cualidad empática (esto también ocurría con los que veían películas, pero no con los que veían programas de televisión, posiblemente porque al ver la televisión a solas los niños no gozaban de una interacción provechosa con sus padres, lo cual da bastante que pensar respecto al valor del diálogo posterior a la lectura, a ese análisis en común que nos ayuda a percibir todo tipo de elementos que antes no habíamos descubierto en el texto, como nos ocurre al leer una crítica bien hecha o al comentar un libro con amigos). Todo esto indicaría que no sólo se trata de la lectura, sino que la exposición a cualquier tipo de narrativa estructurada y de calidad produce seres humanos más comprensivos y tolerantes. Y nada mejor para ello que una buena película o, cómo no, una joya literaria.

http://www.lecturalia.com/blog/2012/04/08/mas-razones-para-leer-el-poder-de-los-recursos-estilisticos-y-ii/

miércoles, 3 de abril de 2013

"Los trabajos de los otros" de Antonio Muñoz Molina



Ayer, 2 de abril de 2013, Antonio Muñoz Molina escribió en su blog una entrada titulada "Los trabajos de los otros" que me gustó mucho.


Quería compartirla con vosotros. Aquí os la dejo.
Espero que os guste. A mi el final me gusta mucho.

 

Los trabajos de otros

A mediodía, cuando terminé las “office hours”, las citas de tutoría con alumnos, duraba el solecillo de la mañana y era un placer tranquilo ir por esas calles silenciosas del Village en las que ya se ven algunos narcisos en los jardines delanteros, pero en las que no han empezado a brotar todavía las flores ni las hojas de los árboles, ni de esas glicinias que trepan hasta los tejados y cubren las fachadas, cuando florecen, de guirlardas moradas. Ni siquiera han florecido los cerezos de la orilla del río ni del Sakura Park, porque este ha sido un invierno crudo que no acaba de irse. Iba en dirección a la calle 10 Oeste, hacia el club de jazz Smalls, que es más recóndito todavía de lo que su propio nombre sugiere. A esa hora, y desde las cinco de la mañana, estaban rodándose unas escenas breves de La vida inesperada. En la esquina de la calle 10 y la Séptima avenida ya se distinguía un grupo de españoles fumadores, actores y técnicos. Bajé las escaleras y el espacio estrecho del club estaba más lleno que nunca: cámaras, focos, extras, monitores, cables, actores. Javier Cámara, detrás de la barra, agitaba una coctelera mientras charlaba con Raúl Arévalo, que es el primo de Alicante que ha venido a Nueva York a pasar unos días con su personaje, un actor sin mucha suerte que ha de ganarse la vida en trabajos diversos. Intercambiaban unas frases, Raúl acodado en la barra, Javier inclinándose hacia él con gesto de confidencia. De pronto me daba cuenta de lo dificilísimo que es lo que parece más simple en una pantalla: mezclar el cóctel con un aire convincente de profesionalidad y decir algo aprendido de memoria al mismo tiempo, y olvidarse del barullo agobiante alrededor, y repetir una y otra vez, logrando fragmentos brevísimos de escenas, parando y volviendo a lograr un estado de concentración necesario. Por allí andaban el director de fotografía, Quico de la Rica, que es un maestro en lo suyo, y el director de la película, oculto detrás de una cortinilla echada de cualquier manera, delante de ese monitor que llaman el combo, donde se ve lo que no puede imaginarse desde fuera, la imagen exacta encuadrada por la cámara. Volví a la universidad después de comer, para la clase de relato, y pensaba con alivio en la sencillez comparativa de mi propio oficio, una persona sola y tranquila delante de una pantalla, o de un papel, o contándole algo a otra, o ni siquiera eso, paseando por la calle, fijándose en lo que ve y buscando palabras para contarlo, inventando cosas, lo mismo una conversación de dos amigos en la barra de un bar que un terremoto o un asesinato, la elementalidad inaudita de los materiales con los que está hecha la literatura.
Y también pensaba en la desproporción enorme entre lo difícil que es hacer bien cualquier trabajo -una película es un trabajo enorme- y lo fácil que es opinar sobre él.

lunes, 25 de febrero de 2013

"Telaraña" una columna de Manuel Vicent en El País



Mi hermano pequeño, que es "mu grande", el otro día me leía esta columna de Manuel Vicent.

Os la copio porque me gustó mucho. Pero mucho.

"El hombre sin cobertura..."

Telaraña

Se trata de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y permanece a salvo de cualquier basura mediática

 
 
He aquí la versión actual del hombre nuevo, aquel que, de una u otra forma, ha sido siempre el sueño de todas las revoluciones. 
 
Se trata de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática. Después de un esfuerzo heroico ha logrado eludir el humillante destino de llegar a este mundo con la única misión de ser un hombre-antena, un repetidor humano solo apto para recibir y trasmitir llamadas, mensajes, correos electrónicos. Este hombre nuevo se niega de raíz a contribuir a la contaminación del espacio con una cháchara idiota, como un insecto más en la telaraña. 
 
Las personas privilegiadas, como esta, son todavía escasas, ya que en ellas se realiza el mito platónico de la invisibilidad, un don de los dioses. Ya no hay playas desiertas ni existen parajes preservados. Todo el planeta ha sido conquistado y sometido a la red social. Es inútil buscar un lugar inaccesible donde refugiarse. La jodida telaraña lo envuelve todo, desde la gélida estratosfera hasta el íntimo sudor del petate y a través de la almohada penetra en el subconsciente desguarnecido de los humanos. 
 
Pero el individuo sin cobertura no tiene necesidad de huir, puesto que él es su propio refugio. El mito del hombre invisible, ese sortilegio que llenaba la imaginación de nuestra niñez, que te confería el poder de atravesar las paredes, de estar a la vez en todas y en ninguna parte, equivale a esa invisibilidad platónica que ostenta hoy el hombre sin cobertura. 
 
Se acerca el día en que lo más snob será que digan de ti: no ha llegado todavía, ya se ha marchado, no se le espera, no lo llames, nunca contesta, está y no está, no existe, esa es su naturaleza. ¿Qué ha hecho este individuo preclaro para merecer el privilegio de estar envuelto en una atmósfera intangible y ser absolutamente real?. Su móvil vibraba cada minuto reclamando más papilla. Ese aparato se había convertido en un testigo de sus miserias, en un delator al servicio de sus enemigos. 
 
 De pronto un día se sintió perseguido y acorralado en la red por una multitud de seguidores y amigos que trataban de devorarlo. 
 
Cortó por lo sano, arrojó el móvil a un pozo y comenzó a vivir por dentro como un hombre nuevo, no como un insecto capturado.
 
 
 

jueves, 21 de febrero de 2013

Artículo "Un cuarto propio lleno de fantasmas"




Hoy os quería dejar con un artículo. En otras ocasiones hemos dedicado alguna que otra entrada del blog a las casas de los escritores. Hoy vamos a dedicar este espacio a los cuartos donde trabajan. Ese es el tema de este artículo que os copio, que a mi me resultó interesante.

A ver que os parece.

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/escritorios-de-los-escritores_0_862713747.html

Un cuarto propio lleno de fantasmas

¿Por qué nos fascinan los escritorios de los poetas y narradores? Es como si en esos refugios privados, donde se escribieron los grandes libros, se escondiera un secreto para develar. El efecto que nos produce conocerlos puede ser motivador o paralizante.

POR Andrés Hax


El 24 de diciembre de 1910 Franz Kafka escribió en su cuaderno: “He examinado mi escritorio con más atención y he visto que nada bueno se puede hacer sobre él. Hay tanto desparramado, un desorden sin proporción y sin la compatibilidad de las cosas desorganizadas que hace que, de otra forma, el desorden sea tolerable. Que reina el desorden no más sobre su tapete verde no más, lo mismo pasa en las orquestas de los viejos teatros. Pero que bollos de viejos periódicos, catálogos, postales, cartas, todos se asomen por debajo de los cajones, en forma de escalera, este estado indigno de las cosas, arruina todo...” Y sigue un larguísimo párrafo de descripción del escritorio, como si Kafka fuera un viajero relatando el paisaje hostil de una tierra desconocida.

El escritorio del escritor es un lugar arquetípico, como el ring de boxeo, el diván de un psicoanalista, la cabina de un avión de combate, la mesa de cirugía de un doctor o la celda de un monje. Es un poco romántica esta descripción, lo admitimos, pero qué le vamos a hacer. Escribir es una ocupación romántica. Si el escritor es de verdad, si –como Kafka– está buscando algo así como la liberación del alma o, por lo menos, la transubstanciación de la experiencia a algo más duradero (algo con las características de la eternidad), el escritorio es el lugar donde esa transubstanciación se elabora. Puede ser un lugar de serenidad y de triunfo, de superación y de goce; pero también puede ser un lugar de derrota, de humillaciones y de catástrofes que –uno siempre piensa– podrían haber sido evitables. 

Para los que piensan que estamos exagerando, consideren algunos casos. Philip Roth, el año pasado, decidió dejar de escribir de una vez por todas. Sobre la pantalla de su computadora pegó un post-it con la frase “la lucha con la escritura ha terminado”. Lo mira todas las mañanas con un alivio gigante. David Foster Wallace, derrumbado espiritualmente porque no logra terminar una novela (había dicho que era como intentar armar una casa de paneles de madera con un fuerte viento) se suicida. Se ahorca en el garaje donde estaba su escritorio. Primero puso en orden los infinitos papeles de esa novela inconclusa. Jonathan Franzen escribió su primera gran novela, Las correcciones , en un cuarto cerrado, con tapones en los oídos, y con el puerto de red de su computadora sellado con pegamento. Hemingway escribía parado, como un boxeador. La carrera de Stephen King dio un giro cuando su esposa, harta de sus adicciones, vació los contenidos del cesto de basura debajo de su escritorio sobre el mismo: una pila gigantesca de latas de cerveza. Debajo del último escritorio de Herman Melville (sobre el cual escribió su último gran cuento, Billy Budd ) se encontró un papelito que decía: “Sé fiel a los sueños de tu juventud”. Proust escribía de noche en su cama, en un cuarto con las paredes encorchadas para crear un capullo de silencio. 

Sin embargo, los escritorios no tienen que ser necesariamente lugares privados. Sartre y Cortazar escribían en cafés. El Marqués de Sade, Cervantes y Jean Genet, en celdas de una prisión. Balzac, en su juventud, escribía desde la prisión de la pobreza. Dijo una vez: “Amaba mi prisión, porque la había elegido yo mismo.” Faulkner se despertaba de noche y escribía sobre las paredes de su dormitorio. 

Podríamos seguir y seguir. 

¿Puede ayudar en la comprensión de una obra conocer el escritorio donde fue escrita? Para algunos lectores, es necesario meditar sobre las dificultades de la creación literaria. Acercarse lo más posible a su autor querido conociendo cómo fue que escribió su libro. No sólo cómo organizó su material y cómo se organizaban sus días de trabajo sino ver, aunque sea en una foto o a través de una descripción (como la del diario de Kafka) el lugar de trabajo. El escritorio. Conocer el escritorio de un escritor, ver la habitación donde él o ella escriben, es algo parecido a conocer la cara de ese escritor. No nos explica la obra de una manera directa pero sí de una forma oblicua. Uno no puede desasociar la obra de Beckett con su austera cara con esos ojos azules de gaviota. Cuando uno relee los cuentos de Borges, inevitablemente tiene en mente su cara, con esa particular mirada de falsa humildad, o de sabiduría (según cómo te caiga Borges). 

Lo mismo pasa con los escritorios. Si has visitado Arrowhead , la casa de Herman Melville, y te has parado en su escritorio, con tu mano sobre su escritorio, mirando por la misma ventana que él miraba mientras escribía Moby Dick , nunca vas a poder volver a esa novela sin imaginarte a Melville encorvado sobre ese escritorio escribiéndola. Lo mismo con los poemas de Neruda y sus casas en Santiago, Valparaíso e Isla Negra. O la torre de William Butler Yeats en Irlanda. Hay un libro maravilloso sobre la pequeña cabina de Heidegger en la Selva Negra y cómo ese lugar influyó en su escritura. ( Heidegger’s Hut , Adam Sharr. MIT Press, 2006).

T. S. Eliot escribió en La canción de amor de Alfred Prufrock : “Tendría que haber sido un par de garras rotas / corriendo sobre los pisos de mares silenciosos.” Si el escritor, en su silenciosa producción, es una criatura fantástica, algo así como el cangrejo o langosta de Eliot, su escritorio es su caparazón.


¿Donde escribe usted?
En algún momento del siglo XX la figura pública del autor se hizo más compleja. Aparte de su obra misma, empezaron a cobrar importancia cosas externas a los libros mismos. Ciertas preguntas, específicas al proceso de escribir, se convirtieron en habituales: ¿Dónde escribes? ¿A qué hora? ¿En cuadernos o hojas sueltas? ¿En una máquina de escribir o con pluma? 

El principal culpable de esta tendencia es la revista The París Review , que desde los años cincuenta ha publicado excepcionales entrevistas con los grandes autores del mundo. Además de la foto del autor, publican una reproducción de una hoja de un manuscrito. Algo fundamental en estas entrevistas son las interrogaciones sobre “el taller” del escritor. Hoy, ser entrevistado por el Paris Review da un sello de prestigio quizá comparable con ganar un Pulitzer. Y todos los periodistas culturales que entrevistamos autores estamos, conscientemente o inconscientemente, imitando el modelo de esta revista legendaria.
¿Es legítimo este interés sobre los detalles físicos y externos de la praxis de los creadores de literatura? ¿Se entiende mejor la obra conociendo cómo se hizo, materialmente? ¿O es mero cholulismo, comparable con las notas de ¡Hola! que muestran las casas de veraneo de nobles menores de Europa?
Hay muchos autores que huyen de este tipo de preguntas, pero la verdad es que a la mayoría les encanta. No solo eso, ellos mismismos fomentan esta mística del escritorio del escritor.

En el 2008 y el 2009 The Guardian publicó una serie de notas llamada Writers’ Rooms . Aún está online. Allí, el fotógrafo Eamonn McCabe hizo retratos de los cuartos de escritores (sin los escritores presentes) y los autores mismos contribuyeron con un breve texto presentando sus aposentos. A diferencia de Kafka, el tono es fresco y orgulloso. Como el de un agente inmobiliario mostrando una joya de departamento. Figuran, entre otros, Eric Hobsbawm, Martin Amis, John Banville, Hanif Kureishi, Seamus Heaney, Jonathan Safran Foer, Richard Sennett y J. G. Ballard. Póstumamente están los de Charles Darwin, Virginia Woolf, Rudyard Kipling, Charlotte Bronte. En total son 116 sujetos. 

Sobre su trabajo fotográfico, McCabe dijo: “Siempre me ha gustado fotografiar a gente solitaria. Cuando era más joven fotografiaba a boxeadores. Ahora que estoy más viejo me gusta retratar a escritores, poetas y artistas. Una cosa que tienen en común, es que trabajan solos”. Pero sobre los retratos en sí, McCabe dijo: “Por más que no esté el escritor en el cuarto, aún es un retrato. Sus cuartos los reflejan...” Una crítica que se le hizo a McCabe es que todos sus retratados son gente acomodada de clase media. O sea, escritores comercialmente exitosos. Y aquí yace un problema muy importante en todo este lío. Es muy lindo, y no totalmente mentiroso, hablar de boxeadores y monjes y pilotos de guerra al buscar un corolario para el escritor en su cuarto. Pero también hay un fenómeno burgués de consumo y –más peligroso aun– de autoengaño. ¿Cuántos aspirantes a escritores ven estas fotos y se proyectan a sí mismos en esos cuartos, como si fueran ellos los escritores? Si es así, el fenómeno de la fascinación con los cuartos y los escritorios de los escritores tiene algo vacío y hasta pornográfico. Es como el fenómeno de las Moleskine. ¡Escribir en el mismo cuaderno que usaba Pablo Picasso, Ernest Hemingway o Bruce Chatwin!
Uno no tiene que ser escritor para ser parte de la literatura. Es suficiente con ser lector. Sin embargo, hay legiones de jóvenes (y viejos también) que alimentan una falsa vocación de escritura. Cuando esta ya no se puede realizar, la conclusión puede ser aniquilante. Un autoexilio de la literatura por razón de envidia y amargura. En este estado frágil y vulnerable de deseo sin intento, de fantasía sin trabajo, ver los escritorios de los escritores puede ser contraproducente. 

La literatura es extremadamente simple y compleja a la vez. Es muy fácil leer una gran novela, pero casi imposible escribirla. Ver los escritorios de los escritores (al fin, tan parecidos a los nuestros, dentro de todo) alimenta la idea que está a nuestro alcance, también, ser escritores. Esto puede ser un gran incentivo o la semilla de una gran mentira. 

En la novela Crossing to Saftey, de Wallace Stegner, asistimos a la larga vida de cuatro personajes, uno de los cuales quiso ser escritor y anduvo toda su vida más o menos en eso. En la última escena, la hija de este personaje entra al escritorio de su padre junto al mejor amigo de él. Es un lugar perfecto. El problema es que nunca escribió nada. Su hija dice: “Prepararse ha sido el trabajo de su vida. Prepara y después ordena”. ¡Que no te pase lo mismo!