Hoy os dejo con otro de esos artículos sobre las manías de los escritores...
Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Anthony Burgess y Marcel Proust
Los escritores tienen manías que arrastran a lo largo
de la vida, desde el instante en que son una suerte de náufragos que
viven recluidos en una isla a lo Robinson Crusoe. El mismo acto de la
escritura es, por antonomasia, una manía de solitarios, en cuyo trance
nadie puede echarles una mano ni soplarles al oído lo que deben o tienen
que escribir.
Las manías de los escritores son tan diversas como
las de todos los mortales. He aquí algunos ejemplos: los escritores
como Vargas Llosa se parecen a los peones que, una vez aseados y
encerrados en el escritorio, se entregan a merced de su imaginación
desde las primeras horas de la mañana, sin permitir que nada ni nadie
los interrumpa en el instante de la inspiración; ese misterioso soplo
que a uno lo toca en el proceso de la creación.
Otros no
soportan cambiar de bolígrafo o color de tinta, como José Miguel Ullán y
Tom Sharpe, quienes, además de usar estilográficas baratas, escriben
primero a pulso y luego a máquina. Cortázar casi siempre leía los libros
sorbiendo mate del poro y con un bolígrafo en la mano, para anotar
comentarios al margen de las páginas, subrayando algunos párrafos hasta
la extenuación o, simplemente, corrigiendo las erratas que en algunas
ediciones se esconden como alimañas entre renglón y renglón. Faulkner
escribía siempre sobre papel azul, Goethe lo hacía sentado en un
caballito de madera, Dostoievski caminando por la habitación, Günter
Grass con una estilográfica Montblanc y en un rincón de su estudio de
pintura.
Si Ernest Hemingway escribía de pie, Graham Greene
escribía con lápiz, en tanto Anthony Burgess escribía aproximadamente
300 palabras diarias y, como la mayoría de los escritores
contemporáneos, usaba un miniordenador para producir y reproducir sus
textos, aunque estaba convencido de que el ordenador sólo servía para
escribir cartas a los amigos y no para crear textos literarios.
Algunos
tienen la misma manía que García Márquez, quien, antes de que en su
oficio irrumpiera el ordenador, utilizaba una máquina eléctrica de la
misma marca y con el mismo tipo de letra; un papel blanco, de 36 gramos y
tamaño carta. Alguna vez confesó también que no escribía mientras no
tenía en el cuarto una temperatura de 30 grados y un ramillete de rosas
amarillas en el florero, por esa vieja superstición de que las flores
amarillas le traían suerte en el instante de describir a personajes
encerrados en sí mismos, conversando con su propia soledad y creciendo
como las raíces del chinchayote, a la manera de Rulfo, Pessoa y Onetti.
No
se deben olvidar las manías de los autores que escriben en medio de un
desorden organizado, a cualquier hora del día y en cualquier lugar; en
el bar, la calle, el comedor y hasta en el baño, y no necesariamente en
un cuadernillo sino sobre una tira de papel higiénico, la factura del
restaurante, una cajetilla de cigarrillos o, simple y llanamente, en el
borde de un periódico o revista.
Así, pues, las manías de los
escritores, como todo lo demás en la vida, son tan variadas como las
obras literarias y las manías de los mismos lectores.
Entre la
variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me
identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es
el único espacio, de dos metros por dos, que el individuo habita por
completo y donde saca a traslucir su estado más natural, aparte de que
es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida.
No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti
cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede
negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la
cama, que Miguel de Unamuno y Valle-Inclán recibían a sus amigos en la
cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición
horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el
mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de
Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba
siempre distendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su
caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio,
ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una
crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para
escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.
Las
camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida
importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara
en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias.
En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos más célebres
postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su
recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino
también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: "En
la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se
escapa".
Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la
cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir
en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba
la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado
de mujeres adornadas con joyas ni velos, sino apenas de almohadas que
relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en
la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que
hacía era coger mi pipa, llenarla con tabaco, llevármela a la boca y
encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes
del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama
estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance
de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el
Pequeño Larousse y el Diccionario de la Real Academia Española, un papel
a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y un ordenador en
cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba
en la cama.
De modo que escribir en la cama es también una manía
que forma parte de la conducta personal de algunos escritores, quizás
un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a
perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el
aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor
compañera de quienes tienen la manía de escribir.