Érase una vez un faro al que nunca llegué.
De los cuatro era el más alto de la isla, el que se divisaba desde más lugares, sin embargo nunca conseguí acercarme.
Desde un principio pareció difícil.
La primera vez que viajé a La Palma no lo logré porque estaba rodeado de las mil y una plataneras, porque estaba en un lugar casi inaccesible, porque los caminos eran de tierra, porque... Sin embargo él no dejaba de hacerme señales indicándome su situación, en cuánto yo me asomaba a cualquier mirador de su lado de la isla.
La segunda vez, dos años después, no llegué porque perduraban en el aire los gases de la erupción del Tajogaite, porque la lava engulló el reloj astronómico, porque...
Además del Atlántico, siempre un océano de dificultades parecía también rodearle.
Nunca llegué. Y no fue porque no lo intentara, incluso a sabiendas de que no era de los más apuestos, ni de que apenas tuviera historia puesto que vetusto no era.
Aún así, consiguió hacerse con su propio lugar en mi colección de faros. Y ya siempre, el faro de Punta Lava, el de Punta del moro, el que estaba entre Puerto Naos y Tazacorte será aquel faro al que por más que quise ir nunca llegué.
¿Nunca?
Por lo pronto yo no me pienso desprender del mapa.
Algún día ese faro y yo comeremos perdices.
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