Corfú |
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Cortina D`Ampezzo |
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“En algún sitio entre Calabria y Corfú comienza realmente el azul”
Lawrence Durrell
Ahora que llueve y hace más frío, ahora que no vienen bien dadas y un páramo laboral se extiende ante mí, me escaparía otra vez a Corfú.
Me hacía mucha ilusión conocer aquella isla en la que había un palacio de Sissi, como en aquellos libros de "Historias selección de Bruguera" que leía de pequeña.
Me hacía ilusión, también, seguir el rastro de los Durrell, aquella familia (“...La madre viuda, Louisa, y sus cuatro hijos: Larry, obsesionado con la literatura, Leslie, obsesionado con las armas, Margo, obsesionada con los chicos y Gerald, obsesionado con los bichos) cuya serie había devorado días antes de ir, a falta de tiempo para lo que realmente deseaba: leerme primero los libros de los hijos escritores.
Y descubriendo y atrapando faros, comprobar si era cierto aquello de que en su mar comenzaba el azul, como contaba el mayor de los hermanos.
Ahora, me escaparía otra vez a Corfú, porque dicen que siempre hay que dejar algo para volver.
Y no me extrañaría que fuera el consuelo que alguien inventó porque le faltó ver algún lugar que llevaba apuntado. Alguien de los míos, de los que no quieren perderse nada.
O quizás no, quizás es verdad que adrede habría que dejarse algo y volver.
Sea como sea, yo me perdí las casas donde vivieron los Durrell. A falta de eso me paseé por su parque y pude hacer eso que tanto me gusta, sumar destinos a literatura.
¿Pero y sus casas? insiste mi yo más viajero.
Mientras vuelvo para verlas, "Mi familia y otros animales" de Gerald y "La celda de Próspero" de Lawrence esperan pacientemente su turno en mi mesilla. Me gusta saberlas cerca. Me gusta la certeza de que puedo asomarme a sus páginas y recuperar un trocito de aquella isla que no terminé de ver bien.
Por todo eso, yo, en estos días lluviosos, me escaparía otra vez a Corfú.
Hubiéramos buscado el momento de visitarlo, porque era uno de los Museos imprescindibles de Corfú. El Museo Arqueológico, junto con el de Arte Asiático, venían indicados como los mejores en todos los folletos. Pero además, la DANA que habíamos esquivado al salir de España había corrido tras nosotros hasta Grecia, y aunque afortunadamente nos tocaba en la isla un poco de refilón, nos dejó dos días grises y lluviosos que nos chafaron los mil y un planes de islas y baños.
Seguramente por eso adelantamos la visita, y aquella tarde recalamos en el Arqueológico nada más comer, bajo una lluvia impenitente que nos animaba a tomarnos el paseo entre "las piedras" con toda la relajación del mundo. Al fin y al cabo, como decía Gila, en Grecia ya estaba todo roto.
Había muy poco público y el Museo se presentó silencioso. Nada más entrar sonreímos, no era demasiado grande, era espacioso pero muy acogedor. Un refugio que con gusto pasearas despacio, cada uno a su ritmo, disfrutando perezosamente de las piezas.
El frontón que representa a Medusa del templo de Artemisa, que anunciaban aquí y allá, nos esperaba al final de la segunda planta. Era imponente. Casi Majestuoso. Mereció la pena. Habría sido chulo haberlo visto colocado en su templo, ese hallado durante las guerras Napoleónicas. Aunque tampoco estaba nada más el lugar privilegiado que ocupaba en el Museo donde tenía toda una sala para él solo, para disfrutarlo entero.
El resto de las piezas que se pueden ver aludían a distintos ámbitos de la historia de la ciudad de Corfú: los usos funerarios, la religión, la economía... Nos llamó la atención una vasija donde dentro se podían ver restos de un enterramiento infantil, también el rostro cincelado con cuidado de los personajes que nos habían enseñado los libros, mostrandonos su eterna expresión pensativa.
Aquel fue el lugar elegido para esas fotos especiales, para las que lucen solas en una página de los álbumes. Allí queda el recuerdo del grupo que formábamos, de las conversaciones que tuvimos en voz baja, de las risas y momentos que vivimos.
Pero esas cosas, como tantas, no se cuentan, quedan para uno. Para uno que, en su interior, se alegra de haberlas vivido.
Corfú. Museo Arqueológico. Septiembre 2023
"En algún lugar entre Calabria y Corfú es donde el azul empieza de verdad" Lawrence Durrell.
Y mientras el avión iba ascendiendo nos alejábamos, con un pellizco de nostalgia, de un Corfú que se había vestido de gala para despedirnos. Un bello Corfú que se estiraba perezoso bajo un luminoso sol mientras sus orillas las bañaba el mar más azul que habíamos visto.
No pude evitar pensar que lo hacía adrede. Quería estar deslumbrante para que la echáramos de menos. Eso, y lo de haberse mostrado lloviendo durante tres días seguidos, para no permitirnos ir a Paxos y Antipaxos. Lástima. Dicen que siempre hay que dejarse algo para volver. Corfú se había asegurado de que nos lo dejábamos. Se había asegurado nuestra vuelta.
No es ya el Corfú de los Durrell, no en vano hacía unos noventa años que estuvieron, aunque buscamos su rastro afanosamente por la isla. Tampoco es ya la isla de la que se enamoró Sissí antes de construirse su palacio. Más pude entender perfectamente que Poseidón se enamorara de la ninfa Korkyra, la secuestrara, y la trajera a esta isla otorgándole su nombre.
Kerkyra en griego.
La isla de los feacios.
Corfú.
Esa mancha verde sobre el azul precioso del Jónico. Esa isla alfombrada de miles de olivos y cipreses, que guarda la huella de los venecianos que la poblaron. Terrible y bellamente decadente en sus casas, con su precioso casco viejo y su faro, también tiene a Kanoni, esa península coronada por un blanco monasterio rodeado de agua, que no puedes evitar fotografiar una y otra vez.
Corfú hoy suena a todos los aviones que no dejan de entrar y salir. Aunque entre ellos no deja de escucharse el eco de Ulises arribando a ella tras su larga Odisea.
Corfú palpita sin estridencias, llena de contrastes, y se muestra como la isla tranquila y discreta que, sin embargo, tal y como me temía te seduce.