Y ocurre que te escriben diciéndote que estás entre los diez finalistas de un certamen de relato al que te has presentado. Y ocurre que te dicen que tienes que ir un viernes a las 18 horas y en ese momento se dirá quiénes han ganado de esos diez finalistas.
Y tú que a veces te cuesta ser positiva, piensas que no tendrás premio porque te parece que no te lo dicen con mucha ilusión, que no llevas muy buena racha en esto de la literatura, que ya verás como no... en fin todas esas cosas que te dices a ti misma para salvarte un poco, solo un poco, de la desilusión.
Y ocurre que tampoco quieres animar mucho a nadie para que te acompañe, porque total si no vas a ganar... Pero aun así tus compinches que creen más en ti que tú misma se apuntan.
Y estás ahí y empiezan a nombrar a los finalistas del décimo al primero, y van nombrando y no eres tú, y siguen nombrando y no eres tú, y nombran y nombran y no te dicen a ti. Pero aún así piensas que qué raro, que a ver si además es que se están olvidando de nombrarte porque no sabes ya ni qué pensar. Y décimo, noveno, séptimo, quinto... cuarto, y nombran a los siete finalistas que van saliendo a por su diploma, y madre mía que ya no hay más finalistas y comienzan los premiados, y ya nombran al tercer premiado y ¡tampoco te nombran! y comienzas a ponerte cada vez más nerviosa y más nerviosa, tan nerviosa, porque te estás acercando, porque casi no quedan ya finalistas y parece mentira pero a ver si... Y nombran al segundo premiado y ¡tampoco eres tú! y ya dices que a ver si esta vez, que quién sabe, que por qué no, y entonces oyes a una de tus compiches decir ¡bravo! porque va a ser que sí, que las rachas regulares llegan un día que se terminan y das por buenas todas las horas sentadas y todas las peleas con las frases, das por bueno todo el tiempo, todo tu tiempo, inventando historias.
Esas historias que no puedes evitar imaginar y luego escribir. Esas historias que son, ni más ni menos, lo que más que te llena en este mundo, esas historias, pedazos de ti, que tienes que sacarte de dentro, de muy adentro para hacer que comiencen a latir con vida propia.
Y ocurre que hay tardes que traen alegrías literarias.
Porque decían las bases que había que escribir un relato que no llegara a las 1000 palabras y que incluyera la frase "cuarto y mitad".
Y tú, o sea yo, lo conté así:
Calderilla
en mi monedero
Cuando usted me habla me mira a los ojos. Después aún espera a que yo
termine de hablar y al contestarme, lo vuelve a hacer mirándome a los ojos. Sin
cambiar el canal de la televisión, sin hojear ninguna revista, sin repasar la
correspondencia acumulada. Le basta conversar conmigo.
En otro tiempo hubiera pensado que estas atenciones no son más que
calderilla en el monedero de los afectos. Pero ahora que el resto del mundo
vive como si dispusiera de menos tiempo que yo, teniendo mucho más; ahora que
todo mi horizonte es el pedazo de vida que está enmarcado por esta misma
ventana que me separa de ella; ahora que mi cordón umbilical con el mundo se
bifurca entre el cordón del teléfono y el cable de la televisión; ahora que
malvivo de la pensión, nada es calderilla en mi monedero.
¿Y a quién ofendo si le llamo cada semana? Si me esfuerzo por vestirme
con ropas que un día lejano alguien dijo que me sentaban bien. Si me peino con
cuidado, si me perfumo y rebusco en el pastillero una sonrisa polvorienta que
se quedó allí olvidada. ¿A quién ofendo si le espero? Si me siento cerca de la
puerta para no demorarme hasta que llego con pasos torpes a abrirle. Si miro y
miro por la ventana hasta que aparece. Si mi corazón también se pone de pie y
se empina con saltos como asomándose a ver, desde el balcón de mis pupilas, si
ya llega usted de una buena vez.
Cuando le veo aparecer, no tengo que buscar más, porque de pronto
encuentro aquella sonrisa que perdí, encuentro las ganas que tenía de
conversar, encuentro el buen humor y salgo a recibirle haciendo malabares con
todos ellos.
Cuando llegan mis hijos a casa, traen olor a prisa. Mientras les pregunto
cómo están y les cuento si la vecina se cayó o me llamó aquella prima, sus
dedos ágiles revisan la correspondencia a su nombre, destapan ollas para ver
que hice de comer y aprovechan en el móvil para hacer todas aquellas llamadas
que tenían pendientes. Como si escucharme no fuera suficiente.
Sin embargo cuando usted llega viene envuelto en olor a naranjas y
despliega atenciones. Me mira, me sonríe, me pregunta: ¿Cómo está hoy Josefa?
Así lo dice, con mi nombre al final. Con familiaridad, con cercanía. Y espera
hasta que le contesto para seguir conversando. Y hasta que yo no le digo “Pase,
pase déjeme por favor todo en la cocina que ahora ya lo colocaré yo sin prisas
en la nevera”, usted no deja de mirarme y preguntarme y esperar atento mis palabras,
sin hacer nada más que escucharme.
Por eso le he dicho a la enfermera hoy, que me hiciera el favor de no
darme cita el martes. Si el médico y sobre todo este corazón mío aguanta hasta
el martes, aguantará un día más. Que los martes son domingos en mi calendario.
El martes es el día que yo revivo, el día que viene usted, que viene el
frutero.
Por eso le estoy escribiendo. Le estoy escribiendo este pedido no sé si
de amor, bueno sí por qué no decirlo, de amor. Este pedido en forma de kilos de
plátanos o de tomates, de acelgas o un ramito de perejil, aunque no necesite
nada. Porque cómo usted me atiende, señor frutero, cómo usted me saluda, y me
pregunta, y después me trata, ya no siento que lo haga nadie más. Necesito
verle cada semana, necesito su aire fresco y atento, su olor a naranjas
envolviéndome.
“Pues en un ratito estoy ahí Josefa”. “Muy bien. Me sentaré entonces ya
cerca de la puerta a esperarle”. Nos diremos cuando yo le llame por teléfono
para leerle el pedido. Y ahí estaré, ahí esperándole, porque cuando usted venga
y me hable me mirará a los ojos, sí, y no sabe cuánto es eso para mí.
1 kilo de plátanos, 1 kilo de tomates, 2 kilos de kiwis, otro de
chirimoyas... y nada más, ah sí, y cuarto y mitad de cariño. Eso le diría, sí eso
mismo: tráigame cuarto y mitad de cariño. Pero solo leeré en voz alta lo que
está escrito: Plátanos, tomates, chirimoyas… y nada más; ah sí, qué cabeza
tengo, sí todo eso y…
…cuarto y mitad de cariño, diré en voz muy baja mientras cuelgo el
teléfono.
©Rocío Díaz Gómez
Mis compinches que se merecen todo |
No me extraña que ganaras Ro! Qué bonito y sentido... Ojalá haya muchos 'fruteros' así
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Cuánto se agradecen los comentarios en el blog. Ya como te los dejan en el Facebook no se quedan aquí. Me alegro mucho de que haya llegado P. Un beso grande
ResponderEliminarPrecioso el relato y terrible la soledad que describes y cómo la suple con la visita del frutero :)
ResponderEliminarSi ya lo decía yo el otro día, en tus relatos los personajes se salvan, recuperan el lado más humano, ese que a veces, la realidad nos hurta.Gracias por todas y cada una de esas 1.000 palabras, Rocío.
ResponderEliminarMuchas gracias Celia y Jaime por vuestros comentarios. Cuánto me alegro de que mi personaje esté viva y os emocione. Gracias por vuestra lectura y por trasmitírmelo. Un beso a cada uno
ResponderEliminarEnhorabuena, campeona. Y eso que decías que llevabas mal año en cuanto a premios. La de veces que voy entrando yo a este blog para felicitarte por tus éxitos. ¡Y las que me quedan!
ResponderEliminarPrecioso tu relato, como siempre. Hay que seguir, Rocío, tenemos que seguir hacia delante, y tú la primera.
Un beso.
Muchas gracias Iñaki, tienes toda la razón del mundo hay que seguir, seguir hacia delante. Un beso bien, bien grande
ResponderEliminar¡¡¡¡¡¡¡BRAVOOOOOOOOO!!!!!!!.
ResponderEliminarRocío, enhorabuena por ese primer premio bien merecido. Y gracias por tu precioso relato.
ResponderEliminarMuchas gracias Ernesto, gracias a ti por dedicarle tu tiempo. Un saludo,
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