Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y let

domingo, 2 de agosto de 2009

"La importancia de las cosas" Marta Rivera de la Cruz




El último libro que me he terminado y me ha gustado mucho ha sido “La importancia de las cosas” de Marta Rivera de la Cruz.

Descubrí a esta autora leyendo “En tiempos de prodigios” con el quedó finalista del premio Planeta hace dos años. “En tiempo de prodigios” fue todo un descubrimiento, me gustó mucho cómo estaba escrito y me gustó mucho la historia que contaba. Me gustó tanto que siempre que he visto otro libro de la autora me lo he comprado sin pensármelo dos veces. Por eso después leí “Hotel Almirante” y “Que veinte años no es nada”.

“La importancia de las cosas” es su último libro y cuenta la historia de Mario Menkell, un tímido y apocado profesor de escritura creativa en una universidad, famoso por un único libro, que de pronto tiene que hacerse cargo de todas las pertenencias de un inquilino suyo al que no conocía porque se ha suicidado y no tenía familia. Es entonces cuando Menkell descubre que el misterioso inquilino tenía la casa abarrotada de cosas, de pequeñas cosas, colecciones de todas clases. Ahí arranca la historia.

“La importancia de las cosas” habla de las casualidades, que muchas veces ocurren. Habla de los amores cobardes, esos amores eternos que uno mantiene en secreto durante años porque está convencido de que nunca podrán existir. Habla de que a veces el destino te hace guiños y te ofrece segundas oportunidades. “La importancia de las cosas” es una historia romántica y sobre todo es una historia sentimental porque habla de sentimientos, habla de amor, de compañerismo, de ambición, de complicidad, de falta de autoestima, pero en ningún momento su forma de ser contada cae en la cursilería.

“La importancia de las cosas” habla de personas con las que no te es difícil identificarte. Habla de la vida, de cualquier día. Es una historia aparentemente muy sencilla, pero donde todos los acontecimientos van encontrando acomodo y al final encaja todo, y la historia no era tan sencilla como parecía.

“La importancia de las cosas” habla de esas pequeñas cosas que vamos guardando y que aunque no tengan demasiado valor nos importan tanto y solo nosotros les encontramos un sentido. Habla también de los misterios que hay detrás de cualquier vida por muy simple que parezca.

“La importancia de las cosas” es uno de esos libros que me he leído de un tirón, una historia sencilla, dulce, tranquila, agradable aunque misteriosa, una historia contada con claridad, con agilidad, sin grandes artificios en la escritura, ni un mensaje profundo, ni demasiadas imágenes ni lirismo en la forma de contarla, quizás algo previsible, no es una obra maestra, pero me atrapó en cuánto la empecé a leer, después he podido saborearla página a página y no quería que se acabara.

Os dejo aquí con el principio de la novela:

“De no ser por un cúmulo de circunstancias escasamente ordinarias, los caminos de Mario Menkell y Fernando Montalvo no hubieran tenido nunca la ocasión de cruzarse. Habían nacido con destinos distintos, y sus expectativas personales eran tan diferentes entre sí, que resultaba casi milagroso el que sus vidas se hubieran tocado, ni siquiera de refilón, en algún punto de la sinuosa trayectoria vital de cada uno. Y los hados, o algún dios sin nombre, quisieron jugar de esa forma las cartas de la suerte, quizá para divertirse, o a lo mejor para dar a Mario Menkell la oportunidad de enderezar su vida.

Estaba acabando de desayunar cuando recibió la llamada del representante de la agencia inmobiliaria. El hombre saltó por encima de los saludos de rigor – incluso de aquellos que van de la mano de la más elemental educación- para soltarle la noticia a bocajarro.
¿Es usted Mario Menkell? Soy Losada el de agencia. Tengo novedades. El señor Montalvo se suicidó anteayer.
¿Cómo dice?
Fernando Montalvo. Su inquilino. Se ha matado.
La mayoría de las veces a Menkell le costaba recordar que estaba en posesión de un piso con arrendatario. Había heredado ambas cosas –el inquilino y la casa- de una tía en segundo grado a la que ni siquiera conocía mucho...”
¿A que os apetecería seguir leyendo...?
Rocío Díaz

Relato de verano de Rocío Díaz Gómez: "El día que la abuela hizo top less"



Para empezar agosto os voy a dejar con un relato muy veraniego: "El día que la abuela hizo top less".

Este relato lo premiaron con el primer premio en el VI Certamen de Relato Corto "Doris Lessing" de la Universidad Carlos III de Madrid, el año pasado, en su edición 2008 y en la Modalidad "Premio no Comunidad Universitaria".
Espero que os guste.



El día que la abuela hizo top less
El día que la abuela hizo top less nuestro mundo se dio la vuelta como un calcetín. ¡Abuela! Fue el grito que al unísono dimos todos. Todos los que consiguieron abrir la boca y exclamar algo coherente. Pero al que no pudo hacerlo de viva voz, el grito, inquieto, imparable, feliz, se le escapó por los ojos asombrados, las manos en jarras, o libre y entrecortado, consiguió huir a golpe de risas. Por una vez en la vida toda mi familia estuvo de acuerdo en algo: “la abuela ha perdido el norte”.

Sin embargo, nunca su brújula estuvo más acertada.


Todos los veranos de nuestra infancia yo los recordaba en aquel pueblo, en aquella playa, bajo aquel tenderete que improvisaba la abuela colgando unas gruesas lonas de tres viejas pero resistentes sombrillas, de colores vistosos, clavadas a la orilla misma del mar. La abuela llevaba años y años alquilando una casita en el mismo pueblo costero para reunir allí a toda la familia. Pero los días eran largos, apacibles, soleados y pasábamos más tiempo en la playa que en la casa. Blancos de leche solar los más pequeños, encroquetados de arena los chavales, resbaladizos de aceite bronceador los adolescentes y a la sombra los más mayores. Todos juntos haciendo campamento, como decía la abuela. A ella le encantaba la playa, la arena, nuestra compañía; le encantaban aquellos días luminosos rodeada de toda la familia cercana y revuelta.

Aquel verano acababa de empezar. A lo largo de la semana habíamos ido llegando todos. Nada parecía presagiar ningún cambio, había amanecido una mañana como cualquier otra de aquel mes caluroso. Y así discurría, sencilla y lenta. Los pequeños entraban y salían del agua, empapados y despeinados. Los más jóvenes estirábamos el aburrimiento tumbados en nuestras toallas. Mi prima Rosa delicada, preciosa, a los pies de la abuela, boca abajo. Mi hermano Raúl y yo, él más musculoso, más espontáneo, yo enclenque, tímido, atisbando el mundo siempre tras unas gruesas gafas de empollón. Pero apostados los dos, a cada lado de mi prima, muy pendientes de los cambios que aquel invierno hubiera podido operar en su bella anatomía, esperando atentos a que hiciera el menor movimiento para admirar sus incipientes curvas. Aunque aquella mañana, raro en ella, no terminaba de volverse boca arriba... En un plano algo superior no dejaba de hablar tía Catalina, altiva, apretada toda ella, dentro de su encorsetado bañador. Es increíble, decía siempre papá a mamá cuando nadie le oía, “es increíble que de tu hermana Catalina haya salido tu sobrina Rosa ¿no crees?” Mamá, la versión dulce de las hermanas Castañar, le miraba con ojos sonrientes mientras le mandaba callar con un gesto apenas visible... Algo más allá, tío Luis siempre vegetaba sentado detrás de su periódico abierto, ajeno al mundo y sobre todo a su mujer. Cerca de nosotros Mamá hacía ganchillo y charlaba con tía Catalina. Papá, como siempre en la orilla, cuidaba y jugaba con los más pequeños. El mundo está bien, el mundo discurre plácido, parecíamos decir todos con nuestros gestos. Pero a la vista de lo que ocurrió después, quizás no fuera cierto.

La abuela estaba sentada en su silla, vestida con su atuendo playero y recatado, sencillo e impecable, mirando el mar y escuchando en silencio, sin perder ni una palabra pero sin apenas participar en las conversaciones. Cualquier extraño al verla hubiera jurado que era una anciana dócil, bien cuidada, cobijada por las atenciones de los suyos. Pero mi abuela era mucho más que eso. Era las raíces profundas, el tronco firme y resistente de mi familia.

Ahora sé qué fue lo que impulsó su gesto. Pero en aquel momento, como todos, no conseguía explicarme, no lograba salir de la sorpresa en la que de cabeza nos zambullimos todos al ver lo que hizo.

De pronto, sin mediar palabra, sin avisar y poco a poco, la abuela empezó a desabrocharse uno a uno los botones de su bata de tergal floreada y fresquita. Creo que en un principio nadie estaba mirando. Sin embargo, el gesto casi imperceptible de ir liberando cada botón de su respectivo ojal no se detuvo cuándo las leyes no escritas del recato y las convenciones sociales para una persona de su edad aconsejaban, sino que se extendió en el tiempo, persistiendo tenaz en la acción. Porque lo que tenía la abuela no era un simple acaloramiento propio de las horas centrales de aquel día veraniego, sofoco que se hubiera podido resolver con dos o tres botones desabrochados. No. Lo que tenía la abuela era la firme determinación de quedarse en paños menores, como ella decía. No nos dio tiempo ni a reaccionar. El caso es que cuando nos dimos cuenta la abuela siguió desabrochándose y desabrochándose la bata, hasta llegar a la cintura. Sin decir ni media, se bajó un hombro, se bajó el otro e inmediatamente después se echó las manos a la espalda y se soltó resuelta los dos corchetes de su ancho sostén de color visón, y con un solo movimiento y en un segundo artrítico, dejó libres, al aire y ante la vista de cualquiera, aquellos dos pechos abundantes y de setenta y tantos que, en ese momento descubrí impresionado, guardaba celosamente mi abuela.

- Jo-der, explotó mi hermano con dos golpes de voz nada más verla...
- Raúl, esa boca... -dijo mi abuela inmediatamente y mirando impasible nuestros gestos boquiabiertos preguntó indolente: ¿Os pasa algo?...
- ¿A nosotros? –acerté a decir yo resistiéndome a despegar los ojos de sus pechos desnudos- No, no abuela...
- Ah creía...
- ¿Qué les va a pasar? ¿O nos tiene que pasar algo? –dijo entonces tía Catalina, pero sin decir, con esa habitual y fingida condescendencia para con las cosas que censuraba su moral y que solía traducir en preguntas sin respuesta...
- Catalina, Catalina, -contestó rápidamente la abuela- si alguien te conoce soy yo, que te parí hace ya nosecuántos años, porque aunque me acuerdo perfectamente del día y año, por ti, no lo voy a decir aquí delante de toda la playa... Pero por eso mismo, Catalina, si me quieres decir algo a mí, me lo dices y en paz, y no me hables a medias y con ese tonito que usas para el pelele de tu marido, a mi no me hables así, porque soy tu madre, tu madre Catalina... un respeto.
- Pero madre...
- Ni madre ni gaitas... -contestó la abuela dándose un giro tremendamente peligroso para sus años y sus huesos, que hizo volar durante unos segundos eternos aquellos pechos de setenta y tantos que nos tenían hipnotizados...

E impermeable a nuestro asombro, siguió mirando el mar.

- Pero madre... -insistió tía Catalina- que se le ha caído el sujetador...
- No seas absurda Catalina -contestó ella sin mirarla siquiera- que se va a caer... me lo he quitado.
- Pero madre ¡a su edad va a hacer top less!
- ¡que “tolés, tolés” estoy haciendo destape! ¿O no se dice así Fernando? -Le preguntó la abuela a mi padre que a duras penas sofocaba incrédulo la risa...
- Sí, sí, claro que sí, destape, se dice destape, es que Catalina se lo ha dicho en ingles...
- Vamos... Échale en inglés... A mí, que soy de Toledo... -contestó entonces la abuela más para sí misma que para nadie...
- Pero madre ¿qué tonterías está usté diciendo? -Insistía tercamente tía Catalina- ¿Pero no ve que se va a constipar...?

Pero la abuela ni tan siquiera se molestó en volver a mirar a tía Catalina. Impertérrita, con los abundantes y desparramados pechos al aire siguió el resto de la mañana mirando el mar. Impactados por la sorpresa, no acabábamos ninguno de encontrar una explicación a su actitud, pero visto que ella no estaba dispuesta a cambiar de opinión, ni mucho menos de postura, cada uno volvió a lo suyo, aparentando una indiferencia que estábamos muy lejos de sentir. Mi tía Catalina de vez en cuando se acercaba a su marido que seguía parapetado detrás del periódico y le decía en voz baja: “Pero Luis ¿tú has visto a mi madre?” y el tío Luis contestaba tranquilamente: “Como para no verla Catalina, como para no verla...” y de ahí la tía no le sacaba. De vez en cuando la abuela salía de su mutismo y le decía a la prima Rosa: “Rosa, tesoro ¿no te cansas de estar boca abajo?”. Pero mi prima Rosa contestaba que no, que no se cansaba y seguía en esa posición... De vez en cuando mi padre y mi madre se miraban sin comentar nada. Y tía Catalina cuando se cansaba de mirar con ojos despavoridos a su madre, cuando se cansaba de preguntar a su marido, volvía a charlar sobre cualquier cosa que se le pasaba por la cabeza...

Era más que evidente que aquella mañana el mundo se había dado la vuelta como un calcetín. Mi prima Rosa, que desde siempre, y desde el primer minuto que pisaba la playa no paraba quieta, ahora se tumbaba boca arriba, ahora boca abajo, ahora se bañaba, ahora se iba a por un helado, ahora se reía, ahora hablaba por teléfono... mi prima Rosa que se moría por tatuarse cada rayo de sol en su piel medio desnuda y no paraba hasta que no lo conseguía, esa mañana no abandonaba su posición boca abajo, sin apenas hablar. Mi hermano y yo, atentos a cualquier movimiento de ella, acabamos por cansarnos y decidimos ir a bañarnos. Lo nunca visto. Eso por supuesto, sin hablar de la abuela, que de pronto y a los setenta y tantos, ahí estaba tan feliz, haciendo destape, sin mirar a nadie.

Afortunadamente llegó la hora de comer y todos nos pusimos en movimiento. Con un profundo respiro de alivio, visible no solo para nosotros sino para toda la playa, tía Catalina celebró que su madre volviera a colocarse el sostén, y a abrocharse hasta arriba la bata. La prima Rosa decidió abandonar su estática postura y enfundándose deprisa también en su camiseta, se vistió de otro humor, el suyo, el de siempre, alegre y cariñoso. Mis padres volvían a mirarse en silencio mientras vestían a los más pequeños. Tío Luis dobló en cuatro el periódico y poco a poco todos volvimos a ser quiénes éramos antes de llegar aquella mañana a la playa.

Con el egoísmo propio de los trece años, más preocupado por si nos dejarían ir esa noche al cine de verano que por cualquier otra cosa, no tardó en olvidárseme esa mañana tan rara... Durante la tarde todo fue como siempre, como siempre habían sido aquellos días de playa. Supongo que los mayores, tal y como dijo tía Catalina, resolvieron interpretar la salida de tono de la abuela, como el primer síntoma evidente de la vejez, porque yo no volví a escuchar nada, y después nos fuimos al cine. A la mañana siguiente, una tormenta de verano y la excursión al mercadillo donde habitualmente nos aprovisionábamos de fruta y verdura, nos robaron la mañana de playa. Así que hasta pasados dos días no volvimos al mar y la arena.

Temprano, como acostumbraba desde que se murió el abuelo, la abuela se había ido con mi padre a clavar las sombrillas, para guardarnos el sitio. Después, nos había traído los churros calentitos para que estuvieran preparados para cuando los nietos nos levantáramos. Y tras dejar a mi madre y a mi tía al cargo de nosotros y las cacerolas, donde ya humeaba la comida, dándose un paseo se fue tranquilamente a esperarnos a la playa. Y hacia allá nos encaminamos cuando estuvimos preparados.

La abuela nos esperaba sentada en su silla, mirando el mar. Con su bata puesta, y su habitual cariño y dedicación para cada uno de nosotros, a punto para ser desplegado. Todos fuimos ocupando nuestros invisibles lugares. La tía Catalina se quedó en bañador y se puso la palabra en la boca, hilando una conversación con otra y ésta con otra sin ánimo de callarse jamás. Mientras tanto tío Luis con el periódico bajo el brazo tomó posición en un lugar lo bastante alejado de la tía como para poder desconectarse a gusto. Papá echó protector en la piel de los pequeños y corriendo se fue al agua con ellos. Y mamá mientras con una sonrisa les veía correr hacia las olas, sacó su labor. Casi al mismo tiempo la prima Rosa se desnudó y durante tres segundos exactos nos dejó a mi hermano y a mí contemplar embelesados su bikini y de paso imaginar cuánto habría debajo de aquella tela, para inmediatamente después, al cuarto segundo volverse a tumbar boca abajo. Raúl y yo, fieles centinelas de sus curvas, estiramos nuestras toallas cada uno a un lado de ella. Estábamos ansiosos por que se tumbara boca arriba, porque la ley de la gravedad se demostrara una y otra vez bajo la tela nimia de su bikini con cada uno de sus movimientos...

Otra vez el mundo estaba bien, otra vez parecía discurrir en armonía bajo el sol, sobre la arena... Pero otra vez nos engañábamos.

No se cuánto tiempo había transcurrido desde que estábamos allí, pero quizás habrían pasado una hora o dos... No sé... aburrido de esperar a que mi prima se moviera de una santa vez me había ido a bañar, y había vuelto y hasta me había dado tiempo a dormitar un buen rato más... El caso es que llegado un punto la abuela volvió a las andadas. Raúl me hizo una seña y cuando quise mirar en su dirección ya el sostén volaba por los aires y de nuevo bajo el sol relucían de puro blancos sus pechos prohibidos de abuela.

- Pero Madre ¿otra vez? -Gritó escandalizada tía Catalina en cuánto la vio...
- ¡Ay Catalina...! que cansina te pones... -contestó mi abuela con voz aburrida sin hacer ni caso...

Estaba visto que el incidente de la otra mañana no iba a ser algo aislado, algo raro a olvidar... No. La abuela una de dos: o empezaba a tener rarezas de vieja, como decía tía Catalina, o a los setenta y tantos había decidido ponerse morena, como decía Raúl. Razón que a mí tampoco me convencía mucho... Fuera por lo que fuera, yo nunca a mi abuela le había visto hacer tal cosa y no dejaba de sorprenderme. Pero nos tuviera más o menos alucinados, parecía que la abuela tenía muy decidido que cada mañana de aquel verano nos iba a hacer el numerito del destape, como ella lo llamaba.

Y pasó una mañana de playa, y otra, y otra, y otra... Y ya fueron cuatro las mañanas que mi abuela se pasó con la bata por la cintura y el sostén colgando del brazo de su silla... De vez en cuando le preguntaba a la prima Rosa si no se cansaba de estar boca abajo... “Rosa tesoro...” “No, abuela no” le cortaba ella sin dejar que terminara la frase. Si mi abuela estaba decidida a hacer top les, mi prima estaba tan decidida o más a ponerse morena solo por la parte de detrás de su cuerpo. Cosas de chicas... ¿Quién las entiende?

Y no fue hasta la quinta mañana de playa de aquel verano cuando el mundo acabó por ponerse patas arriba. Todos estábamos en nuestros lugares invisibles, todo discurría como si aquella mañana fuera un papel de calco de las anteriores, hasta que de pronto y nada más quedarse la abuela con los pechos al aire, fue mamá la que dejando a un lado su labor se decidió a emular a su madre.

- Pero... ¡Por Dios! ¿Nos estamos volviendo todos locos? Le preguntó tía Catalina a su marido... siguiendo su línea de traducir el descontento en preguntas sin respuesta.

Pero tío Luis esa vez no contestó. Echó una fugaz mirada a su alrededor para saber de qué hablaba tía Catalina y nada más ver a mamá, como los avestruces hundió la cabeza aún más dentro del periódico, y sin atreverse a mirar más de la cuenta a su cuñada, se volvió enteramente hacia otro lado y se parapetó por completo dentro del diario... Raúl y yo nos removimos inquietos en nuestras toallas, no estábamos acostumbrados a ver a mamá desnuda o medio desnuda delante de todos, el mundo se estaba volviendo loco... muy loco. Esperando que en cualquier momento Raúl dijera algo que no pudiera callarse, miré a papá pidiendo auxilio con los ojos, y rápidamente éste solo movió la cabeza un milímetro, primero mirando a Raúl y luego a mí, en una seña muda de que estuviésemos tranquilos... Sin embargo mi prima siguió sin moverse.

Y no fue hasta el momento en que mi padre se dirigió al tío Luis con su propuesta cuando ya no me cupo ninguna duda que el sol este año nos estaba sentando muy, pero que muy mal...

- Entonces qué Luis... ¿No vamos a seguir a las chicas? ¡Ha llegado el destape...!

Y nada más oírlo, creí que la arena, de pronto movediza, se hundía vertiginosamente bajo mi peso. En un segundo me vi a mí mismo desnudo también, porque parecía que toda mi familia había perdido el norte ¿A dónde nos estaba llevando la abuela? Pensé. Porque aquello no era normal, no era ni medio normal, porque yo nunca le había visto los pechos, y ahí estaban al aire, enormes, tan blancos... y a la vista de cualquiera. Y después mamá, que aún me daba vergüenza echar una mirada para allá, porque no es porque fuera mi madre, pero había que reconocer que... y era mi madre... eso era pecado por lo menos... ¿Y ahora qué decía papá? Que el tío Luis y él se iban a bajar el bañador, porque así sin decirlo, se lo estaba diciendo, y madre mía... que esto es contagioso, que empezaban a animarse todos... Y ¿cómo acabaríamos? Porque después iríamos nosotros... que yo ya lo estaba viendo... Y claro Raúl estaba cachas el tío, y podía quedarse desnudo... ¿Pero yo? ¿Yo desnudo? Delante de todo el mundo... ¿Con este cuerpo? ¿Delante de mi prima Rosa? ¡Dios! Me moriré, me moriré seguro... y ya casi me estaba muriendo, me moría a chorros, cuando me di cuenta que Raúl se empezaba a levantar, porque mi hermano no se podía callar, y visto el panorama que se avecinaba... cuando justo también y sin decir ni media mi prima Rosa se dio media vuelta y por fin se quedó tumbada boca arriba...

Y al principio casi ni me dí cuenta, hipnotizado como estaba por el ombligo de mi prima, esa montaña rusa diminuta, no me dí casi ni cuenta, pero creo que ese día aprendí que las mujeres muchas veces, casi todas las veces, mueven el mundo. Que mira que yo se lo había oído decir a papá, pero hasta ese momento no lo entendí de veras. Porque fue mi prima darse la vuelta, cuando de pronto todos, sin decir nada, sin apenas hacer movimientos, como obedeciendo a un clic muy poderoso e invisible, volvieron a sus lugares, volvieron a ser los de siempre. Raúl inmediatamente volvió a tumbarse al lado derecho de mi prima, fiel centinela, papá volvió a sus juegos con los más pequeños, el tío Luis volvió a su periódico, mamá se subió el bañador, la abuela estiró su sostén y empezó a ponérselo y no había acabado de abotonarse la bata cuando tía Catalina ya estaba otra vez hablando de lo que nadie escuchaba... Mi prima se puso boca arriba y el mundo que estaba patas arriba se dio la vuelta despacio hasta volver a su ser.

Los trece años es una edad muy elástica, acabas de dejar la niñez, y aunque para algunas cosas sigues siendo algo infantil, empiezas a darte cuenta de otras muchas del mundo adulto en las que antes ni reparabas. En ese momento nadie quiso contarnos demasiado, pero yo empecé a darme cuenta de que por debajo de lo que se dice, de lo que se hace, de la aparente normalidad, siempre hay latiendo, mucho más, de lo que parece a simple vista.

A partir de ese día mi prima Rosa volvió a ser la de siempre, volvió a querer tatuarse en su piel, en toda su piel, ansiosa, cada rayo de sol que lucía para ella y solo para ella. Y tan pronto estaba boca arriba como boca abajo como boca arriba otra vez, demostrando todas las leyes de la gravedad, para satisfacción de nuestros entregados ojos.

Nunca quise saber qué pasó en realidad aquel verano. Ahora que ha pasado el tiempo imagino que algo le debió a pasar a mi prima, no sé muy bien el qué, pero lo que ocurriera, no sé si la cambió por fuera, no llegué nunca jamás a ese grado de intimidad con ella, y el top less, a diferencia de mi abuela, nunca estuvo entre sus aficiones... Pero lo que ahora sí sé es que no sé si la cambió por fuera, pero por dentro si la estaba cambiando... Y aunque tía Catalina no quisiera verlo, supongo que la abuela no estaba dispuesta a que llegara a un punto de difícil retorno en ese cambio. Y la pobre se debió morir del bochorno, porque no creo que fuera nada fácil para ella, con sus años y su educación, pero ahí estuvo firme frente a todos.

Todos los veranos de nuestra infancia yo los recordaba en aquel pueblo, en aquella playa, bajo aquel tenderete que improvisaba la abuela colgando unas gruesas lonas de tres viejas y resistentes sombrillas, clavadas a la orilla misma del mar. Pero aquel verano, lo recordaría siempre como un antes y un después en mi vida. Lo recordaría como el verano más raro, más familiar, el más entrañable. Al fin y al cabo, no todos los veranos a la abuela de uno, a sus setenta y tantos y muy bien llevados por cierto, le da por hacer top less... Perdón, destape.


©Rocío Díaz Gómez

martes, 28 de julio de 2009

Otro ejercicio de Léxico para el verano


Siguiendo unos ejercicios que estuvimos viendo en el último curso de Manual de Estilo del Lenguaje al que asistí, os dejo con uno sobre definiciones de una palabra. Vamos a repasar. Las soluciones están al final del ejercicio.


Elige la definición que creas correcta:

Asequible
a) Persona que tiene fácil y buen trato.
b) Aquello que se puede adquirir, conseguir o alcanzar.
c) Objeto o elemento que es fácil de asir o coger.
d) No significa nada.

Exhaustivo:
a) Minucioso, amplio, prolijo.
b) Que cansa o agota.
c) Que lo dice todo, que apura o agota por completo.
d) No significa nada

Inédito:
a) Cosa insólita, sinónimo de inaudito.
b) No significa nada.
c) Suceso extraordinario.
d) Que no se ha editado o publicado.

Proclive
a) Que tiende o es propenso a algo, frecuentemente a lo malo.
b) Que propugna o defiende algo.
c) Que tiene debilidad enfermiza por algo.
d) No significa nada.

Interfecto:
a) Persona de quién se habla o a la que se alude.
b) Muerto violentamente, especialmente si es víctima de una acción delictiva.
c) Persona que sirve de referencia en una comparación.
d) No significa nada.

Cerúleo
a) De color azul
b) Ungüento que contiene aceite y cera.
c) Del color de la cera.
d) No significa nada.

Enervar
a) Soliviantar
b) Poner nervioso
c) Debilitar, quitar las fuerzas
d) No significa nada.

Deleznable
a) Repudiable
b) Que se deshace con facilidad.
c) De poco valor
d) Repugnante

Eximio
a) Exiguo
b) Insuficiente
c) Muy ilustre
d) No significa nada




Soluciones:

Asequible:

b) Aquello que se puede adquirir, conseguir o alcanzar.


Exhaustivo

c) Que lo dice todo, que apura o agota por completo.

No es la “a” porque los adjetivos de esa opción admiten gradaciones, y este adjetivo lo dice todo.



Inédito:

d) Que no se ha editado o publicado.


Proclive:

a) Que tiende o es propenso a algo, frecuentemente a lo malo.

Es un adjetivo que debe utilizarse para connotar cosas malas.


Interfecto:

b) Muerto violentamente, especialmente si es víctima de una acción delictiva.

Con esa palabra ha ocurrido un “desplazamiento semántico” hacia la definición “a” pero es la b. Es un muerto violento, viene de “interficio”: matar.


Cerúleo:

a) de color azul.

Si fuera del color de la cera sería “cereo”.


Enervar:

b) y c) Ambas son correctas


Deleznable:

b) y c) Ambas son correctas. A la “c” se ha llegado por un desplazamiento semántico.


Eximio:

c) Muy ilustre

Ángeles Mastretta



Empiezo una nueva sección que va a llevar por título “Artículos”. Serán noticias literarias, crónicas periodísticas, artículos de opinión, entradas de otros blogs… que a mí me han parecido curiosas por algún motivo y siempre en torno a la literatura, sus autores o el mismo lenguaje.

Os inserto entonces una entrada del blog de Ángela Mastretta “Puerto libre”, un blog que tiene en el periódico El País.com, y que a mí en su día me gustó mucho, se titula “Hace tiempo que no me hago caso”.

Ángeles Mastretta como sabéis es una periodista y escritora mexicana. Su libro “Mujeres de ojos grandes” (1990) es uno de mis libros favoritos. Es un compendio de relatos o historias cortas en los que siempre la protagonista es una mujer, una tía, como ella las llama. Mujeres en principio anónimas y de todo tipo, conformistas, rebeldes, religiosas, ateas, pasivas o no pasivas pero que al final coinciden en romper con lo establecido para buscar su felicidad. Todo ello contado de forma muy lírica, con un lenguaje dulce lleno de imágenes, en el que está muy presente el sentido del humor. Es un libro que a mí me gusta mucho, y que por ello varias veces incluso he regalado.

Bueno, pero ahora os dejo con la entrada que os comentaba “Hace tiempo que no me hago caso” en la que se habla de Joaquín Sabina (otra de mis debilidades) y de García Márquez, pero sobre todo de la amistad, de escribir, de cantar, de querer.

Espero que os guste.


Escrito por: Ángeles Mastretta el 29 Oct 2008 - URL Permanente


Llegaron los Sabina. Primero entró a mi casa un ramo de flores mezclado de naranjas y rojos. Inmenso y generoso. Como son ellos. Joaquín está más guapo que nunca. Jimena le cortó el pelo y ahora él trae las canas despiertas y un sonrisa grande, más aún que la de siempre. Jimena es una mujer bellísima y con luz. Más que eso: es guapísima y la luz que tiene en los ojos le sale del modo en que vive. Joaquín la conoció en Perú. Ella es mucho más joven que él, pero dentro de la pareja ella está a cargo de lidiar el mundo. Y lo lidia con una gracia que conmueve.


"¡Esas flores son México!" dijo Sabina cuando las vió instaladas en la mesa.


"Las mandaron ustedes", dije yo.


"¿Nosotros?"


Por supuesto quien las eligió y decidió enviarlas fue Jimena, pero ellos se entienden con los ojos. Y lo que manda Jimena lo mandan ellos. Él, que es un niño grande y que ha vuelto a la inocencia de tanto perderla y robárnosla. Y que disfruta el mundo como quien sabe que sólo es de un a vez este viaje nuestro. Que somos tan inermes y enormes como los asteroides, que vinimos de quién sabe qué éxtasis, que augurio.


Los Sabina trajeron con ellos cuatro amigos. Y yo había invitado a los otros dos amores que fueron la causa de que nos conociéramos. Una pareja de genios. Cada uno en cada cual. Cada cual en lo suyo y los dos en los dos.


"Como nosotros ya somos de la cuarta edad", dice ella que es una caribeña de abolengo intenso, "nos fuimos a hacer unos exámenes. El doctor preguntó si yo fumaba, si comía grasa, si tenía vida sedentaria. Yo dije que sí a todo. Entonces me agobiaron con la medicina nuclear y me revisaron el corazón, las arterias, el esfuerzo. Luego, con los resultados, volví a donde el médico que se enfurruñó. "Usted no tiene nada, está perfecta, dijo, y ésa es una injusticia, porque lo que usted hace está muy mal hecho."


Cuenta todo esto acompañando su pescado con un cigarro. Y nos hace reír. De verdad es sana. Ni se diga de la cabeza.


Su marido es un genio por el que todos tenemos veneración. Ha estado callado comiendo su sopa. Está contento. Lo contagia. Nos hemos acomodado alrededor de la mesa en un desorden alegre.


"Qué bien se como en esta casa, dice él. "Y gratis".


"¿Cómo estás?"--le pregunta Joaquín que lo adora.


"Yo, muy bien. Hace tiempo que no me hago caso".


"Hay que empezar una canción así", le dice Joaquín. ¿Me regalas la frase".


"Sí", dice él. Y todos en la mesa nos ponemos a pensar en qué sigue. "Hace tiempo que no me hago caso" empezará la canción.


No hacerse caso. Gran remedio para curarse del ahora, el acaso, la dicha, la suerte, la luna, la pena, la calle, la muerte, las flores, la nada, la casa, las letras, las cuentas, la prisa, los cuentos.
¿Por dónde habrá de ir la canción? Por donde se le antoje. Como todo lo que a uno le sale del alma. ¿Sale del alma todo? ¿Y de dónde será que sale el alma? ¿y que hay en el alma de los desalmados?


Gran tarde la nuestra. Afuera hacía frío y nos queríamos. Es tan bueno quererse. Y abriga tanto.

lunes, 27 de julio de 2009

¿Cerrado por Vacaciones?



He estado una semana fuera de Madrid, en la playa. He tomado el sol, me he bañado en el mar, en la piscina, he descansado y he leído mucho.

Siempre pienso que en verano uno de los mayores placeres de la vida es después de darte un chapuzón secarte despacio al sol. Qué gusto…

Otro, leer sin prisas. Durante todo el año leo por las noches antes de dormir. Pero cómo estoy cansada enseguida se me cierran los ojos. Sin embargo en vacaciones da gusto leer páginas y páginas sin prisa ni sueño. He estado leyendo el último libro de Marta Rivera de la Cruz “La importancia de las cosas”. Me gusta mucho, pero aún me quedan unas cincuenta páginas así que todavía no voy a hablar de él.

De lo que sí voy a hablar ahora, es de que aunque he leído mucho, en esta semana pasada no he escrito nada de nada. Ni una sola línea. Ni en mis relatos, ni en el blog. Varias veces pensé que tenía que haberme despedido con un cartel de “Cerrado por vacaciones”. Uno de esos que colgaban de una cadena o un delgado cordel (en el caso de las más modestas) en la mayoría de las tiendas y cafeterías de otros lejanos veranos. Agostos largos y calurosos en los que parecía que la vida entera dormía la siesta y se multiplicaban las aceras vacías y todo estaba suspendido en el tiempo con el cartel del “Cerrado por vacaciones” en el escaparate.

Ahora sé que he hecho bien al no colgar ningún cartel, porque aunque yo no estaba pendiente del blog, él seguía creciendo. Unas doscientas y pico entradas más se han sumado a las anteriores en estos siete días. Y además dos comentarios nuevos. El de mi cuñada Ángeles Calvo, de nombre artístico no conocido, pero famosa en el mundo entero por sus cuadros copiados a autores cuyo nombre nos aprenderemos bien para citarlos siempre como se debe hacer Y el de Conchi Velasco, vallisoletana también, pero a pesar de las coincidencias en ningún caso copia de la más conocida Velasco, sino amiga de Xosé y ahora nuestra. Por supuesto que está en pie lo de ir a Valladolid.

Muchas gracias a las dos por hacer que este blog siguiera vivo estos días, y muchas gracias también a los demás por vuestras anónimas visitas. Es verano, casi agosto, pero este blog no cierra por vacaciones.

©Rocío Díaz
Ah por cierto la imagen es una copia de un cuadro pintada por ¡Ángeles Calvo!, Nines para la familia. Aunque en este caso la copia en vez de lucirse en las paredes de su casa, se luce en la mía. Esa suerte que tengo.

miércoles, 15 de julio de 2009

"Ni una pizca de sal" Relato de Rocío Díaz





Este relato que os dejo hoy, obtuvo el primer premio en el año 2002 en el III Certamen de Cuentos Interculturales - Háblame de tu diversidad, convocado por la Escuela de Mediadores Sociales para la Inmigración de la Comunidad de Madrid.


Se titula "Ni una pizca de sal".




La imagen es un cuadro de Ángeles Calvo.
Que además de ser una artista es mi cuñada.



Aquí os lo dejo. Espero que os guste. Va por mis amigos cubanos, porque sin ellos no habría relato.




NI UNA PIZCA DE SAL



Nadie desea formar parte de una ficción
y menos aún si esa ficción es real.
Paul Auster


Los sueños de hoy serán las realidades de mañana.
José Martí.





Néstor. Enero 2001
Cuando mi Clarita salió con aquello de la barriga, supe que no podía demorar más la marcha. Lo supe. Mi Clarita, sabor a isla, sabor dulzón.

Cuántas veces habíamos planeado la huida. Cuántas. Muchas. Y durante muchas tardes. Y durante mucho tiempo. Pero cuando no ocurría un contratiempo, ocurría otro y el viaje se iba demorando y demorando. “Y es que no es fácil, caballero... no es fácil dejar la isla”.

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Clarita. Mayo 2001

Allí, en la capital rusa, nos esperaba la persona que tenía que recibir las cajas de puros, sin embargo el contacto, aquel que nos tenía que traer los papeles para que pudiéramos continuar el viaje hasta España, continuar y quedarnos, no llegaba. Yo partida de hambre y de cansancio le decía a Néstor: “Óyeme mi amor, se demora, que no llega, no llega”, y no llegó.

Aquel tipo no llegó nunca.

Una sensación tan fría como aquel país lejano, se fue apoderando poco a poco de mi ánimo... La persona a quién habíamos llevado las cajas de puros de encargo, después de pasar mucho rato rogándole se apiadó de nosotros ¡Óyeme tu tienes que llevarnos a algún sitio, no puedes dejarnos aquí con este frío del polo, tiesos, sin entender nada...!. Aunque nuestra causa no le tocaba para nada conseguimos que al final nos acompañara hasta un hotel con un olor asqueroso de las afueras de Moscú, un hotel de prostitutas.

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Néstor. Enero 2001.

La madre de Clarita empezaba a mirarme de reojo... Pobrecita la vieja que le decía a su hija que tuviera cuidado conmigo y mis cuentos de abandonar el país: “!Ay niña bájate de esa nube y ven aquí a la realidad! No te creas sus bobadas... no te embullas...!” “Na viejita que esos son chismes, ya sabes como les gustan aquí a todos los chismes, pa que voy a yo embarcarme en esas historias...” y Clarita viraba la cara y seguía para lo suyo. Pero los dos sabíamos que a la viejita le daba tremenda tristeza pensar que Clarita cualquier día se le iba como ya se le había ido su otro hijo. A esa mujer tranquilita se le trastornaba la vida na más que de pensarlo...

Pero mi Clarita se había quedado embarazada y esos nueves meses eran la última posibilidad, el plazo final, no podía dejar que nuestro bebito naciera allí. Si eso llegara a ocurrir ya no podrían salir ni ella ni nuestro niño, de nuestra amada tierra donde tanta, tanta necesidad estábamos pasando.

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Clarita. Mayo 2001.
Dos días estuvimos metidos en aquella habitación que “ni muerta chica” hubiera elegido, sin pegar ojo, sin comer... Néstor me secreteaba en la oreja “No seas boba... no pasará nada, celebraremos una fiestona cuando lleguemos... mañana lo arreglaremos...” él intentaba endulzarme el rato pero le veía tan desmoronado como yo, tirado en aquella cama, mirando pal techo... Dos días sin comer, dos días sin hacer nada...

Dejé a Néstor en la habitación y me fui por ahí a dar una vuelta sola, a ver si por lo menos me entretenía por ahí, caminando y se me olvidaba todo... Me dio por caminar y caminar... Hasta que llamamos a España para avisar a los parientes que nos esperaban, les contamos que no había papeles ni pasaportes ni más nada... Masticándonos el trauma tras los primeros momentos de incertidumbre y pesar resolvimos vender las cajas de puros que logramos pasar entre los equipajes. Resolvemos, conjugando el segundo verbo de la supervivencia en nuestra isla: inventar, resolver, escapar.

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Néstor. Febrero 2001.
Hacía meses que no había sal, una isla rodeada de mar y mi Clarita no tenía ni una pizca de sal para echar al caldo. Hacía tiempo que no veíamos el aceite, y los alimentos que veíamos, “¡Ay m´hija que poco los veíamos!”
Con la cartilla de racionamiento mensualmente teníamos derecho a cinco libras de arroz, tres libras de azúcar parda, dieciséis onzas de granos (chicharos o lentejas), cuatro onzas de café, media libra de pescado cada dos meses... “¿leche? no mi amor aquí el café se toma muy negro y poco, muy poco; el culito de la taza no más. Pero el poco que hay humeando en la cafetera se endulza con dos o tres cucharaditas de azúcar y deja escapar su olor por las ventanas siempre abiertas, llamando a grito pelado con el aroma a los demás, llenándose rápidamente la casa de vecinos y parientes, de voces y risas, de chismes compartidos... ”
El sistema gubernamental de distribución de los alimentos solo atendía a la mitad de nuestras necesidades. A partir de ahí todos inventamos comida, inventamos negocios. Con esos negocios semiilegales se gana más que con los trabajos estatales. Estuvimos un poco tiempo criando guarros, otros criaban pollos en los balcones de los edificios de la Habana. Nosotros engordamos puercos en el jardín de la casita. Aquella casita que teníamos malamente pintada, de piso de tierra prensada y techo frágil, que había que cuidar tanto pa que cuando se acercara el ciclón no lo arrancara y se lo llevara volando como otros, como otras veces.

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Clarita. Mayo 2001.
“Tremenda cosa aquellos días en Moscú” recordaría y repetiría a unos y otros Néstor meses después... “ ¿Te acuerdas Clarita que solo comíamos pollo porque era lo único que nos parecía conocido...? Pero a mí no me gusta recordarlo, se me pone la carne de gallina cuando le escucho... Entonces... entonces, aspiro hondo, viro de conversación y se esfuman los deseos de llorar...

Quince largos días estuvimos malviviendo, malcomiendo en aquel hotel de las afueras. Yo recién embarazada apenas comía de los nervios y la preocupación que sufría. Néstor todos de cada uno de los días salía a vender puros para reunir el dinero suficiente que sumado al que aún nos quedaba, alcanzaría a duras penas para dos billetes de avión a Madrid. Mejor dicho, tuvimos que comprar dos billetes de avión Moscú-La Habana, que hiciera escala en Madrid, porque no podíamos quedarnos en España...
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Néstor. Marzo 2001.
Al tiempo que criábamos los guarros íbamos poquito a poco ahorrando con otros trabajos, yo me dedicaba a cortar el pelo a los vecinos y Clarita montó un rudimentario salón de belleza en la casa. Siempre hubo algún vecino o conocido, o conocido de conocido, que había viajado con la carta de invitación hasta España y le pudo traer pintauñas de mil colores y tremendo montón de potingues con que ampliar el surtido de su salón.

Por allá todo el mundo inventaba. Algunos inventaron cuartos adicionales para los turistas dividiendo aún más el espacio de la casita con sobras de la construcción. Otros vendían pizzas caseras, otros ropa usada, otros hacían improvisados motores para balsas gracias a un ventilador... todo el mundo inventaba porque “los cupones de racionamiento no dan para nada mi amor... para nada. Si no, ya sabes solo te queda agenciar en bolsa negra lo que te falte, si aun te quedan pesos...”
En la isla conjugábamos los verbos de la supervivencia: inventar, resolver, escapar.

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Clarita. Finales de mayo 2001.
Quince eternos días después de llegar a Moscú, logré montar en el avión en el que se suponía que volvía a mi país. Néstor se quedó en Rusia hasta reunir un poco dinero más para su billete.

Habíamos quedado que en Madrid, un pariente mío que trabajaba en el aeropuerto intentaría sacarme de la sala de tránsito antes de que tuviera que enseñar el pasaporte...

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Néstor. Marzo 2001.
Mi Clarita con su piel morena y sus labios gruesos y su pelo negro ondeado... imagínensela bajo aquella luna redonda con unos aretes dorados en sus orejas chiquitas, tanto como sus ojos... Mi Clarita... que aquella noche que lo supo, mientras duró el apagón diario de electricidad me contó lo del bebito.

Decidí que no podíamos esperar más, no iba a permitir que nuestro niño creciera como un comemierda, como un comemierda más...

Teníamos que intentar salir como fuera de allí, aunque nuestro corazón cubano se dividiera con la marcha y se quedara la mitad para siempre diciéndonos adiós desde el malecón, en la isla... o en la casa. Aquella que habíamos ido acondicionando poco a poco para los frecuentes cortes con otros inventos añadidos... Aquella que juntos habíamos ido apañando mientras Clarita soñaba con una cocina nueva y un teléfono como aquel de las telenovelas, uno que sonara en su casa para no tener que ir corriendo hasta la del vecino... mientras soñaba con apagar la luz cuando ella quisiera, con dar en la ducha al grifo de agua caliente sin cargar agua todas las noches... una ducha con tu pastilla de jabón a un ladito... en la cartilla de racionamiento teníamos derecho a media tableta de jabón de baño cada tres meses, y otra media tableta de jabón de lavar, también cada tres meses.

Clarita había soñado durante mucho tiempo con escapar para reunir una buena cantidad de dólares que gastar... una buena cantidad para poder también enviar a los parientes que se quedaran, y además, porque soñar es gratis, tener unos ahorros y manejarlos “...óyeme mi amor, ¿tú sabes lo grande que sería tener alguna que otra tarjeta de crédito...?" me susurraba con su acento dulzón de bolero caribeño.

Decidí que no podíamos esperar más, teníamos que intentar salir de allí como fuera para que Clarita tuviera todo aquello con lo que había soñado.

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Clarita. Finales de mayo 2001.

Todo el viaje me lo pasé rezando a la Virgen del Cobre, patrona de la isla, diosa Yoruba del sentimiento. No recuerdo cuánto se demoró el avión hasta que llegó a Barajas, pero fue mucho, muchísimo tiempo. Una vez allí no recuerdo como llegué hasta la sala de tránsito... debí ser la viva estampa del miedo de recién llegada a aquella sala, aquella donde en un santiamén me sentí atrapada y arrastrada por la persona que me esperaba. No recuerdo cómo recorrimos pasillos y salas y puertas del aeropuerto, ella volando entre ellos y yo amarrada a su brazo. Recorrimos y recorrimos hasta alcanzar la salida de nacionales de donde salí rodeada por los turistas que procedían de un vuelo de Canarias... como uno más... como uno más de ellos entrando, entrando ligera a Madrid.

No lo recuerdo. Pero estaba en Madrid. Bendita suerte. Al fin.

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Néstor. Abril 2001.
Delante de un plato de arroz con frijoles, sin vegetales, sin carne, conjugamos el verbo escapar... El sueño del paraíso americano era demasiado peligroso, habíamos conocido a muchos vecinos construyendo balsas en las terrazas. Balsas frágiles hechas de madera, llantas y plásticos en las que jugarse la vida persiguiendo el sueño. Balsas como cáscaras de nuez meciéndose con fragilidad de héroes, luchando, defendiéndose apenas de un Mar Caribe de enormes olas. Supimos de muchos vecinos embarcados al fin, en un viaje muy peligroso donde desistieron hasta de comer mareados por las corrientes. Solo algunos balseros muy afortunados llegaron a tierra, muchos naufragaron... si tuvieron suerte les rescató algún guardacostas, si no la tuvieron... terminaron ahogados o devorados por los tiburones.

“No, de balseros mi vida no...” me decía Clarita acariciándose la barriga, “de balseros, no...” me decía bajito, bajito...

Los días siguientes fueron jornadas enteras dedicadas a resolver, atar todos los cabos para poder escapar. ¿Óyeme quieres que te haga el cuento de todos los sobornos, de toda la jodedera de aquellos días...?
Finalmente logramos tener un contacto en Moscú, una persona a quién le pagamos buena parte de lo ahorrado para que cuando llegáramos nos tuviera preparados unos pasaportes para poder viajar más tarde hasta Madrid. Teníamos unos deseos locos, tremendas ganas de vernos ya en el avión...

Hasta el último día no habíamos dicho nada a parientes ni vecinos, para que nadie fuera con el chisme y se estropeara todo... Esa mañana recién levantados fuimos anunciándoselo mientras nos despedíamos de ellos... Resultó cómico ir viendo las caras de unos y otros cuando Clarita les iba con el cuento de que nos íbamos... Después cuando ya nos creyeron, todos nos fueron haciendo mandados, millones de notitas que atesoraban importantes encargos, grandes necesidades apretujadas en pequeños papelitos arrugados que Clarita guardaba cuidadosamente entre sus cosas: el dibujo de la plantilla de un pie infantil, el apunte de las dioptrías para unos espejuelos nuevos...

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Clarita. Junio 2001.
Mi Néstor aún tardó varios días más en poder tomar otro avión hasta España. También él subió al avión Moscú-La Habana, cómo había hecho yo semanas antes, Moscú – La Habana, escala en Madrid.

Con él no se podían volver a arriesgar tanto nuestros parientes, así que una vez transcurrido el vuelo, una vez en España pidió asilo político.

“Y qué malo es eso de ser emigrante, que malo... “

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Néstor. Mayo 2001.
Moscú.

Nerviosos y tristes, después de despedirnos entre lágrimas de la familia, los vecinos, los amigos, conseguimos tomar el avión que nos llevaría hasta Moscú.

Entre el equipaje habíamos escondido varias cajas de puros, algunas que nos habían pedido el favor de hacérselas llegar a un familiar que vivía en Rusia, las demás por si necesitábamos venderlas para conseguir más dinero, “Porque óyeme mi amor, nunca se sabe...”

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Clarita. Junio 2001.
Todo el tiempo que estuve sin Néstor, estuve sin mí. Todo me daba igual, me paseaban de un lado a otro por Madrid pero la vida me parecía dificilísima sin él, vivía con una nostalgia que pa qué... me paseaban pero no me fijaba en nada, recostada en un estado constante de idiotez, amarrada a mi pena... como un balsero a su cáscara de nuez.

Hasta que él llamó a mi hermano que fueran a buscarle a Barajas que al fin salía del aeropuerto. A mí nada me dijeron, fueron a por él y cuando estuvo ya en la casa, cuando se paró bajo la ventana, silbó. Hasta que mi Néstor silbó y yo acerté a oírle... no respiré. Mi corazón al escucharle viró alegre como un mambo burlón y revivió de su letargo triste.

Imagínense... Yo a grito pelado y él esperándome en la puerta. Y los dos ya en Madrid y los dos escandalizando, escandalizando y pegando saltos como niños majaderos...

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Néstor. Enero 2002.
Ahora ya hace tiempo que mi Clarita, sabor a isla, sabor dulzón, paseó su tripa con cubana dejadez, demorando el vaivén por el centro de Madrid, de mi mano, siempre de mi mano. Ya hace tiempo que visitamos al fin, la puerta de Alcalá y la Plaza Mayor y todos aquellos lugares que soñamos visitar un día desde allá, desde nuestra tierra...

Ahora ya hace tiempo que Clarita disfruta de los probadores de las tiendas, poniéndose y quitándose trajes... mientras nuestro bebito la mira embobado... Hace tiempo que disfruta del tacto helado de la nieve deshaciéndose en las manos... ¡Ay m´hija y qué blanca y que fría...!... tiempo que juega a tirarse por ella y dar vueltas y vueltas y vueltas...

Ahora ya hace tiempo que va filmando y fotografiando cada lugar, cada momento, cada segundo de la sonrisa de nuestro bebito que un día, bendita suerte, será español. Muchas fotos para reunirlas y regalarlas en correos y cartas con destino allá, para los parientes, para su mami que volará a Madrid en cuánto pueda... Muchas fotos regalando sus días en España “... donde hay de todo caballero... donde se encienden más luces por las calles en Navidad que las que necesitan treinta pueblos como el nuestro para alumbrarse...”
Ahora ya se ha mecido apacible el tiempo, y ha llegado un mes y luego otro y después otro como olas de nuestro Caribe... y han pasado muchas desde aquella primera vez que mi Clarita se quedó sin su habla caribeña durante varios minutos, muda de la sorpresa... “Todos aquellos estantes mi amor, repletos de alimentos... todos esos pasillos llenos, llenos de comida y jabón y millones, millones de cosas al alcance de la mano...”
Aquella misma vez que Clarita, sabor a isla, sabor dulzón de plátano maduro frito, compró tremenda garrafa de aceite de cinco litros, porque sí, porque su alma cubana se lo pidió, porque necesitaba ir de vez en cuando a la cocina y mirarla...

¡óyeme mi amor, solo mirarla...!
© Rocío Díaz Gómez

jueves, 9 de julio de 2009

Dichos y Frases hechas



A mí siempre me ha parecido muy curioso el origen de algunas expresiones o frases hechas.

Os voy a dejar aquí hoy un par de ellas. "Se va a armar la gorda" y "Sin decir agua va".

Se va a armar la gorda
Así decimos para amenazar o anunciar que se puede producir alguna pendencia o alboroto ruidoso. Aunque parece que ya se hablaba de la gorda antes de la revolución de 1868. Fue en los meses anteriores a septiembre de ese año cuando se popularizó esta expresión para referirse a la revolución que se avecinaba y que el pueblo anunciaba y al mismo tiempo sentía “como una tormenta que se les venía encima”, algo que se adensaba en el ambiente y que podía explotar en cualquier momento. En la calle, en los cafés, en las tertulias y mentideros de Madrid, se preguntaban cuándo “se iba a armar la gorda”, que según creían, resolvería una situación que ya resultaba insostenible. La gorda era la revolución y al fin se armó el 29 de septiembre de 1868 contra Isabel II, provocando la caída de los Borbones.
Un testigo de la época, Eusebio Blasco, en unas charlas que da en 1898 en el Ateneo madrileño sobre el Madrid de 1868, nos cuenta cómo, al incorporarse a la capital como periodista “no oía más que una palabra que se le grabó en el oído, palabra que repetía todo el mundo, que era la expresión de toda una época, el anuncio del fin de una sociedad y de la aparición de una nueva. Madrid repetía en voz baja y a todas las horas: “¡La gorda: se va a armar la gorda, viene la gorda”.
Luego ya quedó en expresión popular para indicar cualquier alboroto o pendencia que se avecinaba o que se iba a armar. Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta: “Lo que él quería era que se armase la gorda; pero muy gorda, a ver si...”

Sin decir agua va
Significa “sin avisar” y se utiliza como reproche a quién nos ocasiona un daño o pesar sin habernos prevenido. Esta locución recuerda a los tiempos en que se vaciaban los orinales en la calle arrojando su contenido desde la azotea de las casas, que entonces servían de excusado, al grito de “agua va”. Parece que no siempre se avisaba o, al menos, no con tiempo suficiente para evitar molestas salpicaduras. Hasta el siglo XIX no se impuso la necesidad de instalar letrinas en el interior de las casas.
Había disposiciones municipales que regulaban el modo y la hora para este vaciado de inmundicias y aguas sucias en la calle. La hora, que solía ser al anochecer pero que variaba según fuese verano o invierno, era una de las llamadas “hora menguada” o desdichada, para las calles, y por supuesto, para quienes transitaban por ellas...
Lo amenaza de que se previniese cada uno. Particularmente cuando se iban a decir que verdades que podían molestar. Quevedo en Romances varios: “Chitona ha sido mi lengua /habrá un año, y ahora torno/ a la primer taravilla: / agua va, que las arrojo / quítenseme de delante”.



Del libro,
"¿Qué queremos decir cuando decimos...? Frases y dichos del lenguaje diario"
Jose Luis García Remiro. Alianza Editorial