Se llamaba Soledad Crespo Barea, y sin querer y sin remedio, vino a quitarle a mi Marcial su protagonismo. Eso pensó él aunque yo aún no lo supiera. Y la verdad es que se lo quitó. Porque las madres del pueblo le liberaron muy agradecidas de su gesto en cuánto que vieron en ella la maestra perfecta, pues aunque casi nunca contaba mucho de sí misma, pronto nos confesó que lo era. Era joven, era alegre, era mujer, era cercana, era tan difícil que no supiera de algo y tan fácil cómo se hacía entender… Se ganó a las madres y ellas pronto le confiaron a sus hijos. Y los críos resultó que estaban encantados con ella, y en cuánto llegaban por la tarde venían contando esto o lo otro que ella había hecho o dicho en la jornada. Era bonito cómo Soledad les incitaba a pensar, a imaginar, a volar… Sólo el hecho de que les llamara caballeros a sus escasos cinco, siete, diez años, ya les hacía sentirse importantes y apreciados.
- “¡A ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan, el pequeño de los ultramarinos, levantaba como una flecha el dedo, moviendo sin parar el culo en el asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Juan deje usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da como hongos, no, no, pero estése bien atento que le tocará la ultima frase...” Y así Soledad se aseguraba que Juan, el pequeño de los ultramarinos, prestara atención durante toda la clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador. “Rodrigo, a ver caballero, una frase con “musarañas”, que nos va a dar usted el principio de una historia...” Y Rodrigo, el mayor de los del cementerio, tenía que bajar a toda prisa de su mundo para comenzar la historia que daría pie a la siguiente lección... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían inventando...“¡Germán! ¿Cómo es nuestro protagonista? dénos a sus compañeros y a mí 5 cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán, el del cartero, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene usted razón, Germán, todita la razón, contestaba Soledad espabilando hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella vieja escuela, cinco van a ser pocas, dénos mejor diez”. Y Germán parsimoniosamente, sin gana ninguna comenzaba la retahíla: “Serio, holgazán, despistado...” “¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba Soledad ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo...?! A ver Felipe, aproveche ese arte que tiene usted para hacer payasadas, y vaya haciendo gestos a las características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe, el gracioso de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía la cara de palo, ahora bostezaba, ahora tropezaba...
- Tú eres lista, -me decía- y muy joven, puedes hacerte maestra y ganar tu sueldo, ahora por lo menos ganarías 3.000 pesetas al año.
- ¡3.000 pesetas menudo dineral! -contestaba entre carcajadas- ¿Yo? ¡Cómo voy yo a hacerme maestra…! Si acabo de aprender a leer…
- Pues por eso. Ya has hecho lo peor -me decía- ya tienes recorrido el trozo del camino más difícil. Ahora ya te has subido por fin al tobogán, que parecía tan alto… O ¿Pensaste alguna vez que leerías…? -Y yo decía no con la cabeza una y otra vez, con cara de extrañeza y una enorme sonrisa- Pues ahora es dejarte caer por el tobogán, ya verás, una cosa viene detrás de otra. Te gusta mucho aprender, y tienes mucha facilidad, hazme caso…
- Pero Soledad si ya para primavera me caso con Marcial, y luego vendrán los críos…
- Pues que te ayude Marcial con ellos… Entre dos todo es más sencillo… Él guardia civil y tú maestra, y tus hijos como reyes…
- ¡Que cosas tienes Soledad!
Yo me reía y la miraba como si estuviera loca. Qué ocurrencias que me ayudara Marcial… ¡Con la de cosas que él tenía que hacer y que estudiar…! Lo suyo era que yo me ocupara de esos quehaceres, no Marcial… Pero me reía con ella y me gustaba que me dijera y me intentara convencer, porque era muy agradable sentir que alguien creía que yo podría conseguir eso. Alguien como Soledad tan lista, tan rápida de palabra, tan independiente, tan alegre, tan cercana a mí. Lo malo es que yo todo eso se lo contaba a Marcial. Sin darme cuenta ni tan siquiera de lo que estaba haciendo. Se lo contaba como quién habla de su mejor amiga. Se lo contaba con la confianza de que era mi novio. Se lo contaba para que disfrutara conmigo de todo lo que yo estaba aprendiendo. Pero me equivocaba.
No me di cuenta de eso hasta que una noche se presentó Marcial con un papel, que no dudó en enseñarme con aspecto triunfal.
Anexo I
COMISIÓN DEPURADORA DEL MAGISTERIO PROVINCIAL
-HUESCA-
HOJA INFORMATIVA
CON CARÁCTER ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL Y SECRETO
Maestra Nacional Doña Soledad Crespo Barea
Localidad en la que ejerce su profesión: Los Pinares del Ebro
Escuela que regentaba: Escuela Pública de Los Pinares del Ebro
Categoría y núm. del escalafón.
Persona que suscribe el documento: Sr. D. Remigio Rodríguez Pizarro de 36 años de edad, estado civil casado, profesión Guardia civil con el cargo de Comandante del Puesto en Los Pinares del Ebro.
Sr. Presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Provincial de Huesca
Muy señor mío en contestación a su atento oficio de fecha 8 del actual, y en cumplimiento de lo que ordena el Decreto núm. 66 del Gobierno del Estado Español (Boletín Oficial del Estado de 11 de noviembre) para la depuración del personal del Magisterio nacional, tengo el honor de elevar a VI el presente informe, que garantiza su veracidad con mi solemne juramento y firma.
Dios guarde a VI muchos años
LOS PINARES DEL EBRO a 20 de Agosto de 1938
III año triunfal
¡VIVA ESPAÑA!
Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquella noche me aclaró que eran las Comisiones de Depuración. Por qué su nombre aparecía en una de esas hojas informativas con la que hábilmente se había hecho mi Marcial y que tan triunfalmente había puesto ante mis ojos, aunque se suponía que era confidencial. Hasta ese momento mi vida había sido apacible, como la de cualquier muchacha de mi edad, el pueblo era un lugar tranquilo donde nos conocíamos todos o yo así lo había pensado siempre, pero no fue hasta que conocí a Soledad que no me di cuenta de que vivía en tiempos oscuros, tiempos de secretos, de purgas sin sentido. Las comisiones de depuración debían recoger información sobre los maestros de la provincia. La hoja informativa era un cuestionario con preguntas sobre las creencias religiosas del maestro, sus ideas políticas, su forma de enseñar, las revistas a las que estaba suscrito, los grupos que frecuentaba… La hoja informativa se enviaba al Alcalde, al cura párroco, a un padre de algún niño, y al comandante del puesto de la Guardia Civil de cada lugar. Las respuestas eran casi siempre difusas, vagas, con matices casi de condena. La suerte de los maestros afectados por la depuración podía ir desde la destitución, la separación temporal o definitiva de su profesión, el traslado forzoso, una especie de destierro, o ser fusilado sin más ni más.
- ¡Ay Jesús, María, y José! -Dije yo al oírla santiguándome mientras la piel se me ponía de gallina.
- No, ninguno de los tres tiene nada que ver con esto –contestó en voz muy baja y muy despacio Soledad- Existan o no, ya sabes que yo tengo mis dudas, solo a los hombres les podemos responsabilizar. Aunque para llegar a esto se les llene la boca con esos planteamientos y esas razones divinas. Solo son ellos los responsables.
Cuando Soledad me hablaba así, de esa forma tan rebuscada, tan seria y profunda, me costaba entenderla. Yo estaba acostumbrada al lenguaje sencillo, al pan, pan y al vino, vino. Pero fueran las palabras que fueran, yo casi podía tocar su pena, su impotencia, su rabia. En cambio los días siguientes, qué contraste, noté que casi podía palpar la alegría en mi Marcial. Parecía una planta que de pronto riegas y empieza a espabilar, a estirarse, cambiando de color rápidamente. Bien sabe Dios que yo quería a mi Marcial, y que me gustaba verle alegre, y a menudo me dejaba contagiar de esa alegría, y lo pasábamos muy requetebién. Pero esa vez dentro de mí algo me decía que no, que algo no iba a bien, que esa alegría no era sana, no, así no. Y no fue hasta que una tarde nos encontramos con el Párroco cuando me tuve que convencer: “¿Y cómo va lo nuestro Marcial? Hay que dar gracias a Dios de que haya muchachos como tú, serios, formales, con decisión.” dijo el Párroco señalando hacia las Escuelas. Y mi Marcial se estiró ufano y le aseguró con medias frases y gestos “…que aquello ya estaba casi resuelto, que era cuestión de horas…”. No escuché más, pero me debí quedar blanca, se me había helado la sangre.
Aquella tarde en la Casa del Pueblo le conté lo que pude a Soledad. Porque tampoco es que yo hubiera escuchado nada, solo eran medias palabras y un puñado de gestos, solo era una sensación, un pálpito, un mal presentimiento. Pero en el Sur de las Palabras hacía más frío, mucho frío.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquel atardecer terminamos antes la reunión para despistar horarios y rutinas, para no ver cumplidos malos presentimientos, para que ella escapara. Yo no podía creer que aquello estuviera pasando, que allí en mi pueblo yo tuviera que vivir eso, que la guerra al fin hubiera llegado a ese lugar remoto y recogido donde vivíamos y nos hubiera empapado con sus rencores y sus separaciones.
Soledad quiso regalarme su pizarra. Y yo que sabía cuánto quería a ese trasto que acarreaba de un lado a otro, se lo agradecí tanto cómo si me la fuera a quedar. Pero la convencí de que a ella le iba a hacer mucha más falta que a mí. Y así la vi marcharse, con lo puesto, con todas sus palabras recogidas, y casi colgando de aquella pizarra que la llevaba a ella y no al revés. Así, con infinita pena la vi escapar una fría madrugada que aún hace tiritar a mi memoria y avergonzarse a mi alma.
A la tarde siguiente, con una sensación triste y creciente de soledad en mi interior, volví como siempre a la Casa del Pueblo. Pensaba que me haría bien la cháchara con las mujeres, los chascarrillos, estar entretenida en las labores, en mi ajuar. Echaría mucho de menos a Soledad, pero como ella me había dicho, tenía que estar contenta pues ya sabía leer. Ya no necesitaría que nadie me contara nada, podía leerlo yo misma cuando quisiera. Y allí estaba, con las demás mujeres, cuando de pronto se abrió la puerta y asomó la cabeza mi Marcial. Yo me iba a casar con él, yo le había querido siempre. Y me alegró verle así de pronto, necesitaba calor, y le sonreí. Pero entonces él que no había pasado el quicio de la puerta, abrió bien ésta, se dio media vuelta, y entró acarreando un bulto demasiado familiar.
- ¿Dónde os dejo esto? -Me dijo con una sonrisa.
- ¡Pero si es la pizarra de Soledad! -Exclamó la señora Reme enseguida muy sorprendida. Y miró a mi Marcial, y me miró a mí.
- Pues ya ve señora Reme, por ahí tirada que la encontré. Tanto que la quería… Si cuando decía yo que no era de fiar… -contestó mi Marcial.
Yo miraba a la señora Reme, miraba a mi Marcial y miraba la pizarra sin poder articular ni una sola palabra. La sonrisa se me había helado en los labios.
Han pasado más de sesenta años desde entonces. Y aunque hay un dicho que dice mala hierba nunca muere, va ya para dos lustros que enterré a mi Marcial. No hay un solo despertar desde entonces que no le dé gracias a Dios porque al fin se lo llevara de mi lado. Ahora leo en las noticias, porque a pesar de esta nube que tengo en los ojos no sé ni cuántos periódicos soy capaz aún de devorar, que van empezar a picar el suelo por aquí, por no sé qué gaitas esas de la memoria histórica. Y por segunda vez en mi vida yo tengo un pálpito, un mal presentimiento.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y me quiso bien. ¿Qué más necesito saber? Yo ya tengo mi memoria.