Vieste me estaba esperando en el espolón de la bota italiana.
Había desplegado para mí un día luminoso donde el azul del mar competía con el del cielo, superponiéndose a su vez con el amarillo del sol y el blanco de la piedra de sus acantilados y su faro.
Vieste, más generosa aún, permitió que su lengua, el italiano, tan dulce, tan sonoro, se derramara por sus fachadas. Le permitió también que saliera de las bocas de los que nos acompañaban en forma de canción inolvidable, regalando la banda sonora a un día de septiembre que brilló en aquel barco donde apenas teníamos sitio.
Vieste lució para nosotros con todas sus galas. Y nosotros, ingratos mortales, le dedicamos un día escaso. Aunque para entonces ya nos habíamos rendido.
Le prometí a Vieste que algún día volvería. Le prometí que me quedaría mucho más tiempo.
Y me creyó.
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