El oficio de no escribir
Por: Héctor Abad Faciolince
Uno de los poemas más célebres de Jaime Gil de Biedma, el gran poeta catalán que escribía en castellano, se titula “De Vita Beata”. En uno de los versos sobre la vida ideal y serena con la que sueña, se equipara la escritura con el sufrimiento y también con la molestia de pagar las cuentas. El poema es breve y dice así:
En un viejo país ineficiente
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
Todos hemos escrito a veces con un placer gozoso, e incluso hay escritores que dicen haber escrito siempre en ese estado de placentera beatitud. Pero escribir a diario, siguiendo el viejo precepto de Nulla dies sine linea, ni un día sin una línea, puede ser también una tortura, un esfuerzo superior a nuestras fuerzas, y una frustración cotidiana cuando los resultados no se compadecen con nuestro esfuerzo ni con nuestras expectativas. Yo opino que hay dos tipos de escritura, y que una de ellas nos lleva, más que la otra, a la angustia y al desaliento, cuando no al conocido bloqueo del escritor, o incluso peor, al abandono de la profesión, o incluso un poco más allá, hacia el abismo, como diré luego. Intentaré explicarme.
La gran disyuntiva de nuestra profesión consiste en escribir con un propósito o sin ningún propósito, con un plan o sin un plan, con una idea clara o sin tener ni idea, con una meta trazada de antemano (y que por lo tanto podemos saber si la alcanzamos o no) o sin ninguna meta conocida, haciendo camino al andar, como en los archifamosos versos de Machado. La conocida angustia del escritor frente a la página en blanco es la misma angustia de un místico que no oye o que no siente la presencia de Dios. Aguza la vista y el oído, pero no percibe ningún signo que llegue del más allá. La página está en blanco y el Espíritu Santo, las Musas, el Ser, lo que sea, nadie nos dicta nada. La quietud y el bloqueo ante la página en blanco, en realidad, es sordera: no es que nadie nos dicte palabras al oído, sino que no las oímos. Sentarse a escribir sin ninguna idea, sin un objetivo claro, sin una meta, produce un tipo de escritor más angustiado. Otra cosa es saber lo que se hará, incluso antes de sentarse frente a la hoja en blanco: la escritura dirigida a un fin, la escritura instrumental. Quiero explicar la complejidad del número Pi. O bien me dirijo al gobierno de la ciudad para pedirle que corten o que no corten el árbol que hay al frente de mi casa; para pedirle que arreglen la acera o recojan la basura, o para denunciar a un vecino que hace ruido o que expende drogas. O una amiga ha perdido a su único hijo: debo escribirle una carta de condolencias; es una querida amiga, estamos sufriendo sinceramente por su dolor y queremos que ella entienda que nuestra solidaridad es sentida y franca. En estos últimos casos no hay angustia frente a la página en blanco. Si mucho hay esfuerzo por traducir al lenguaje unos pensamientos específicos que ya están listos en nuestra cabeza. El trabajo consiste en encontrar las palabras precisas y en combinarlas de una manera adecuada que consiga transmitirle al otro, un lector concreto, lo que está en nuestra mente: ser claro al explicar lo complejo del número Pi; convencer al funcionario de que actúe de determinada manera, hacerle saber a la amiga lo que realmente sentimos y, de ser posible, generarle algún consuelo con las palabras. Si el municipio resuelve cortar el árbol, o no cortarlo, según nuestros deseos, sabemos que nuestra escritura ha sido exitosa, que hemos cumplido o hemos fracasado.
Pero otras veces nos sentamos a escribir sin saber qué historia vamos a contar. Hay una cosa abstracta con una cierta forma que se llama cuento o novela o poema, y a esa cosa abstracta aspiramos: aspiramos a que las palabras se conviertan en un cuento o en una novela o en una poesía. En este caso es como quien empieza a comer sin apetito (más aún: ¡sin comida!), y por el mismo arrastre del pensamiento, por el solo acto de masticar aire o de escribir sin ganas, se va entusiasmando y sigue y sigue hasta sentirse lleno. Si tiene suerte, a alguna parte llega. “Yo no busco, encuentro”, decía Picasso. Se traza una línea sobre el lienzo o sobre el papel y esa línea me lleva a otra que empieza a adquirir forma de algo. De repente vemos que vamos hacia un caballo, y el caballo se va formando no porque tuviéramos el plan de dibujar un caballo, sino porque las primeras líneas casuales me llevaron al caballo. Una cosa es el pintor que se planta frene a un paisaje y lo pinta, y otra el pintor que en un taller se para frente a un lienzo sin saber lo que hará y simplemente unta el pincel con el color de un óleo y lo apoya sobre la tela. Hay que escribir una primera letra, A, B o C, o una primera frase. Así se puede empezar escribir cualquier cosa, y quizá lo mejor sea comenzar del modo más convencional.
Uno de mis más amados héroes literarios es un perro. No es un perro andaluz ni catalán, sino gringo. Se llama Snoopy y es el perro de Charlie Brown, el de las tiras cómicas de Peanuts, que en Colombia eran conocidas como los cómics de Carlitos. No voy a hacer ahora, al estilo de Umberto Eco, una fenomenología semiótico retórica de las estrategias narratológicas de Snoopy. Me voy a limitar a uno de los hallazgos más graciosos y duraderos de Charles M. Schulz, su creador. El 12 de julio de 1965 Snoopy se sentó ante su máquina de escribir mecánica puesta encima del techo de su perrera de tablas, y empezó a escribir la novela extraordinaria que lo volvería famoso hasta el final de la Historia:
It was a dark and stormy night.
Era una noche oscura y tempestuosa.
Según parece, esta es una frase tomada de una no muy buena y sí muy florida novela victoriana escrita por el barón Edward Lytton, en 1830. Este origen no importa mucho. Lo importante es que “Era una noche oscura y tempestuosa” ha pasado a ser, para muchos, el emblema perfecto de la dificultad de escribir y, más aún, del bloqueo de un escritor. Snoopy quiere escribir “The Great American Novel”, la Gran Novela Americana. Incluso hace un intento, la manda a una editorial, y un redactor le contesta entusiasmado haciéndole el siguiente elogio: “Your novel has a very exciting beginning”. Su novela tiene un comienzo apasionante.
El caso es que una y otra vez, a lo largo de los años, Snoopy se sienta en el techo de su perrera y empieza de nuevo la Gran Novela que escribirá algún día: “Era una noche oscura y tempestuosa”. A veces improvisa variaciones: “Era una hermosa mañana de primavera”, “Era un perrito oscuro y tempestuoso”, “Era un joven oscuro y tempestuoso”, “Era una tarde oscura y tempestuosa”, “Era un tempestuoso y oscuro mediodía”… A continuación arranca el papel de la máquina de escribir, lo arruga y aprieta con los dedos, y lo tira hacia atrás, al suelo, donde hay ya una constelación de papeles descartados. Como usted, como yo, como cualquier novelista, Snoopy no sabe bien cómo empezar, y la mayor parte de lo que escribe va a dar a la basura.
Todo novelista, todo poeta, es consciente de la importancia que tiene en un libro la primera frase, el primer verso. Incluso Dios sabe muy bien que uno no puede empezar un libro sagrado con cualquier versículo: En el principio era el Verbo. Y compitiendo con Dios todos los escritores nos esmeramos en producir, quisiéramos inventar, un principio memorable y prodigioso: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Cuando me paro a contemplar mi estado. En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Call me Ishmael. Los matrimonios felices se parecen todos; los infelices lo son cada uno a su manera. Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Por mucho tiempo he estado acostándome temprano. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla. Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. ¿En qué momento se jodió el Perú? No he querido saber, pero he sabido…
Todos estos son principios justamente célebres de poemas, de novelas, de Evangelios. Pero si uno no es Dios, ni Kafka, ni Tolstoi, hay que empezar de alguna manera. Así sea diciendo: Era una noche oscura y tempestuosa. O bien, fingiéndonos más originales: “Era una límpida y hermosa mañana de primavera.” Y seguir, con el impulso: Los pájaros cantaban en los árboles. De repente se oyó el graznido inusual de un ave desconocida; un graznido que jamás se había oído por allí. Snoopy se sobresaltó, quitó la vista del libro que estaba leyendo y buscó con los ojos el origen de aquel graznido espantoso. Entonces lo vio, parado en la rama más alta del palo de mango. Era un ….” Y según lo que sea, según lo que Snoopy se imagine o decida que esa cosa parada en el árbol sea, la historia se formará de una o de otra manera, tomará un rumbo realista o fantástico, mágico o habitual: si era un ángel, o un caballo, o una lora, o una mujer desnuda, o un ave Fénix, o un platillo volador, o un aparato con un sonido grabado, la historia tomará uno u otro rumbo diferente.
A muchos escritores les gusta escribir así, sin una meta trazada de antemano, sin un plan. Otros, en cambio, por algún motivo de talante o carácter, prefieren una escritura más parecida a la escritura con un fin determinado: saben exactamente desde el principio qué es lo que quieren contar, casi como el traductor, que sabe de antemano qué va a traducir, y cuántas páginas durará su travesía. Primero han elaborado un plan, un plano en su cabeza, una historia completa: irán delineando unos personajes y una trama, antes siquiera de poner una sola palabra en el papel; sabrán lo que sucede al final y lo que en cada capítulo va a acontecer. Saben la edad de los personajes, su estado civil, sus enfermedades, su posición social, sus ingresos mensuales, el nombre de sus hijos, el tamaño de su casa, el barrio en el que vive, su religión, todo. Cuando todo se sabe de antemano, escribir una novela se parece al oficio de traducirla: el traductor traduce de un papel ya escrito, el escritor traduce de un mapa mental completo y, como el traductor, va escogiendo las palabras. Casi como escribir una carta de negocios, o un alegato jurídico, solo que en una prosa más literaria.
La escritura argumentativa (las columnas de opinión para la prensa, de las que muchos vivimos) es también de este tipo: hay una tesis política, hay un hecho, y tenemos una opinión determinada, unos argumentos, queremos sentar una posición. Se trata de hallar ejemplos, silogismos, entimemas, y demostrar nuestro punto de vista.
La palabra poética, en cambio, se parece más a la escritura del otro tipo, a la escritura sin un claro propósito. Yo me la represento siempre como si el poeta fuera un aparato altamente sensible, como un radar que buscara captar señales de vida de otra galaxia, o mejor, de un modo más realista, como un sismógrafo. El poeta está quieto, en silencio, o caminando, o en medio de una gran algarabía, pero siempre con el sensor encendido. De repente algo empieza a vibrar en el sismógrafo: estoy en Antioquia pero percibo un gran terremoto en la China; es una vibración levísima, imperceptible para cualquier ser humano, menos para mí, que trazo en el papel unas líneas inhabituales que dicen: “terremoto en la provincia de Sichuan”. El poeta percibe en el fondo de su mente las vibraciones más tenues de la realidad humana y así como el sismógrafo traza en el papel unas líneas significativas, así el poeta traduce a las palabras su oscura, lejana, leve percepción. El poeta mira, siente, percibe y escribe: pueden ser unos versos muy sencillos, como estos de Robert Frost:
Some say the world will end in fire,
Some say in ice.
From what I’ve tasted of desire
I hold with those who favor fire.
But if I had to perish twice,
I think I know enough of hate
To say that for destruction ice
Is also great
And would suffice.
O estos otros de Santa Teresa:
Mira que el amor es fuerte,
Vida, no me seas molesta,
Mira que sólo te resta,
Para ganarte, perderte;
Venga ya la dulce muerte,
Venga el morir muy ligero,
Que muero porque no muero.
¿De dónde pueden haber salido esas palabras? Espontáneas no son: hay que tener lecturas y algún conocimiento de métrica, de ritmo y de prosodia: pero eso es simplemente acomodar las señales del sismógrafo a una especie de alfabeto que se llama lenguaje poético: el alfabeto poético está hecho de ritmos, de sonidos, de repeticiones. Como el músico oye un tema musical antes de oírlo, así el poeta percibe un tema poético antes de traducirlo a las palabras. Un tema que está hecho de ideas y sonidos.
Cuando uno se plantea la escritura, incluso la escritura en prosa, de este modo más poético, a la manera del sismógrafo que espera registrar algo que no se sabe, pero que en algún momento se percibirá en alguna parte del mundo, la vida puede ser muy angustiosa. Por eso, cuando envié mi propuesta de esta charla, la planteé de la siguiente forma: “escribir angustia tanto que todo puede terminar muy mal, en un hotel de mala muerte en Turín o en cualquier otro sitio. Como al escribir nos enfrentamos con lo más hondo, con lo más sucio y lo más limpio del yo, puede decirse que el de escribir es un oficio tan peligroso como el de un desarmador de bombas.” Voy a tratar de explicar por qué el oficio de escribir es peligroso.
Según se dice, con más razón que sorna, que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No sé si hay estadísticas, pero tengo la impresión de que los escritores se suicidan más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente, desde la antigüedad hasta hoy, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Séneca, José Asunción Silva, Mariano José de Larra, Virginia Woolf, Salgari, Trakl, Leopoldo Lugones, Mishima, Alejandra Pizarnik, Hemingway, Sylvia Plath, María Mercedes Carranza, Sándor Márai… Ustedes seguramente conocerán el nombre de algún poeta o novelista neerlandés que yo no he leído, estoy seguro de que existe. Yo les doy el de un antioqueño: Camilo A. Echeverri. Hace un par de años, la gran promesa de la narrativa estadounidense, David Foster Wallace, fue hallado ahorcado en el garaje de su casa: un novelista de 48 años, muy sensible y muy inteligente, que ya en otras ocasiones había pedido que lo protegieran de su propia pulsión de quitarse la vida.
Primo Levi le dedica el sexto capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry, ese escritor austríaco que se puso un nombre afrancesado, pues por odio a Alemania odiaba también el sonido de su nombre alemán (Hans Mayer, y Améry es el anagrama de Mayer). Dice Levi que “su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones”. Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- más para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz. Ocurrió en 1987, aunque con la ambigüedad que muchos suicidas prefieren, de modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipitó por el hueco de las escaleras del edificio donde vivía, en el barrio de la Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida ni dar antes noticia de sus intenciones.
No hace mucho se celebró el centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de sí mismo, en la misma ciudad del norte de Italia. Esto me llevó a releer páginas de su diario. Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: “Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo.” Maupassant (que se murió de enfermo un año después de intentar suicidarse) lo definió de un modo casi inverso: “El suicidio es el sublime valor de los vencidos.” La última entrada del diario de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofrío: “Sin palabras. Un gesto. No volveré a escribir.” Y diez días después, el 27 de agosto, se encerró en un cuartico de hotel de mala muerte, el Hotel Roma de Turín, donde se tomó un frasco de barbitúricos y dejó escritas todavía un par de frases más: «Perdono tutti e a tutti chiedo perdono. Va bene? Non fate troppi pettegolezzi.» “A todos les perdono y a todos pido perdón. ¿Está bien? No hagan muchos chismes”. Y por supuesto el chismoseo empezó de inmediato: la causa de su suicidio, dijeron los más, era la impotencia. A los impotentes literarios les encanta la impotencia sexual de los escritores. Cuando no explican por ella el suicidio, por ella explican la dedicación a las letras. Por la impotencia han querido explicar la grandeza literaria de Borges, como una compensación freudiana, pues a un argentino, necesariamente, hay que darle una explicación freudiana.
Pavese murió en la soledad de un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse solos. Heinrich von Kleist cambió varias veces de novia hasta que al fin una, Henrriette Vogel, aceptó quitarse la vida con él, a orillas del lago Wannsee, cerca de Berlín. El lugar del suicidio de esta pareja es hoy un sitio de peregrinación. Se trata de un ricón apacible, bucólico, como si los románticos escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compañía fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se quitó la vida en un pacto suicida con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. También Zweig lo hizo con su esposa, Lotte Altmann, en Persépolis, Brasil, donde se había refugiado a raíz de las persecuciones a los judíos durante la segunda guerra mundial. El suicidio de Koestler, otro judío perseguido por los nazis, obedeció más a sus convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de Parkinson y leucemia. Lo raro es que su esposa estaba sana como una manzana.
Albert Camus, que murió en un accidente sin visos de suicidio (aunque hay quien diga que fue un asesinato de los servicios secretos soviéticos), dejó escrito lo siguiente al principio de El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.”
Algunos escritores, más que cartas, dejan libros completos sobre su ánimo suicida. Henri Roorda van Eysinga, un escritor suizo no muy leído hoy en día, y es una lástima, terminó su último ensayo Mi suicidio, poco antes de pegarse un tiro en el corazón, a los 55 años, en 1925, y después de una vida dedicada al humor y a la defensa de la educación libertaria. Allí, en Mi suicidio dejó escrito: “Amo enormemente la vida. Pero para gozar el espectáculo hay que ocupar una buena butaca, y en la tierra la mayoría de las butacas son malas.” Antes de quitarse la vida, Jean Améry escribió también un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el suicida es la del axioma que está a la base del comportamiento vitalista de casi todos los entusiastas: “la vida es el bien supremo”. Si esto se niega, “la vida no es el bien supremo”, o si no siempre lo es, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo. Así lo dijo Wittgenstein (un suicida de los que no se matan, también hay muchos de estos) en uno de sus aforismos: “El mundo de quien es feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz.” El suicida, al darse una muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para él infeliz.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena) los estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llegaba al absurdo de castigar el suicidio con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan. De alguna manera la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran “enterrados en sagrado”, castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como “discípulos de Judas”. En Colombia, algunas mentes abiertas, hace ya más de un siglo, fundaron un cementerio para ateos, masones y suicidas, El Cementerio Libre de Circasia. Por valientes como ellos, y para no perder clientes en sus ceremonias de entierro (los ritos de paso son una de sus mayores fuentes de ingreso), la posición de la Iglesia Católica se ha vuelto más compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, planeándolo muy bien; otros, en un arranque repentino de autodestrucción. Unos sobrios, otros drogados. El poeta colombiano Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: “Es el problema del alcohol -dice-; alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada.” Es un chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios, A. Alvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad, después de una terrible disputa con su mujer. Se despertó tres días después sin acordarse de nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado. A veces el intento serio de suicidarse una vez, quita para siempre las ganas de suicidarse, no sé por qué. También él escribió un estudio estupendo sobre el suicidio: El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se han inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta, Goethe con el joven Werther, Tolstói con Anna, Flaubert con Madame Bovary y Schnitzler con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia propia. En su teoría de los ex – futuros Unamuno habla de esto. Werther, dijo Unamuno, es el ex futuro suicida de Goethe.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: “Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño.” Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber ineludible de matarse.
Mientras llega ese último instante de lucidez en las tinieblas, habrá que seguir viviendo. Sí, viviendo, aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribió una vez Thomas Bernhard en sus memorias: “Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo, yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo.”
¿Por qué es tan peligroso el oficio de escribir? El bloqueo, la sordera sideral, es una de las explicaciones. Juan Rulfo nunca se suicidó, pero sí se alcoholizó. Durante años estuvo diciendo que estaba a punto de terminar su segunda novela, La Cordillera. ¿Por qué todo el mundo tenía que exigirle que escribiera otra novela? ¿No era suficiente con Pedro Páramo? ¿Por qué tiene que sonarle a uno la flauta más de una vez en la vida? ¿Para vivir, para ganar dinero, para que las editoriales ganen dinero? Hugo von Hoffmannsthal, en su famosa Carta de lord Chandos, explica por qué renuncia a escribir. La realidad es inefable, dice, y se va a dedicar a contemplarla en silencio. Si a los escritores, después de haber escrito algo, nos dejaran en paz, podríamos dedicarnos a contemplar en silencio la realidad, que es muda, o que ya no nos habla a nosotros. Y aunque ya no nos hable, podríamos seguir viviendo hasta morirnos, sin tener que matarnos antes de tiempo o sin decir la mentira de que estamos a punto de terminar una interesante novela que se llamará La Oculta.
La presión es mucha; la ajena, pero sobre todo la propia, esa lápida que nos ponemos sobre la nuca al escoger este oficio. Hay que seguir escribiendo. O no escribir, y matarnos. O no matarnos, ni escribir, sino irnos a vivir a una cabaña en las montañas o en un pueblo junto al mar. O fingir que escribimos. Tal vez esta sea la mejor solución. O escribir, aunque sea mal; lo que uno simplemente debe hacer es coger una página en blanco, apoyar encima el bolígrafo, y empezar: Era una noche oscura y tempestuosa.
Conferencia en el Instituto Cervantes de Utrecht, Holanda. Enero de 2011.