La piscina de todos los veranos ha cerrado hoy la temporada.
Que yo recuerde ningún año estuve en tan señalado día, siempre coincidió con uno de esos largos viajes "al extranjero", que dirían mis abuelos que me encanta hacer en septiembre.
Sin embargo en este año raro todo es posible, hasta cerrar la temporada piscinera.
La piscina de todos mis veranos huele a arizónicas y bronceador. Y suena a "Marco-Polo" en las horas ruidosas y al murmullo del agua en las tranquilas. Es "hermosa" como dirían en el pueblo, y está rodeada de un cesped verde mullido donde apenas yo me tumbo, pero que me gusta pisar con los pies descalzos. Es agradable sentir como el acolchado cesped amortigua mis pisadas.
La piscina de todos mis veranos tiene moscas tan pesadas como las de Machado y chicharras que en los días de más calor te acompañan en las horas de siesta, mis preferidas para frecuentarla.
Es mi biblioteca de estío, mi otro lugar elegido para leer en silencio, es la calma, el asueto.
Aunque en este año raro también era diferente. Cuadricularon la hierba con el cortacesped para que no nos moviéramos de nuestro cuadrado, guardando la obligada distancia. No nos han dejado sentarnos en el borde de la piscina, con las piernas dentro del agua, donde acostumbrábamos a juntárnos a charlar. Y cuando abrías el grifo de la ducha, o tocabas las escaleras para subir y bajar, te llevabas también, de regalo, un leve pero persistente olor a lejia con el que las desinfectaban. Pero no importaba nada, tan contentos de que pudiéramos ir.
La piscina de todos mis veranos ha cerrado hoy la temporada. Echaré de menos una de esas sensaciones más placenteras, dejar que mi piel mojada se seque al sol despacito, calentándome de fuera adentro, dorándome sin darme ni cuenta, calentándose hasta mi corazón.
A modo de saludo se repetía hoy la misma frase: "hay que aprovechar, ¡es el último día!". El sol también nos lo decía con su cielo azul y raso, sin una nube en el horizonte. Nos susurraba a su manera que aprovecháramos, que nos llevarámos en la piel, como sibilinos ladrones, los últimos rayos de la temporada.
Pero, entre el olor de las arizónicas y el bronceador, hoy se sentía el de la despedida.
En un momento dado alguien, con cara de circunstancias y atuendo piscinero, se levantó de su toalla o su silla, y empezó a cantar con voz profunda aquello de "Llegaaaado ya el momeeeento de la separacioooón...", entonándolo con piel de gallina, mientras se le escapaban las lágrimas por debajo de las gafas de sol. Al escucharle, todos, uno a uno, como fichas de un dominó "fin de temporada", nos fuimos poniendo de pie, todos a una, en bañador y con idéntica emoción, terminamos a grito pelado junto a él, cudrícula de cesped a cuadrícula, como si fuera codo a codo, cantando la conocida canción. Desde el primer bañista hasta el último, más los dos socorristas, la señora que toma la temperatura del agua y el chico que recoge los carnés. Todos. Cantando. Con tanta intensidad, tanta, que nuestras voces se colaron por todas las ventanas y balcones hasta conseguir que el barrio entero supiera de nuestra pena, ay, nuestra pena piscinera.
Increible. Hubiera sido increible ¿eh? Inolvidable, habría sido, no me digáis que no.
Pero por supuesto no ha pasado.
Una lástima.
No ha pasado, no, y eso que éste, hasta en la piscina, es un año raro.