Llueve, llueve sobre Madrid sin prisa, sin pausa, sin remedio.
Hay tantas cosas que a uno le apetece hacer cuando llueve: mirar por la ventana solo por ver deslizarse el agua, dejarse hipnotizar por las frágiles gotas que se tambalean bajo la barandilla. Leer en zapatillas. Escribir. Tejer. Ordenar papeles. Quedar con algún buen amigo ante un café humeante. Conversar. Arroparse...
Os dejo con uno de mis relatos por si os apetece arroparos con él. Es de lluvia, de cuentos, de un día como hoy. Me lo publicaron en el Diario de León, como finalista de un premio de relatos, en junio de 2008.
Tal vez ya lo haya colgado del blog, pero ni tan siquiera voy a comprobarlo. Qué importa, hoy, 4 de noviembre de 2012, lo he vuelto a releer y quería compartirlo con vosotros...
“Sé que me quieren
porque me cuentan cuentos”
Mi Sole y yo hoy nos hemos sentado a inventar un cuento.
Estábamos las dos solas en casa. Silenciosas, aburridas, las dos mirando
por la ventana. Llovía, llovía como si todas las nubes del mundo se hubieran
puesto de acuerdo para deshacerse a la vez en una lluvia tormentosa y enfadada
que se desplomaba en chaparrón sobre nuestro ánimo, empapuchándole como a papel
mojado. Por eso le sugerí a mi Sole lo del cuento. Ella, al escucharme, me miró
con los ojos brillantes pero enseguida ofreció una excusa para ni intentarlo:
“Pero si yo no sé inventar cuentos...” dijo acabando fulminantemente con mi sugerencia.
Pero yo conozco a mi Sole, y sé que no es fácil sorprenderla, ni
entretenerla, ni convencerla para que abandone su actitud taciturna y su
talante solitario. Por eso necesito disfrazarme con un entusiasmo que yo misma
siento muy lejano, pero que sé que para sobrevivir a aquella tarde las dos necesitábamos
como al agua que no dejaba de caer y caer y caer...
“Venga, le dije, algo se nos ocurrirá...” “No, mejor nos quedamos aquí
viendo llover...” A mi Sole no le gusta esforzarse, ni colaborar, ni implicarse
en nada que no sea la mera contemplación y sus perifrásticas circunstancias. “Yo
no sé inventar cuentos...” decía una y otra vez excusándose sin dejar de mirar
la lluvia. Así que tuve que tirar de ella para separarla de la ventana, tuve
que arrastrarla hasta la salita y desplegar ante ella tantas alternativas como una
cola de pavo real.
“Ya, ya lo sé..., dije con paciencia mientras la empujaba a sentarse a mi
lado, por eso... Podríamos hacer una guija e invitar a los hermanos Grinn...
¿Qué te parece?” “No, no -dijo mi Sole- que sus personajes eran malos, muy
malos ¿O no te acuerdas de Barba azul o la madre de Blancanieves...?” “Bueno
–contesté armándome de paciencia- pues hacemos una guija e invitamos a
Andersen... En sus cuentos había buenos y menos buenos, nunca malos...” “No, no
-dijo entonces mi Sole- Andersen era poco original, solo se inspiraba en
relatos populares...” “Bueno -contraataqué yo- pues entonces invitaremos a
Perrault...” “No, no -dijo también mi Sole- Perrault era demasiado moralin,
como los Grinn...” y sin esperar respuesta se levantó y otra vez se fue a mirar
como llovía. Porque seguía lloviendo, lloviendo con una lluvia cabezona,
indiferente a mis esfuerzos, una lluvia ingrata que casi parecía reírse de mis frustrados
intentos por arrastrar a mi Sole lejos de ella...
“Vale... –me rendí yo- nada de guijas. Pero entonces nosotras mismas
nos inventaremos a nuestros personajes...” “Que cosas tienes... ¿Pero es que no
ves que ya están todos inventados?” Me contestó ella sin mirarme justo antes de
que sonara un trueno que puso el mejor punto final a su interrogación retórica
y amenazó con aplastar por completo mi fingido entusiasmo. ¿Ya están todos
inventados? Y sin hablar me acerqué otra vez a su lado y muy cerquita de ella
yo también me quedé contemplando la lluvia... ¿Todos inventados? Parecía que la
tormenta se iba alejando, aún sonaban truenos, aún algún que otro rayo parecía
iluminar el cielo gris, pero lo hacían cada vez de forma más tenue, cada vez
los truenos parecían escucharse más en la lejanía... Pero la lluvia, como si
quisiera demostrar que estaba allí, no dejaba de caer, constante, copiosa,
infatigable, aplastante, odiosa.
“Pues... si ya están todos inventados, inventaremos otros... o mejor los
reinventaremos...” dije yo con terquedad ante esa lluvia odiosa, fingiendo renovados
ánimos, plantándole cara a esa enemiga húmeda que se estaba llevando a mi Sole
a su terreno pantanoso y melancólico. “Pero ¿Qué dices?...” contestó ella. “Lo
que oyes -atajé yo-”. Y tirando de
nuevo de ella me la volví a llevar conmigo hasta la salita, la volví a
obligarse a que se sentara a mi lado y obligué a su atención a que se
solidarizara con mi disfrazado buen humor.
Y decidí seguir marcándome faroles, al fin y al cabo, me dije, eso es
inventar cuentos. Y aprovechándome de que mi Sole estaba desprevenida empecé a
atacar: “Que te parecería..: ¿Un hada madrina sacándose un sobresueldo como majorette?
¿Una bella durmiente con insomnio...?¿Una maquina de la verdad llamada Pinocho?
¿Una princesa embarazada...? Mi Sole, no sé si apabullada o sorprendida por el
bombardeo, apenas tenía tiempo de protestar... ¿Una blancanieves angoleña? ¿Una
sirenita reivindicando un plus por humedad? ¿Un príncipe rosa...?...
De vez en cuando mi Sole amenazaba con levantarse para ir a mirar otra
vez la lluvia que se empeña en seguir cayendo, insistente, pertinaz,
incansable, tranquila y constante. Pero desde mi sillón yo seguía diciéndole:
“Un soldado de plomo haciendo la prestación social, un patito feo con gripe
aviar, el lobo de los cerditos aquejado de poca capacidad pulmonar, una
cenicienta con el síndrome de Diógenes...
Y al final, hasta parecía que mi Sole me prestaba atención, parecía que
por momentos olvidaba la lluvia. Jugamos al escondite con los personajes de
siempre, al rescate con los que nos inventamos, al balón prisionero con los
argumentos... Hasta que perdí de vista a mi Sole. “¿Sole? Sole que al escondite
ya hemos jugado...”
Al principio me inquieté, pensé que de nuevo estaría mirando a esa lluvia
ladina y sigilosa que espiaba nuestros cuentos. Pero cuando llegué a la
ventana, allí no estaba. No estaban ni mi soledad ni la lluvia. Había dejado de
llover y no me había dado ni cuenta. Solo quedaban titiritando algunas gotas
colgando de las barandillas, balanceándose temblonas, a punto de caer,
derrotadas ante un sol que comenzaba a reflejarse, a sacar brillos, a hacer
muecas a un pavimento empapado.
Mi Sole, mi soledad se había ido... Y yo, quizás, y a pesar de ella y de
la lluvia, hasta fui capaz de inventar un cuento, uno que no empezó nunca pero que
puse a tender en estos folios.
©Rocío Díaz Gómez