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domingo, 29 de noviembre de 2020

"La herencia de una pasión" Relato de Rocío Díaz

 


Se nos va noviembre, así de callando, casi sin darnos cuenta. 

Y antes de que se vaya, he pensado dejaros con uno de mis relatos. Le dieron un segundo premio en el XXII Premio de Narrativa "Montserrat Roig". 

No pude ir a recogerlo con esta pandemia que nos tiene a todos tan limitados, pero siempre es motivo de alegria y nos empuja a seguir peleándonos con las historias y las palabras.

Aquí os lo dejo por si os apetece leerlo.


 

LA HERENCIA DE UNA PASIÓN

El Eusebio no me entiende. Por eso tampoco entendería que yo le diera unas perras cada día al pequeño de la maestra por venir hasta aquí arriba y echarme una mano con lo de la escritura. Por eso no se lo he dicho. Mejor así.
El primer día que llegó el Eusebio de faenar y le encontró aquí, en la cocina, sentado a mi lado y yo escribiendo, me miró con ojos de pez frito y no dijo ni media. Entonces le dije al muchacho que ya iba siendo hora de cenar y el chaval, que avispado es un rato, también sin decir ni pío, recogió en un santiamén y salió corriendo. Al poco entraron los hijos, y las muchachas se liaron a poner la mesa y con el cacharreo y el guirigay de las cenas parece que se le fue de la cabeza. Pero ya sabía yo que al Eusebio no se le iba a olvidar así como así. Por eso al día siguiente ahí me tienes, con un ojo en la escritura y otro pegadito al reloj, para que antes de que llegara el Eusebio, el pequeño de la maestra ya se hubiera ido. ¡Pero me cachis que me descuidé! Estuve un día y dos y tres pendiente de la hora, que no se me escapaba ni un minuto, a punto de quedarme con un ojo mirando para cada lado de por vida, de tanto atender aquí y allá, allá y aquí, pero al cuarto día estaba tan enfrascada en lo que quería escribir que ¡ahí iba a estar yo a vueltas con el dichoso reloj! Y claro llegó el Eusebio y ahí andábamos los dos, con el trajín de las palabras... Y por muy pronto que quise yo espabilar al muchacho, ya sabía yo que el Eusebio algo me iba a decir en cuántito nos quedáramos solos.
- ¿Y ese...?
- ¿Quién? -Pregunté yo haciéndome de nuevas.
- Quién va a ser, el de la maestra. ¿Qué pintaba aquí? Porque ya no es el primer día que llego y me lo encuentro.
- Pues que va a ser... Que su madre lo manda con el recado de preguntar cómo sigo. Acuérdate de que me caí...
- ¿No me iba a acordar? Que cosas tienes... ¿Pero para preguntarte cómo sigues se tiene que andar sentando ahí contigo a escribir no se qué cuentos...?
- Hombre Eusebio, que de bien nacíos es ser agradecío, y si la mujer me manda al muchacho le tendré que sacar algo, que viene con la lengua afuera y está en edad de crecer. Que para eso somos vecinos...
- No sabía yo que para masticar se necesite escribir. ¿A que venían tantas palabras...?
- ¿A santo de qué van a venir? Pues que le he dicho que me escribiera cuatro letras bien puestas para dar las gracias a su madre, que es la mar de atenta conmigo, la verdad, tú lo sabes.
- Lo que sé es que desde que esa mujer llegó, te llenó la cabeza de pájaros. Esto es lo que sé. Y los pájaros los cazo yo con la escopeta de perdigones y me los como.
- Anda, anda, anda... si luego eres un bendito. Hablando de pájaros ¿Quieres los huevos en tortilla o fritos?
- ¡Que pregunta...! Fritos, como Dios manda... ¿De cuando acá ando yo con las mariconeces esas de las tortillas...?
- Cómo decías que te dolía una muela y no sabes comerte el huevo frito sin andar mojando y mojando pan. Porque no te hicieras daño con el churrusco tan duro, al masticar...
Al Eusebio se le va la fuerza por la boca, que no es mal hombre, pero bruto, lo que se dice bruto, lo es y mucho. Que si alguien le escuchara a veces cuando habla se creería que anda siempre con la escopeta de perdigones al hombro apuntando a lo que se mueve y a lo que no... ¡Ay que hombre! Pero yo ya aprendí hace mucho tiempo a cogerle el aire y sé cómo llevarle hasta mi terreno.


Iván no me entiende. No entendía por qué quería dejar las clases que daba por Internet, decía que eso lo único que iba a reportarme, es falta de tiempo. Por eso lo del árbol genealógico ni tan siquiera se lo comenté. Era mejor así.
La mente práctica y cuadriculada de Iván no entendería que necesito saber más de mis antepasados. Necesito llenar unos huecos que no conozco, profundizar en mis raíces, reconocerme como parte de un pasado al que pertenezco y está tan desértico en contenidos que no siento como propio. Pero confeccionar el árbol genealógico supone tiempo y dinero. Justamente las dos cosas por las que Iván siempre estaría en desacuerdo conmigo.
Con la cuestión del tiempo ya tuvimos varias discusiones cuando decidí dejar de dar clases por Internet. No entendía que yo necesitaba conocer a mis alumnos, relacionarme con ellos, saber de sus gestos y su sentido del humor.
- ¿Pero para enseñarles a escribir les tienes que conocer?
- A escribir no se enseña…
- Bueno ¡pues a eso que hagas con ellos!
- Compréndelo... ¿Cómo te diría yo? Es más frío hacerlo por correo electrónico. Es mucho más enriquecedor tanto para ellos como para mí que sea en forma presencial. Me gustan las tormentas de ideas y las asociaciones de palabras, la improvisación y su opinión, el posible debate, la tertulia…
- O sea que apenas tenemos tiempo para estar juntos y tú ¿prefieres irte de charla con los alumnos?
- No es eso… -suspiraba yo derrotada- No se trata de preferir nada. ¡Anda! Déjalo, ya lo hablaremos, ahora estamos cansados. ¡Va venga! Date prisa que he reservado para cenar en el sitio aquel al que querías ir…
Iván nunca entendería que escribir y llevar un taller de escritura es un raro placer que uno no siente con otra cosa. Y no solo se trata de escribir, yo necesitaba regalar una voz a lo que está escrito. Escucharlo de quién nació, corregirlo en voz alta, buscarle su sentido junto al autor... Compartirlo. Quería compartirlo con ellos, a quiénes les importaba tanto como a mí. ¡Pero cualquiera dice eso! Iván no lo puede entender, pero yo ya he aprendido a distraer su atención de aquello que nos separa, ofreciendo, poniendo a sus pies algo que le guste mucho. Y eso no me suele fallar...
La verdad es que estamos pasando una época complicada. La hipoteca de nuestra casa no deja de subir y subir, así que trabajamos sin parar para poder ganar algo más de dinero. Unos extras que nos permitan afrontar los pagos y que aún nos dejen en una posición desahogada. Pero inevitablemente trabajar más, significa también vernos menos. Es un círculo vicioso.
Y luego está el tema de los niños. Iván quiere que tengamos algunos para ya. Pero yo voy retardando la cuestión, dándole largas, y en ésta demora llevamos ya cuatro años. Él no me dice nada, pero yo sé que le preocupa que yo ande rondando ya una edad peligrosa... Pero no seré ni la primera ni la última que tenga su primer hijo a los cuarenta... Hay tiempo para todo.


El Eusebio anda con la mosca detrás de la oreja, así que he tenido que mandar recado al pequeño de la maestra para que llegue más tarde y se vaya antes. Noto al chaval revenido con el cambio, porque quieras o no son menos perras... Lo comprendo, ¿no lo voy a comprender? y a mí bien que me pesa, él se ganaba unos dinerillos que yo le pagaba bien a gusto y andábamos los dos la mar de contentos en el trato. Pero el diablo no deja de enredar está visto y más que visto... ¡Ay si el Eusebio lo supiera! Se le llenaría la boca de voces, diciendo que el muchacho es un sacacuartos y yo más corta que las mangas de un chaleco. Échale el espabilado… “Tirar el dinero así, con el sacacuartos esmirriado ese. ¿Dónde anda la escopeta de perdigones?” Preguntaría a voces para que le oyeran bien desde el pueblo. Angelito, si lo hace más que nada por hacerme un favor, que no será por lo que el pobre se saca. Y para lo poco que es, encima tengo a media familia en danza.
Gracias a mis pequeñas que aún no tienen años para mandarlas a la escuela pero me han salido más listas que el hambre, sin que se entere el Eusebio hemos multiplicado los quesos. Las dos más crías se encargan de hacerlos conmigo. Qué buen remango se dan ya con ellos. Y las tres mayores los llevan a vender por los mercadillos. Así me quedo con las perras que sacamos por ellos a escondidas de los hermanos y el padre.
En esta casa hay tantas bocas que alimentar y por cuerpos por vestir… Pero ya nos encargamos nosotras de que alcance para lo más necesario y además nos sobre para intentar que llegue para las pequeñas cosas que nos hacen más felices. Todas a una para que a las mayores les alcance para ir haciéndose el ajuar a su gusto. La mediana quiere un pellizco, que va ahorrando, para ir a aprender a coser como Dios manda, que es lo que ella quiere hacer algún día. Y yo lo que quiero, es que a las pequeñas no les falten unos buenos zapatos para cuando empiecen a bajar a la escuela, que tienen una buena caminata; unos que les abriguen los pies, que luego se les quedan helados por mucho ladrillo caliente en el que los apoyen, a ver si por aprender las cuatro reglas se me van a poner malas las pobrecitas. Y si sobra, que ya me encargo yo de las reparticiones para que sobre, con eso, es con lo que yo tengo que pagar al muchacho, que algún día será maestro como su madre, porque lo lleva en la sangre y ¡anda que no se le nota! Y yo le pago unas perrillas bien a gusto para que también vaya ahorrando, mientras viene a enseñarme a escribir mejor. Enseñarme más palabras, enseñarme más verbos y a hacer las frases tan largas como hablan ellos, que dicen las cosas de esa forma tan enrevesada y bonita...
Dice el muchacho que escribiendo me parezco a los terneros recién paridos que se enganchan a chupar de la madre, ansiosos, desesperados por sacar más, que todo es poco para ellos... Eso me dice el muchacho de cómo escribo yo. Y a mí me gusta.


Iván anda enfadado porque cuatro tardes a la semana me ausento de casa unas horas para ir a dar clase a un centro cultural que me ha contratado. Ya dijo tantas cosas al respecto antes de decidirme, que ya no me ha vuelto a decir más, simplemente ha transformado el discurso en una actitud distante salpicada de largos silencios. Odio verle así, en el fondo prefiero los reproches, porque ellos me dan la medida exacta de su ofuscación. Pero cuando se vuelve así, para adentro, huraño, frío, me gusta menos y lo sabe. Quiero creer que se le pasará, seguro que sí, pero por ahora tengo que aguantar estoicamente esa fingida indiferencia con la que me trata. Pero porque le quiero, y no me gusta que estemos así, a cambio le he dicho que me pensaré lo del niño para primavera...
Aunque la verdad es que ya lo tenía decidido, no me lo voy a pensar más. Y la verdad también, es que de esas cuatro tardes que me ausento para ir a dar clases, solo dos lo hago, las otras dos las dedico a lo del árbol genealógico. Pero él, eso aún lo entendería menos, y la pérdida de tiempo, entre comillas, con la que lo bautizaría “mi capricho” cómo diría también, le haría enfadarse aún mucho más. Por eso he omitido convenientemente esta parte de la sinceridad mutua. Es mejor así.
Es muy laborioso lo del árbol genealógico y necesito ese tiempo. Un tiempo para multiplicar mis visitas a los parientes más longevos. Y me alegro de haberlo hecho. En esta vida andamos siempre tan ocupados y con tantas prisas que olvidamos el placer de escuchar. Y estos viejos parientes siempre tienen tanto que contar... Empezar a escucharles es como abrir la caja de Pandora. Les hago una visita, les hago compañía por un rato, y ellos me obsequian con el maravilloso regalo de sus historias. Son un verdadero tesoro que voy reuniendo y anotando. Mientras con las fechas que logro apuntar entre unos y otros, he consultado ya varias parroquias y juzgados, anotando y anotando datos, rellenando huecos, dando un nombre y apellidos a los parientes que ya no están.
Lo mejor de todo es que me ha mandado aviso una tía abuela para que vuelva a visitarla en su residencia. Pobre mujer, dice que ha recordado que en el desván de su casa, aún hay una vieja caja con papeles de su madre... Mi bisabuela. Y yo que creía que estaba medio senil... Pero ella ha pedido a una enfermera de la residencia que me llame y me dé su recado. Y a lo mejor es una tontería, un delirio de grandeza de una memoria que se va marchitando. Quizás... Pero el detalle de pedir que me llamen, de querer dejarlo en mis manos, me ha parecido tan tierno, tan conmovedor, que yo voy a acercarme a por esa caja. Quizás no sea ningún delirio y no me perdonaría el habérmelo perdido. Claro que voy a acercarme. Mañana mismo.


El Eusebio un día llegó torcido de faenar, y como un toro al que le ponen un trapo rojo delante, arremetió contra el pequeño de la maestra que aún estaba por aquí. Ya eran demasiados días los que llegaba y yo me había despistado con la dichosa hora. Demasiados sumaban ya, en los que la cara del muchacho era lo primerito que veía mi Eusebio, y lo de ser agradecío ya no coló. Menudo se puso el Eusebio con el muchacho y menudo se puso éste con el Eusebio. Y no me extraña ni pizca porque mira que se ponen brutos los hombres, da igual los años que les hayan caído encima. ¡Hay que ver! Que parecía que al muchacho no se le movía la ropa pero échale el genio que sacó de algún sitio de su esmirriado cuerpo.
El Eusebio, más bruto que un arado, lo resumió en que “si hay hombre de por medio, por muy verde que esté o parezca, siempre es que mujer quiere”. Y el otro, muy gallito él, fue y le hizo frente. Parece mentira, como críos que llegaron a las manos por una gallina vieja como yo, que no valgo ni para hacer caldo y que lo único que quiere es escribir.
Escribir no más ¿Es eso tan difícil de entender…?
Pues debe ser que sí. Sentí en ese momento, que mi pellizquito de las sisas de los quesos de más, que seguíamos haciendo a escondidas, ya no iba a ir a parar a los ahorros del maestrito. Y ¡vaya sí lo sentí! Que se me pasaban en un suspiro las dos horas que él estaba aquí conmigo enseñándome a dejar en el papel todo aquello que yo necesitaba escribir. ¡Qué lástima!


Iván no sabe de dónde he sacado la caja de los viejos papeles. Imagina que he andado revolviendo entre mis trastos de niña o que los he traído de casa de mi madre. Tampoco le han interesado mucho, les ha echado una mirada fugaz y se ha ido a sentarse en el ordenador. A sus cosas. Pero por una vez en la vida a mí no me ha importado su desinterés para con las mías. Es más, creo que hasta he sentido alivio e incluso alegría. Son míos y solo míos.


El Eusebio me prohibió que el muchacho viniera más. Que simples son los hombres a veces… Porque no hacía falta, antes de que él me lo prohibiera yo ya, en mis adentros, me había despedido de él con todo el dolor de mi corazón. No quiero que los hijos le vean enfadarse, por estas cosas. No me gusta. Y tampoco quiero dar ejemplo a las muchachas de una mujer que se enfrenta a su marido… No… No quiero que aprendan eso. En menos que canta un gallo, porque los años pasan volando, ellas estarán en sus casas, con sus familias, y no quiero haberlas enseñado eso. Las mujeres, siempre se lo digo, podemos conseguir las cosas de otra forma, callandito, callandito, pero nosotras a lo nuestro… Como ha sido siempre y debe de ser. Eso le enseñó mi abuela a mi madre, y después mi madre a mí, y ahora yo debo enseñárselo a ellas. Sin dar tres voces al pregonero de lo que pasa dentro de su casa, ni dentro de una misma.

Iván no me entiende. No entendía por qué quería dejar las clases que daba por Internet, decía que eso lo único que iba a reportarme, es falta de tiempo. Por eso lo del árbol genealógico ni tan siquiera se lo comenté. Era mejor así. Y ahora sé que hice bien.
Tengo un tesoro de palabras. Un montón de listas con la letra que debió tener mi bisabuela donde les contaba a sus hijas, mi abuela y tías abuelas, como se hacía ésta o aquella comida. Tengo los refranes que le gustaba repetir, los consejos que les dejó, tengo, al fin y al cabo, el testamento de su necesidad de escribir.


Mi Eusebio me podrá prohibir que venga hasta aquí el pequeño de la maestra, pero no me va a prohibir que yo escriba… Eso nunca. Por eso desde aquel mal día del rifirafe, aunque no sube el muchacho, yo sigo sentándome mis dos horas cada tarde delante de un papel. En un cuaderno voy dejando mis días, solo por el gusto de verlos escritos en unas líneas, en frases largas llenitas de palabras distintas y muchos verbos que antes no conocía. También voy escribiendo listas y listas de cosas, cómo se hacen las comidas, qué faenas hay que hacer en cada estación y solo en esa, remedios, consejos y santos del día, refranes y pensamientos. Y cuando me canso, aún me dan las ganas para escribir muchos testamentos, muchos, que no habrá perras que dejar a los hijos, pero sí mucho cariño y buenos deseos que deshacer en palabras que una vez escritas el tiempo no podrá borrar.


Iván no sabe que queriendo hacer mi árbol genealógico, no solo he descubierto el nombre de algunos de mis antepasados, sino también el origen de esta pasión mía por la letra escrita.
Iván no me entiende, no entiende, pero como diría mi bisabuela:

 ¿Qué necesidad tengo yo de que lo haga…? 


@Rocío Díaz Gómez



lunes, 29 de junio de 2020

"Tengo que hablarte de las Leyes de Newton" Carta de amor de Rocío Díaz. Días del Orgullo 2020




He pensado que ya que estamos en la semana del "orgullo", os podía dejar con uno de mis "orgullosos" relatos.

Le premiaron en un certamen de cartas de amor de Málaga.

Se titula "Tengo que hablarte de las Leyes de Newton...".




Tengo que hablarte de las Leyes de Newton…

Mi querida Carolina,

Tengo que hablarte de las leyes de la dinámica. Tengo que hablarte de Newton. De por qué giran los planetas alrededor del sol. Tengo que hablarte de los principios matemáticos de la filosofía natural. De ti y de mí. De nuestra historia.

Pero ya ves que no sé ni cómo empezar…

Porque si yo fuera alguno de esos tíos de clse que babean tras tu paso, que tienen el cerebro entre las piernas... ¿Neuronas? ¿Qué es eso? Esos bichos aún no deben estar en su cuerpo... Si yo fuera uno de ellos, los que sí tendría y muy revolucionados serían otros bichitos, muy distintos... Si yo fuera uno de esos tíos, no me andaría con explicaciones, ni te hablaría de Newton, ni de nada parecido, sino que me haría pajas, eso es lo que haría... mientras pienso en ti. Qué fuerte ¿verdad? Y te va a sonar ridículo, o más ridículo "si cabe" como diría la pija de Lengua, pero les pondría hasta tu nombre. Por supuesto, a las pajas. Ya sabes de esa fijación que tengo yo con las palabras. "Carolinas" Suena bien ¿qué no? Sí, sí riéte. Porque seguro que ya estás riéndote. Siempre con esa alegría contagiosa que termina por hacerme reir a mí. Pero es cierto que me haría unas cuántas "Carolinas", cientos miles... qué sé yo, sería incansable. ¿Qué quieres? Puestos a ser uno de ellos, sería tan básica como lo son ellos. No tendría más que imaginarte para, entre las sabanas, comenzar el ritual. Te imaginaría en los vestuarios, después de gimnasia, cuando antes de ducharnos te quitas la cinta que llevas en el pelo, y se desparrama en un segundo tu melena sobre tus hombros... Imaginarte quitándote la camiseta, cuando te quedas en sujetador y tu piel húmeda brilla de sudor y sin querer y sin remedio llega hasta mí a oleadas tu perfume, tu olor. Si fuera uno de esos tíos de clase me bastaría solo eso para empezar a salivar como el perro de Pavlov, el del libro de Filosofía. ¡Déjate de campanitas! Verte dudando, moviéndote, sonriendo, medio desnuda, eso sí que sería un buen reflejo condicionado... El mejor.

Pero yo no soy uno de esos tíos de clase, hartos de hacerse “Carolinas” a tu salud. No hay más que ver cómo te miran, y como se dan codazos cuando pasas corriendo. Para que veas, si son básicos. No soy uno de ellos, ni tampoco quiero hablar de filosofía, ni de Pavlov, ni de reflejos condicionados. No los necesito. Y porque no lo soy, yo de lo que tengo que hablarte es de Newton y sus leyes fundamentales de la dinámica. Esas, que entraron ayer en el examen y que yo, sin haberlas estudiado, he entendido tan bien, gracias a ti.
Déjame anda, déjame que te hable de la primera ley de Newton porque así empezó todo, así comenzó nuestra historia. Un objeto en reposo permanece en reposo y un objeto en movimiento, continuará en movimiento con una velocidad constante (constante en línea recta) a menos que experimente una fuerza externa neta. Esta es la ley de la inercia.
No es tan difícil de entender ¿verdad? Porque si tú no hubieras llegado nueva a nuestro Instituto. Tan cortada. A primera vista tan frágil. Si tú no hubieras entrado en clase aquella mañana. Sonriendo. Si mi apellido no empezara por la letra “z” y la tutora de este año no tuviera esa manía tan absurda de colocarnos por orden alfabético. Si a mi lado no hubiera quedado un hueco vacío en el último banco, que casualidad, tú no te habrías sentado cerca de mí. No hubiéramos empezado a hablar. Si los primeros exámenes no hubieran estado a la vuelta de la esquina y a ti no te hubieran entrado los agobios por tener los apuntes atrasados. Si no fueras tan buena estudiante. Si yo no hubiera ganado en la competición, entre los que te rodeaban, a tener la letra más clara. Si el camino a tu casa, no hubiera sido pasando por la mía, no habríamos empezado a marcharnos a la vez. A encontrarnos de camino. Si… si… si.
Si todas esas fuerzas extrañas no hubieran actuado sobre mí. Si no hubieran existido cada una de esas premisas que hizo que tú y yo coincidiéramos y nos empezáramos a tratar más, a hacernos casi inseparables, a pesar de la “z” de mi primer apellido y la “d” del tuyo, si la ley de la inercia no se cumpliera.
Entonces mi cuerpo permanecería en reposo, o moviéndose a una velocidad constante siempre en línea paralela a ti. Sin juntarnos nunca. Porque se supone que además, así debe de ser. Porque ¿No has pensado alguna vez que quizá sea eso la amistad? Dos rectas, contenidas en un plano, que van en la misma dirección, dos rectas que no se cortan y cuyas parejas de puntos más próximos de ellas siempre guardan la misma distancia. Yo sí lo he pensado. No hago más que pensarlo últimamente. La amistad. Dos líneas paralelas. Eso tiene que ser. Piénsalo… te estoy hablando de rectas, y de parejas de puntos, y de distancias. ¿No es eso la amistad? ¿No somos así?
Pero estoy mezclando la matemática con la mecánica, empiezo a parecerme cada vez más a mi abuela que para contarte algo se remonta al origen del hombre… Pero créeme si te digo que aunque te dé esa sensación leyéndome, y empieces a pensar que el verano y los exámenes me están reblandeciendo el cerebro, todo tiene una explicación. Hasta que hable ahora de mi abuela, fíjate, por mucho que te extrañe…
Porque créeme, si es que a estas alturas no piensas ya que me ha dado algo a la cabeza, o que me he dado un homenaje fin de curso a base de pirulas de colores... No. Te juro que no lo he hecho. Créeme si te cuento que nuestra historia comenzó por eso, porque la ley de la inercia nunca falla. Porque yo ya no tengo reposo, ni sigo un movimiento constante en línea recta, que yo lo que tengo es una agitación interna superior a la que se debe sentir en el océano minutos antes de producirse un maremoto. Porque he experimentado muchas fuerzas, muchas casualidades que te han traído hasta mí. Pero sobre todo porque he experimentado una fuerza distinta a todas, mejor que todas, la tuya.


Por eso nuestra historia ha evolucionado cómo ha evolucionado. Y por eso también, ahora tengo que hablarte de la segunda ley de Newton, o ley de la interacción y la fuerza. Decía el amigo Isaac, porque a estas alturas de la vida, seguro que no le importará que le tuteemos allá donde esté, puesto que le hemos convertido en improvisado narrador de esta historia, que “el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime”.
¿No te das cuenta? Esta es la ley que cuenta nuestra interacción y tu fuerza.
Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida. Ya lo sabes. Lo sabe toda la humanidad, bien que me he encargado yo de que lo sepan, solo me ha faltado decirlo por la megafonía del instituto, no lo vas a saber tú… Y cuando te digo esto te ríes, pero es la verdad más absoluta que existe. No me lo creo ni yo. Pero así es. Aunque también sé que el mérito no es solo mío.
Ha sido muy fácil estudiar contigo. Compartir las clases, los apuntes, la vida en el instituto. Los madrugones y los agobios. Cualquier cosa te hace reír, y con tus risas aplastas mi pesimismo. Siempre ahí. Gracias a ti intento ver las cosas desde el otro lado, el lado en el que siempre salen bien. Sobre mi cabeza siempre amenaza tormenta, mientras sobre la tuya brilla un sol enorme que me calienta. Y eso hace que me sienta capaz, que me lo crea, que no solo voy a aprobar sino además lo haré con nota. Déjate de palabras mágicas como “mierda”. Somos mujeres ¿no? así que con un par de ovarios. Como hemos dicho tantas veces antes de entrar al examen. Y lo mejor de todo, es que luego me salía que te cagas de bien, de lujo. Qué pasada. 
Ha sido muy fácil estudiar contigo. Ha sido muy fácil subrayar, hacer los resúmenes, intentar comprender, y hasta memorizar. Ha sido muy fácil aprender compartiendo el sueño y las coca colas. Los bostezos se mezclaban con tus bromas, y esa forma extraña que tienes de buscar asociaciones donde no las hay para hacer que en el examen nos acordáramos… ¿No te das cuenta? Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida. Tu fuerza ha hecho posible este milagro, como ya predijo Newton hace muchísimos años. Que no sé que hacía este hombre mirando manzanas si hubiera ganado un pastón prediciendo el futuro...
Es cierto, aunque disimule, se ve que me estoy poniendo moña, hoy no hago más que decirte moñadas. Y si se las oyéramos a otra, inmediatamente las dos nos meteríamos los dedos en la boca y doblado el cuerpo y entre risas, simularíamos que esto es de vomitar de bien ridículo que parece todo lo que estoy diciendo. Lo sé. Claro que lo sé. Nunca había dicho tanto, hoy tengo incontinencia verbal. Y he dormido poco. Y sí, tengo muy frescos todos los temas del último examen, el de física. Física ¿No lo ves? Todo coincide... Y es cierto también, viene el verano, y nos iremos de vacaciones cada una por su lado, y te echaré de menos. Sí, todo eso es cierto, tan cierto como cada uno de los principios matemáticos de la filosofía natural. Y como más cierto aún es, que ellos cuentan nuestra historia. Esta historia que ya no sé si es de amistad o de qué es.


Y déjame que te hable ahora de la tercera ley de Newton, también conocida como Principio de acción y reacción. Si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, éste realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario.

Tú me has empujado a estudiar, a aprender, a sentirme mejor conmigo misma. Con tu compañía, con nuestra amistad. Pero nadie me advirtió lo que iba a pasar también. Lo pronto que me iba a acostumbrar a ti y a tus risas. Lo mucho que iba a disfrutar con ellas. Tanto, que no puedo evitar pensar desde donde me llegan. Desde tu piel, desde tu boca.

¿No ves lo que intento explicarte desde hace ya rato? Esta noche, la primera que después de muchos meses estudiando juntas, no estas aquí, te echo mucho de menos. Me faltan tus risas, claro. Pero también, y lo que es peor, me falta tu olor, el roce de tu piel pegada a la mía mientras me corregías los problemas de física, tu calor, tu boca cerca de mí.

¿No entiendes aún lo que trato de decirte? Me duele que no estés aquí. Pero me duele físicamente. Me duele dentro de la nariz, en las yemas de los dedos, en la superficie de toda mi piel. Me dueles en los labios y en la lengua, en la boca del estómago y entre las piernas. Y no lo soporto, no aguanto que se hayan acabado ya los exámenes y las clases y que tú no estés. Que cada vez vayamos a estar menos tiempo juntas.

Porque si yo fuera alguno de esos tíos de clase que babean tras tu paso, tras tu dulce y alegre paso... mientras pienso en ti, me haría “Carolinas”. Una, dos, tres, cientos, miles... No tendría más que imaginarte para, entre las sabanas, comenzar el ritual. Imaginarte sin camiseta, en sujetador, tu piel húmeda brillando de sudor, y sentir como, sin querer y sin remedio, llega hasta mí a oleadas tu perfume… Imaginarte a mi lado, al lado de tu amiga, estudiando. Tú alegre. Tú confiada. Y yo salivando como el perro de Pavlov.

¿Qué me ha pasado Carolina? ¿Qué me está pasando? ¿Qué mierda es ésta que siento? Que no entiendo, que me aturde, que palpita dentro de mí, que hierve. Y no sé cómo dominar.

Tantas veces hemos hablado de tíos. De cuánto nos gustaban. De lo que sentíamos. De hasta dónde llegábamos con ellos. Hasta donde querríamos llegar. Y me doy cuenta que ya no podría hacerlo. No podría escucharte tan tranquila, mientras me hablas del cachas de gimnasia o del gilipollas del Dani, el de cuarto de bachiller. No quiero oírte más. No podría hacerlo.

Tampoco puedo contarle esto a nadie. No sé que hacer con esto que siento que me puede, pero no puede ser. Tía que mi abuela diría que soy “libiana”... Ya te he dicho antes que te hablaría de ella... Este curso voy a sacar las mejores notas de mi vida, este curso que mi vida se ha vuelto un caos y un asco.

Y por eso, por todo eso, déjame que vuelva a la tercera ley de Newton. Principio de acción y reacción. Déjame que te cuente cuánto tenemos nosotras que ver con ella. Si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, éste realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario.

Cuando queremos dar un salto hacia arriba, empujamos el suelo para impulsarnos. Cuando estamos en una piscina y empujamos a alguien, nosotros también nos movemos en sentido contrario, aunque esa persona no nos empuje a nosotros. Cuando tu cuerpo A ejerce esa acción que he intentado explicarte sobre mi indefenso cuerpo B, mi frágil cuerpo B ejerce sobre el tuyo otra acción igual pero de sentido contrario. Tu cuerpo reacciona sobre el mío, y yo tengo que separarme de ti. Distanciarme. Y no lo digo yo. Lo dice la tercera ley de la dinámica de Newton.

Creo que por ahora es lo mejor. Y no solo lo creo, sino que sé que es lo peor. Porque quizás no te estés dando cuenta, pero además de ofrecerte mi confianza, te estoy ofreciendo mi miedo. Y eso es lo peor. Mi miedo. Que me puede y no sé qué hacer con él. Porque ya no seré capaz de ser tu amiga. Porque ya no es como debe ser una amistad: Dos rectas, contenidas en un plano, que van en la misma dirección, dos rectas que no se cortan y cuyas parejas de puntos más próximos de ellas siempre guardan la misma distancia. Yo ya no soy ni recta, ni contenida, ni estoy segura de poder guardar las distancias. ¿No lo ves? Creo que por mi parte esto ya no es solo una amistad.

Carolina. Mi Carolina. Mi alegre amiga. Por eso yo tenía que hablarte de la leyes de la dinámica. Tenía que hablarte de Newton. Y de por qué giran los planetas alrededor del sol. Porque el objeto más liviano está en órbita alrededor del más pesado, y el sol es el más pesado. Soy yo quién está girando a tu alrededor, soy yo la “libiana” y tú el sol, Carolina, aunque no lo sepas.

Mi querida Carolina, querida.



@Rocío Díaz Gómez 


#Relatos Rocío Díaz
#Cartas de Amor
#orgullo

domingo, 31 de mayo de 2020

"Esa mancha de harina de tu frente" Relato de Rocío Díaz Gómez


La preciosa foto está tomada de internet. Chuerrería Madrid 1883


Mañana comienza junio. 

Y era por junio cuando uno de mis personajes se acercaba hasta la esquina donde todos los años ponía su puesto de melones.

Porque cuando llega junio y el calor pica a traición en el cuello y el alma, apetece de postre una rajita de melón. Y para eso estaba él, para venderlos, para convencer a las señoras de que los suyos eran puro azúcar...

Hoy me he acordado de él. No sé si le recordais... Vive en una de mis cartas de amor, una que me premiaron en febrero de 2018 en el XXXI Certamen de Cartas de Amor de la Asociación "El Timón" en Puertollano.

Esa mancha de harina de tu frente 
Rocío Díaz Gómez
Princesa,
Una vez escuché que en un desierto había nevado. Durante unas horas solo, pero bastaron para que la nieve cubriera toda la arena, como si la arropara, deshaciéndose después sobre ella, empapándola despacio, como si la mimara. Cuando lo escuché, cerré mis ojos, y sin querer sonreí, porque si eso había ocurrido, también ocurriría nuestra historia. Aunque fuera la más difícil del mundo porque nunca estábamos al mismo tiempo en el mismo lugar. Aunque en ese mismo lugar pasáramos ambos seis meses al año, pero siempre esos seis justo que el otro no estaba. Ya era mala suerte. Pero una vez en un desierto nevó. Y tú eras puro arrope.  
Todos los años cuando llegaba junio y el calor picaba a traición en el cuello y el alma, apetecía de postre una rajita de melón. Y para eso estaba yo, para venderlos, para convencer a las señoras de que los míos eran puro azúcar. “Puro arrope María” les decía a todas: “Puro arrope y no esos pepinos que os venden en el mercado” decía con desparpajo y naturalidad a las clientas porque era la pura verdad. “¡Anda zalamero! no eres tú negociante ni nada...” me contestaban con una sonrisa. Pero se los llevaban porque era verdad y me creían. Yo era de los auténticos del ramo, de los genuinos meloneros de la Asociación de vendedores de melones y sandías de la Comunidad. Y allí estaba, como un clavo más de mi puesto, todos los junios en la misma esquina. Año tras año. En esa misma esquina donde tú todos los octubres, una vez que yo me había ido, colocabas la churrería. Porque cuando llega el otoño y ellas se ponen la rebequita que parece que refresca, con esa brisa que se cuela por el escote poniendo piel de gallina hasta en la etiqueta de la ropa, llegaban tus churros y llegabas tú. Y yo sin saberlo…
Hasta que aquel bendito año, mediaba junio cuando me acerqué por el barrio a echar un vistazo. Me gustaba pasarme unos días antes por los alrededores, por aquello de ir tomando contacto. Mediaba junio y encontré que aún la esquina estaba ocupada. Junio claro y fresquito para todos es bendito. Y a mí me bendijo Cupido, vaya si me bendijo, aquel junio que remoloneaste para estirar más el negocio aprovechando aquellas tardes que aún se dejaban acompañar por un cafetito con leche y unas porras. Porque allí te encontré, allí subida en tu torreón de caravana móvil, manchada la frente de harina, que ¡ole que mancha!, ya hubieran querido los indios saber pintarse así para sus guerras. Allí subida, con los colores dibujados por el calor que desprende la máquina de amasar en tus mejillas, con la pala mezcladora de madera en tu mano, como una hechicera mágica revolviendo pócimas. Allí, mezclando la harina de trigo con el aceite de oliva, la sal marina con el agua, mezclando requetebién todos los ingredientes con tus manos sabias de churrera. Sabias, tenían que ser. Porque desde ese mismo momento que te vi allí en mi esquina, la deseé nuestra. Y lo que hubiera dado por ser la masa de tus churros, sentir tus manos moldeándome, sujetándome en los malos días para no dejarme caer al aceite, acariciándome en los buenos para dejarme sentirte.  
“Buenas tardes señorita” dije todo lo educadamente que supe. “Buenas ¿Cuántos le pongo?”, dijiste sin apenas mirarme. “No, tartamudeé, si yo, yo no quiero churros...”. Tartamudeé, con el desparpajo que gastaba yo con mis clientas.
Ya hace mil años de aquello, y aún hay momentos, muchos, que me haces tartamudear. Ahora que hace mil años que compartimos nuestra esquina porque no paré hasta que cambié mi puesto por tu torreón Princesa. Yo que era de los genuinos dejé el gremio para estar contigo. Y jamás me he arrepentido. Bendito aquel junio fresquito y benditos todos los años que llevamos juntos. La nuestra era la historia más difícil. Pero nada más verte supe que todos los días de mi vida tenía que mirar esa mancha de harina de tu frente, ole qué mancha. Porque una vez en un desierto nevó y bastaron solo unas horas para que la nieve lo arropara. Porque tú eras puro arrope y yo solo un insignificante melonero, pero uno que si de algo sabía, era de arrope.
Rocío Díaz Gómez

viernes, 1 de mayo de 2020

"La 868 de 1080" Relato de Rocío Díaz




Comenzamos mayo y para celebrar que hemos terminado un abril como el que espero que no pasemos otro en nuestra vida, os voy a dejar con otro de mis relatos.

Se titula "La 868 de 1080" y me lo premiaron un mes de mayo también, de hace ya unos cuántos años, en Benagalbón en Málaga. Y allá que fuimos a recoger el premio y hacía un sol radiante y la entrega de premios fue de lo más distendida porque consistió en una comida al aire libre con los miembros del jurado y el premiado en poesía, todos rodeados de geraneos en un pueblo blanco precioso.

Qué buenos recuerdos.

Pues aquí os lo dejo.


La 868 de 1080

 
Rocío Díaz



         Cuando iba a meterlo en el horno, el pollo me miró a los ojos y me dijo: “!Por lo que más quieras!” y yo sin mirar a nada, totalmente alucinado, me dije: “!Joder, cómo me puse anoche de cubatas...!” y seguí metiendo la bandeja del pollo en el horno con todo el cuidado del mundo, como si la cosa no hubiera ido conmigo y sin querer  prestarle  a mi pollo ni una ojeadita de más.

Pero el ave no estaba dispuesto a dejarse tostar así como así, y estirando una alita me rozó la mano como llamándome... Animalito...  Y yo que sentí el roce... Casi tiro al suelo toda la bandeja entera, con lo que me había costado prepararla siguiendo atentamente la receta 868 del libro de las 1080 de Simone Ortega. Qué hasta que me había decidido por cual de ellas guiarme, me había costado mi buen rato, que había que joderse con la Simone que explicaba de más de veinte maneras diferentes el maldito pollo asado y menos mal que ya venía desplumado. Pero nada ahí me tienes sacando las tripas, el hígado, el corazón, la molleja... ¡La leche...! las arcadas que me habían dado metiendo mano al pollo. Y córtale el cuello después, que esa había sido otra y estate pendiente de tirar la bolsita esa de la hiel para que no amargue... Bueno, bueno... Que estaba aprendiendo yo con la Simone lo que nadie sabe de asar pollos. Que había sido media mañana allí luchando con el pollo y la receta, la receta y el pollo a brazo partido para que ahora me saliera parlanchín el jodío... Medio temblando, corriendo, con una grima enorme y de un movimiento brusco nada más sentir la alita empujé hasta adentro la bandeja y cerré la puerta del horno sin pensármelo dos veces.

 “¡Ahí te quedas... macho!” -le dije.

“¡Pero Mariano -me tuve que decir a continuación sentándome en la cocina- pues si que te han sentado a ti de puta madre las copas de anoche...!” Porque yo, aunque esté feo decirlo, acostumbro a tutearme cuando hablo conmigo mismo. Y es que podría haber jurado que había oído a mi pollo diciéndome “¡Por lo que más quieras!”, podría haber jurado que me había tocado con el ala... Y podría haber jurado, ya para rematarlo, que al cerrar la puerta me había dicho “¡los que van a morir te saludan...!” así rapidito lo dijo con su voz de ave, pero así de clarito yo lo entendí. ¡Hombre no nos engañemos...! yo no podría haber detallado cómo era su voz, la verdad, porque había sido todo tan rápido como alucinante, no podría haber dicho si era voz de pollo macho o voz de pollo hembra o pollo amanerado, si era una voz grave o aguda, si el gallo era barítono del corral o no, si estaba asustado o no el pobre pollo. ¡Coño y yo que sé...!, supongo que sí, no te jode... imagínate tú como un San Lorenzo en la Parrilla si no estarías cagado. Pero tanto, tanto no podría haber especificado porque tan hablador no había estado. Pero que el pollo había hablado... que había dicho esas dos frasecitas perfectamente construidas... Eso a mí no me lo podía quitar de la cabeza nadie.

Así que allí acobardaíto en la cocina, tras la tercera intervención de mi pollo, lo primero que hice fue prepararme otro café bien cargado y ya eran dos, para conjurar los espíritus de la resaca. Era tan absurdo todo que no me lo podía creer ni yo, así que tras el segundo sorbo del liquido negro asumí que no podía seguir pensando esas chorradas y decidí que había oído mal. ¡Bueno -me dije- de esto por supuesto ni una palabra a nadie Mariano! y haciendo este pacto de caballeros conmigo mismo y con mi pollo, me levanté de la silla y comencé a preparar la ensalada.

Le había prometido a mi Merche que si no se enfadaba porque me fuera por ahí con los amigos, yo a la mañana siguiente me levantaba pronto nada más que para hacerle un pollito asado con el que se iba a rechupetear los dedos de puro gusto. A lo que mi Merche me había contestado haciendo un pequeño movimiento más que soez con el dedo corazón estirado hacia arriba. “Que ella me conocía más que mi santa madre -me dijo- te recuerdo que llevamos juntos desde que no usaba ni sujetador... -me siguió diciendo- y tú el día después a una juerga con tus amigos, -terminó diciendo con el dedo apuntando hacia arriba y moviéndolo acusadora- no eres capaz de hacer un pollo, ni dos, ni tres, ni medio muslo ni un ala frita ni nada de nada. Vamos que eso no me lo trago yo.”-concluyó-.  “Pues lo vas a ver.” le contesté yo muy digno. Porque allí me tenías a mí todo dispuesto a cumplir mi palabra armado con mis recetas y mi pollo, habiendo dormido solo tres horitas, dispuesto a preparárselo con todo mi esmero aunque yo no hubiera asado un pollo en la vida para ponérselo a sus pies como un maridito enamorado. Que si no cualquiera la aguantaba luego en tres semanas. Que yo quiero mucho a mi Merche pero cuando se la calienta la boca se pone de ordinaria...

Sin embargo no iba a ser tan fácil, porque no habían pasado más de un lavado de dos hojas de lechuga y el picadito de una de ellas, cuando me pareció ver por el rabillo del ojo en la tapadera del cubo de basura unos leves movimientos mientras sonaban unos golpecitos... Por supuesto no quise oírlos. Y seguí picando mi lechuga, tarareando más alto a Sabina y bien picadita, como a mí me gusta. Pero no había pasado otra hoja de lechuga más, cuando volvieron a sonar los golpecitos esta vez más fuerte. “Toc, toc...”. “¡Mariano no me jodas, no me jodas...!” -me dije-. Y sin soltar el cuchillo y con los ojos inyectados en sangre y ya cantando a grito pelado la canción de Sabina me volví hacia el cubo, amenazadoramente. Cómo si el cubo entendiera... Pero efectivamente algo estaba sonando ahí dentro. Me tapé fuerte los oídos y me los volví a destapar. Seguían los golpecitos: “Toc, toc, toc...”. Me los volví a tapar y otra vez a destapar muy deprisa, por si eran cosas de la resaca. Que hay que joderse quién me hubiera visto venga a taparme y a destaparme las orejas como un poseso. Y los golpecitos que sonaban y sonaban y no dejaban de sonar...  “Toc, toc, toc, toc...” “¡Joder! ¡Pero que clase de mierda me metieron anoche en las copas...!”

Y entonces fue cuando me pareció ver que se levantaba un poquito la tapa con cada sonido, como si algo desde adentro pretendiera asomarse. Algo o alguien... ¡Esto ya es demasiado! –pensé- y me acerqué deprisa hasta el grifo, quitándome la camisa y mojándome con decisión las muñecas, el pecho, la cara, el cuello, y hasta el pelo. Que no me quedé ahí mismo como mi madre me trajo al mundo, duchándome bajo el grifo del fregadero pues yo que sé por qué, supongo que porque no cabía, de tan entregado me puse con las abluciones...

-                       ¡Mariano, decididamente tenías que haber seguido durmiendo un rato más...! -me dijo mi yo más coñazo.
-                       ¡Joder pero que me estás diciendo, si sabes que no podía...! -me grité a mí mismo sobre la canción de Sabina.

Y cuando lo hice, cuando me oí a mí mismo contestarme, ya supe que decididamente estaba muy, muy mal... “La leche... -me dije- vamos tío, tú tranquilo, tranquilito tío, que aquí no pasa nada, nada de nada, tranquilo, tranquilo.” Y volviendo a coger el cuchillo que había soltado para refrescarme, levantándolo, apuntando amenazadoramente contra el cubo, de una patada abrí la tapa como un vaquero empujando las puertas del salón...

Dando un gran salto salió despedida la cabeza de mi pollo, como el muñeco horrible de una caja de sorpresas, volando hasta mí mientras su voz, otra vez su voz chillaba “¡Por lo que más quieras, por lo que más quieras!” en el silencio entre canción y canción.

Joder tío, era surrealista total, vamos que no me fui por las patas abajo de puro milagro. Que en ese momento parecía más humano el pollo que yo, que tenía piel de gallina hasta en el alma del susto que me había pegado aquella cabeza todavía medio chorreando sangre y volando por los aires sobre mí, moviendo el pico y hablando... Bueno no hace falta  ni que diga, que tirarme en plancha al horno y abrir la puerta y sacar el pollo de allí fue todo uno. Que hasta me pareció, imagínate como estaba yo, que me sonreía de puro agradecimiento el animalito desde aquella cabeza al verse fuera...

¡Ay Dios mío, Díos mío! que en ese momento recuperé lo poquito de fe que quedaba en mi alma... ¡Ay Díos mío que mal rato...! y me acerqué hasta la cafetera a hacer otro café porque mi cabeza y mi cuerpo y mis nervios necesitaban otro, y ya eran tres en aquella mañana de pollos. ¡Díos mío, Díos mío! repetía sin darme cuenta entre sorbo y sorbo... Moviéndome adelante y atrás... ¡Díos mío... que mal rato! Que yo no puedo ver hablando pollos, joder... que los pollos no hablan... Maríano, que millones de veces te ha preparado la Merche el pollo asadito y jamás ha dicho nada semejante, ¡Ay Díos mío que esto no puede ser!... Y daba otro sorbo al tercer café... y seguía moviéndome adelante y atrás... Que esto no tiene ni pies ni cabeza, que yo tengo que hacer el maldito pollo para la Merche, que esto no me puede estar pasando a mí, coño, que se me acaban las escapaditas, que esto no le pasa a nadie... A nadie de nadie...Que va a tener razón, que yo después de irme de copas no valgo nada, que no soy nadie, que yo no he asado un pollo en mi vida y que no lo voy a asar hoy... ¡Ay Díos mío...! joder que los pollos no hablan... y seguía sorbiendo poquito a poco y moviéndome, moviéndome, moviendo de adelante a atrás.

Y así... Así en ese estado lamentable me encontró mi Merche cuando atravesó el umbral de la puerta de la cocina, en pijama. Así... Cuando levantando el dedo corazón, estirándolo hasta el infinito y aún más como solo ella sabe hacerlo, comenzó a darme voces: “Lo ves, lo ves, ves cómo no tienes ni idea de asar un pollo, ni medio, ni un cuarto ni ná... ¡Míralo! Todo manga por hombro, todo por el suelo tirao... Lo ves, lo ves, ves como solo vales para irte por ahí como los amigotes, lo ves, si te conoceré yo... Si te conoceré... Pero en qué hora, en qué hora me fijé en ti... En qué hora madre mía... Ciega y medio gilipollas que estaba yo aquel día... Largo, largo de mi cocina, largo, no te quiero ver ahí cuando yo vuelva, fuera de ahí... fuera...” siguió chillando mientras iba a vestirse.

Me levanté trabajosamente de la silla desde la que había escuchado impertérrito todo el discurso de mi Merche y echando una ultima miradita a mi ensalada, a mi pollo y a su cabeza, salí de la cocina medio arrastrando los pies. Y justo antes de cerrar la puerta, un momentito antes de hacerlo, aún podría jurar, aún juraría que alcancé a oír una leve vocecita de ave agradecida que susurraba:

“Gracias...”.


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