Comenzamos mayo y para celebrar que hemos terminado un abril como el que espero que no pasemos otro en nuestra vida, os voy a dejar con otro de mis relatos.
Se titula "La 868 de 1080" y me lo premiaron un mes de mayo también, de hace ya unos cuántos años, en Benagalbón en Málaga. Y allá que fuimos a recoger el premio y hacía un sol radiante y la entrega de premios fue de lo más distendida porque consistió en una comida al aire libre con los miembros del jurado y el premiado en poesía, todos rodeados de geraneos en un pueblo blanco precioso.
Qué buenos recuerdos.
Pues aquí os lo dejo.
La 868 de 1080
Rocío
Díaz
Cuando iba a
meterlo en el horno, el pollo me miró a los ojos y me dijo: “!Por lo que más
quieras!” y yo sin mirar a nada, totalmente alucinado, me dije: “!Joder, cómo
me puse anoche de cubatas...!” y seguí metiendo la bandeja del pollo en el
horno con todo el cuidado del mundo, como si la cosa no hubiera ido conmigo y
sin querer prestarle a mi pollo ni una ojeadita de más.
Pero el ave no estaba dispuesto a dejarse tostar así como así, y
estirando una alita me rozó la mano como llamándome... Animalito... Y yo que sentí el roce... Casi tiro al suelo
toda la bandeja entera, con lo que me había costado prepararla siguiendo
atentamente la receta 868 del libro de las 1080 de Simone Ortega. Qué hasta que
me había decidido por cual de ellas guiarme, me había costado mi buen rato, que
había que joderse con la Simone que explicaba de más de veinte maneras
diferentes el maldito pollo asado y menos mal que ya venía desplumado. Pero
nada ahí me tienes sacando las tripas, el hígado, el corazón, la molleja... ¡La
leche...! las arcadas que me habían dado metiendo mano al pollo. Y córtale el
cuello después, que esa había sido otra y estate pendiente de tirar la bolsita
esa de la hiel para que no amargue... Bueno, bueno... Que estaba aprendiendo yo
con la Simone lo que nadie sabe de asar pollos. Que había sido media mañana
allí luchando con el pollo y la receta, la receta y el pollo a brazo partido
para que ahora me saliera parlanchín el jodío... Medio temblando, corriendo,
con una grima enorme y de un movimiento brusco nada más sentir la alita empujé
hasta adentro la bandeja y cerré la puerta del horno sin pensármelo dos veces.
“¡Ahí te quedas... macho!”
-le dije.
“¡Pero Mariano -me tuve que decir a continuación sentándome en la
cocina- pues si que te han sentado a ti de puta madre las copas de anoche...!” Porque
yo, aunque esté feo decirlo, acostumbro a tutearme cuando hablo conmigo mismo.
Y es que podría haber jurado que había oído a mi pollo diciéndome “¡Por lo que
más quieras!”, podría haber jurado que me había tocado con el ala... Y podría
haber jurado, ya para rematarlo, que al cerrar la puerta me había dicho “¡los
que van a morir te saludan...!” así rapidito lo dijo con su voz de ave, pero
así de clarito yo lo entendí. ¡Hombre no nos engañemos...! yo no podría haber
detallado cómo era su voz, la verdad, porque había sido todo tan rápido como
alucinante, no podría haber dicho si era voz de pollo macho o voz de pollo
hembra o pollo amanerado, si era una voz grave o aguda, si el gallo era
barítono del corral o no, si estaba asustado o no el pobre pollo. ¡Coño y yo
que sé...!, supongo que sí, no te jode... imagínate tú como un San Lorenzo en
la Parrilla si no estarías cagado. Pero tanto, tanto no podría haber
especificado porque tan hablador no había estado. Pero que el pollo había
hablado... que había dicho esas dos frasecitas perfectamente construidas... Eso
a mí no me lo podía quitar de la cabeza nadie.
Así que allí acobardaíto en la cocina, tras la tercera
intervención de mi pollo, lo primero que hice fue prepararme otro café bien
cargado y ya eran dos, para conjurar los espíritus de la resaca. Era tan
absurdo todo que no me lo podía creer ni yo, así que tras el segundo sorbo del
liquido negro asumí que no podía seguir pensando esas chorradas y decidí que
había oído mal. ¡Bueno -me dije- de esto por supuesto ni una palabra a nadie
Mariano! y haciendo este pacto de caballeros conmigo mismo y con mi pollo, me
levanté de la silla y comencé a preparar la ensalada.
Le había prometido a mi Merche que si no se enfadaba porque me
fuera por ahí con los amigos, yo a la mañana siguiente me levantaba pronto nada
más que para hacerle un pollito asado con el que se iba a rechupetear los dedos
de puro gusto. A lo que mi Merche me había contestado haciendo un pequeño
movimiento más que soez con el dedo corazón estirado hacia arriba. “Que ella me
conocía más que mi santa madre -me dijo- te recuerdo que llevamos juntos desde
que no usaba ni sujetador... -me siguió diciendo- y tú el día después a una
juerga con tus amigos, -terminó diciendo con el dedo apuntando hacia arriba y
moviéndolo acusadora- no eres capaz de hacer un pollo, ni dos, ni tres, ni
medio muslo ni un ala frita ni nada de nada. Vamos que eso no me lo trago yo.”-concluyó-. “Pues lo vas a ver.” le contesté yo muy
digno. Porque allí me tenías a mí todo dispuesto a cumplir mi palabra armado
con mis recetas y mi pollo, habiendo dormido solo tres horitas, dispuesto a
preparárselo con todo mi esmero aunque yo no hubiera asado un pollo en la vida
para ponérselo a sus pies como un maridito enamorado. Que si no cualquiera la
aguantaba luego en tres semanas. Que yo quiero mucho a mi Merche pero cuando se
la calienta la boca se pone de ordinaria...
Sin embargo no iba a ser tan fácil, porque no habían pasado más de
un lavado de dos hojas de lechuga y el picadito de una de ellas, cuando me
pareció ver por el rabillo del ojo en la tapadera del cubo de basura unos leves
movimientos mientras sonaban unos golpecitos... Por supuesto no quise oírlos. Y
seguí picando mi lechuga, tarareando más alto a Sabina y bien picadita, como a
mí me gusta. Pero no había pasado otra hoja de lechuga más, cuando volvieron a
sonar los golpecitos esta vez más fuerte. “Toc, toc...”. “¡Mariano no me jodas,
no me jodas...!” -me dije-. Y sin soltar el cuchillo y con los ojos inyectados
en sangre y ya cantando a grito pelado la canción de Sabina me volví hacia el
cubo, amenazadoramente. Cómo si el cubo entendiera... Pero efectivamente algo
estaba sonando ahí dentro. Me tapé fuerte los oídos y me los volví a destapar. Seguían
los golpecitos: “Toc, toc, toc...”. Me los volví a tapar y otra vez a destapar
muy deprisa, por si eran cosas de la resaca. Que hay que joderse quién me
hubiera visto venga a taparme y a destaparme las orejas como un poseso. Y los
golpecitos que sonaban y sonaban y no dejaban de sonar... “Toc, toc, toc, toc...” “¡Joder! ¡Pero que
clase de mierda me metieron anoche en las copas...!”
Y entonces fue cuando me pareció ver que se levantaba un poquito
la tapa con cada sonido, como si algo desde adentro pretendiera asomarse. Algo
o alguien... ¡Esto ya es demasiado! –pensé- y me acerqué deprisa hasta el
grifo, quitándome la camisa y mojándome con decisión las muñecas, el pecho, la
cara, el cuello, y hasta el pelo. Que no me quedé ahí mismo como mi madre me
trajo al mundo, duchándome bajo el grifo del fregadero pues yo que sé por qué,
supongo que porque no cabía, de tan entregado me puse con las abluciones...
-
¡Mariano, decididamente tenías que haber seguido durmiendo un rato
más...! -me dijo mi yo más coñazo.
-
¡Joder pero que me estás diciendo, si sabes que no podía...! -me
grité a mí mismo sobre la canción de Sabina.
Y cuando lo hice, cuando me oí a mí mismo contestarme, ya supe que
decididamente estaba muy, muy mal... “La leche... -me dije- vamos tío, tú
tranquilo, tranquilito tío, que aquí no pasa nada, nada de nada, tranquilo,
tranquilo.” Y volviendo a coger el cuchillo que había soltado para refrescarme,
levantándolo, apuntando amenazadoramente contra el cubo, de una patada abrí la
tapa como un vaquero empujando las puertas del salón...
Dando un gran salto salió despedida la cabeza de mi pollo, como el
muñeco horrible de una caja de sorpresas, volando hasta mí mientras su voz,
otra vez su voz chillaba “¡Por lo que más quieras, por lo que más quieras!” en
el silencio entre canción y canción.
Joder tío, era surrealista total, vamos que no me fui por las
patas abajo de puro milagro. Que en ese momento parecía más humano el pollo que
yo, que tenía piel de gallina hasta en el alma del susto que me había pegado
aquella cabeza todavía medio chorreando sangre y volando por los aires sobre
mí, moviendo el pico y hablando... Bueno no hace falta ni que diga, que tirarme en plancha al horno y
abrir la puerta y sacar el pollo de allí fue todo uno. Que hasta me pareció,
imagínate como estaba yo, que me sonreía de puro agradecimiento el animalito
desde aquella cabeza al verse fuera...
¡Ay Dios mío, Díos mío! que en ese momento recuperé lo poquito de fe que quedaba en mi
alma... ¡Ay Díos mío que mal rato...! y me acerqué hasta la cafetera a
hacer otro café porque mi cabeza y mi cuerpo y mis nervios necesitaban otro, y
ya eran tres en aquella mañana de pollos. ¡Díos mío, Díos mío! repetía
sin darme cuenta entre sorbo y sorbo... Moviéndome adelante y atrás... ¡Díos
mío... que mal rato! Que yo no puedo ver hablando pollos, joder... que los
pollos no hablan... Maríano, que millones de veces te ha preparado la Merche el
pollo asadito y jamás ha dicho nada semejante, ¡Ay Díos mío que esto no puede
ser!... Y daba otro sorbo al tercer café... y seguía moviéndome
adelante y atrás... Que esto no tiene ni pies ni cabeza, que yo tengo que
hacer el maldito pollo para la Merche, que esto no me puede estar pasando a mí,
coño, que se me acaban las escapaditas, que esto no le pasa a nadie... A nadie
de nadie...Que va a tener razón, que yo después de irme de copas no valgo nada,
que no soy nadie, que yo no he asado un pollo en mi vida y que no lo voy a asar
hoy... ¡Ay Díos mío...! joder que los pollos no hablan... y seguía
sorbiendo poquito a poco y moviéndome, moviéndome, moviendo de adelante a
atrás.
Y así... Así en ese estado lamentable me encontró mi Merche cuando
atravesó el umbral de la puerta de la cocina, en pijama. Así... Cuando
levantando el dedo corazón, estirándolo hasta el infinito y aún más como solo
ella sabe hacerlo, comenzó a darme voces: “Lo ves, lo ves, ves cómo no
tienes ni idea de asar un pollo, ni medio, ni un cuarto ni ná... ¡Míralo! Todo
manga por hombro, todo por el suelo tirao... Lo ves, lo ves, ves como solo
vales para irte por ahí como los amigotes, lo ves, si te conoceré yo... Si te
conoceré... Pero en qué hora, en qué hora me fijé en ti... En qué hora madre
mía... Ciega y medio gilipollas que estaba yo aquel día... Largo, largo de mi
cocina, largo, no te quiero ver ahí cuando yo vuelva, fuera de ahí... fuera...”
siguió chillando mientras iba a vestirse.
Me levanté trabajosamente de la silla desde la que había escuchado
impertérrito todo el discurso de mi Merche y echando una ultima miradita a mi
ensalada, a mi pollo y a su cabeza, salí de la cocina medio arrastrando los
pies. Y justo antes de cerrar la puerta, un momentito antes de hacerlo, aún
podría jurar, aún juraría que alcancé a oír una leve vocecita de ave agradecida
que susurraba:
“Gracias...”.
#RelatosRocíoDíaz
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