Un blog para letraheridos. Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y letras.
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Hoy como es viernes, vamos a hacer una entrada un poco más "distendida"... He pensado que vamos a volver a nuestra colección de "Anécdotas de escritores".
Ésta que vamos a recordar hoy, es una de las más conocidas.
Se cuenta que García Lorca escuchando a Rubén Darío recitar uno de sus versos: "Qué púberes canéforas te ofrenden el acanto..." se levantó y dijo algo así como:
—A ver, otra vez, por favor, que sólo he entendido el “que”.
Es una anécdota que podemos encontrar en muchos lugares, aunque tampoco se sabe hasta qué punto es cierta. Pero es verdad que el poeta Rubén Darío muchas veces fue criticado por su "artificiosidad".
"En España contó con la incomprensión del crítico más temido de su tiempo, Leopoldo Alas Clarín. Así, escribía en el diario La Publicidad el 26 de octubre de 1893:
El señor Darío es muy decidor, no cabe negarlo, pero es mucho más cursi que decidor; y para corromper el gusto, y el idioma y el verso castellano, ni pintado. No tiene en la cabeza más que una indigestión cerebral de lecturas francesas y el prurito de imitar en español ciertos desvaríos de los poetas franceses de tercer orden.
Aunque parece ser que tampoco Ruben Darío se quedaba corto hablando de otros autores.Es muy conocida también la siguiente anécdota con Pío Baroja.
Parece ser que a Baroja le hacían muchos chistes relacionados con su condición de panadero. Y de eso le hablaron unos periodistas:
-¿Sabe usted lo que dice Rubén Darío de usted?
-No. ¿Qué dice?
-Dice "Pío Baroja es un escritor de mucha miga. Ya se conoce que es panadero".
Nuestro novelista, que conocía el paño (según él, en el ambiente literario "todo el mundo muerde si puede") encontraba natural "responder a la acritud con la acritud y a la simpatía con la simpatía". De modo que, cuando se enteró del chisme, repuso: "¡Bah! No me ofende nada. Yo diré de él: Rubén Darío es un escritor de buena pluma. Ya se conoce que es indio".
El domingo pasado estuve en el teatro. La verdad es que este fin de semana ha sido completo en obras teatrales, el sábado "Lastres" y el domingo en Getafe estuve viendo "La lengua madre". Sí, me gusta mucho, ya se ve ¿no?
En esta ocasión el actor era Juan Diego. Qué bueno es, qué bien lo hace. Y qué bueno el texto de Millás sobre el que iba la obra. Se trata de un monólogo sobre el mundo de las palabras.
Yo la verdad es que ya conocía muchos pasajes de este monólogo porque coincidían con lo que contó el autor en una conferencia en la Biblioteca Nacional a la que asistí en noviembre del año 2009. Me gusta mucho. Es tan ocurrente...
Os copio el vínculo de la entrada que hice entonces de la conferencia, por si queréis echarle un vistazo, es bastante completa porque tomé muchas notas:
En esta ocasión Millás ha actualizado el texto de entonces, y hace bastantes referencias al momento de crisis que estamos viviendo. Comienza haciendo una alusión al término "Crecimiento negativo" con el que quiere hablar de cómo la literatura puede disfrazar a veces el contenido de la información. Esos términos huecos, en ocasiones fruto de una antítesis, que no tienen ningún sentido a poco que quieras discernirlos.
Y a partir de ese arranque va saltando de un tema a otro, de un tema a otro, pero siempre girando en torno al mundo curioso de las palabras, sobre todo desde los ojos de un niño que descubre algunas palabras. Os copio aquí de aquella entrada que os comentaba un párrafo que repitió en esta ocasión y con el que nos reímos un montón de una confusión cuando se pasa lista en el colegio:
...De ahí pasó Millás a contar su primer día de colegio. Observó que cuando se pasaba lista en clase los niños cuando se les nombraba decían “Vicente”. Al principio le extrañó pero luego rápido encontró la justificación, puesto que el director del colegio se llamaba Vicente. Entonces siempre que le nombraban a él, decía “Vicente”. Y era curioso porque aunque todos los demás niños decían “Presente”, Millás niño entendía perfectamente “Vicente” y cuando le nombraban a él todos entendían que él decía “Presente”, aunque en realidad decía “Vicente”. El problema empezó cuando cambiaron al Director y en vez de llamarse Vicente se llamó Federico. Millas niño empezó a enfermar de nervios viendo que todos los demás niños cuando se pasaba lista seguían diciendo “Vicente” en vez de Federico y a la vez deseaba que llegaran ya a la M porque él sí que lo iba a decir bien. Así que en cuánto dijeron “Millas, Juan José”, él gritó a pleno pulmón “Federico”. Cuando todos rápidamente se volvieron a mirarle ya vió que algo no iba a bien. Pero cuando se dio cuenta de lo que en realidad pasaba, también pensó que cómo iba él a dar su justificación… esa justificación de la confusión con los nombres de los Directores... Así que optó por el mutismo. Del colegio llamaron a casa y hablaron con su madre, a la que oyó decir por teléfono que “le observaría…”
En esta ocasión, como en aquella, habló del género de algunos sustantivos que no le concordaban con sus sustantivos, habló de términos como "abotargamiento" que le traía por la calle de la amargura. Habló de "amorfo" que le llevó de la personalidad de las personas a la "mesalidad" de las mesas, la "sillalidad" de las sillas... Habló de esas frases hechas que tanto me gustan a mí y que de niño le hacían sentirse dentro de una familia especial, como "en esta casa somos muy cafeteros" o "los negros llevan el ritmo en la sangre" o "por la tarde hay que ponerse una rebequita y de noche echarse una manta"...
En fin... que no os puedo contar palabra por palabra cuánto dijo, pero de verdad que estuvo fenomenal. Es tan curioso todo lo que decía, tan bien hilvanado, tan ocurrente, tan gracioso... Te hacía pensar pero con un ingenio tal que daba gusto. Me gustó mucho.
Y al final fue emotivo porque todo el mundo se puso de pie a aplaudir a Juan Diego que se le escapaban las lágrimas...
Una chica estadounidense se tomó por juego una Viagra y tuvo una erección fantasmal. Pese a que los médicos han advertido que cuando el miembro permanece en tensión más de cuatro horas seguidas hay que acudir a un servicio de urgencias para evitar daños irreparables en el tejido de la uretra, la joven no fue al hospital hasta el tercer día, presa ya de unos dolores insoportable en el pene hipotético aparecido tras la ingestión de la pastilla eréctil. Dado que los facultativos no sabían cómo detener aquella erección inexistente, pasaron todavía unas horas preciosas antes de que al jefe de urología se le ocurriera proponer a la chica una eyaculación fantasmal para acabar con aquel caso de priapismo extravagante.
Los padres, que eran mormones, se opusieron a que la joven se masturbara, pues además de no estar de acuerdo con el onanismo en general, les parecía que éste podría ser más condenable si se practicaba con un miembro ilusorio. Un médico muy culto que había ese día de guardia intentó explicarles que el miembro masculino objeto de la masturbación es siempre imaginario, aun cuando se pueda tocar. Pero no hubo forma de sacar a los padres de sus trece y el hospital tuvo que conseguir una autorización del juez para proceder a la descarga imaginaria, en el caso de que haya alguna que no lo sea, cesando de inmediato los dolores de la joven y desapareciendo al instante el miembro falso, si hay alguno verdadero.
La noticia es que han congelado el semen quimérico obtenido de la eyaculación irreal y ahora pretenden fecundar con él un óvulo aparente para obtener un embrión fantasma. Si los fundamentos teóricos no fallan, podrían conseguir un individuo invisible. A mí, personalmente, me parece que eso no tiene ningún mérito. Lo novedoso a estas alturas sería fecundar a alguien real.
Por este artículo le dieron a Juan José Millas el premio de periodismo Mariano de Cavia en 1998.
Juan José Millás es el creador de los «articuentos» , escritos a medio camino entre el cuento y el artículo de prensa, que tratan de temas de sociedad, de situaciones, de reflexiones o de problemas provocados por los comportamientos humanos. Toda la obra narrativa de Millás, con sus artículos a la cabeza, es un ejemplo perfecto de literatura crítica. El nombre de articuentos pretende subrayar su peculiaridad principal: se trata de artículos de opinión porque aparecen como tales en la prensa, no en balde se ocupan de lo que ocurre en España y en el mundo. Pero, por sus características, están más cerca de los textos de ficción, de la fábula o del microrrelato fantástico. Su objetivo es siempre mostrar el revés de la trama, lo verdadero y lo falso. El pensamiento, presentado a través del humor, la paradoja o la ironía, acaba por engullir la noticia, de modo que en su destilación final sólo queda una lúcida visión crítica de la realidad. A través de estos articuentos, Millás nos muestra una obra en permanente búsqueda de las formas más sutiles para articular lo real con lo irreal, empeñada en representar la realidad con la máxima eficacia posible, desvelando sus ocultos mecanismos y proporcionándoles un sentido del que carecían.
Imagino que la semana pasada escucharíais que le habían dado a Millás el premio don Quijote de Periodismo. El jueves creo que fue.
El premio que está dotado con 9.000 € se lo dieron por un artículo titulado “Un adverbio se le ocurre a cualquiera” y fue publicado en la revista Interviú.
“…El jurado reconoce "la originalidad, la inteligencia y el humor que el trabajo ganador conjuga, para hacer un homenaje a los hispanohablantes, a la escritura y a las palabras en su totalidad".
A mi me gusta este artículo, es muy Millás. He pensado que os lo iba a dejar aquí, para que lo podáis saborear todos.
UN ADVERBIO SE LE OCURRE A CUALQUIERA
29/01/2010 Artículo por el que Juan José Millás ha obtenido el premio Don Quijote de Periodismo.
Hemingway cobraba los artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos que sustantivos, preposiciones que adverbios, conjunciones que artículos. No recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan, pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en el diccionario.
Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si la sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que valiera más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres sustantivos, le regalaba cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas: copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…
El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro. Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito, en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara, pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que crear un departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases absurdas.
La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre, tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí, le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían un capítulo muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero no le dije nada a mamá, para que no se sintiera culpable.
De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza. Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores para denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La otra noche, en la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la utilización masiva de los ordenadores, contamos los artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.
¡Millás con nosotros! Gracias a mis compañeros de la tertulia que son "mucho más arrojados que yo" y propusieron hacernos una foto con él...
Ayer por la tarde, 18 de noviembre, fui a la Biblioteca Nacional, un lugar tan solemne, a una conferencia sobre palabras (menudo planazo, que dirían algunos) de Millás, un literato serio y formal, Premio Nacional. Me apetecía ir, me parecía que iba a estar bien, las palabras son mi debilidad, pero que me reiría tanto, durante un rato bien largo, eso sí que no lo sabía. Y lo mejor es que no lo hice solo yo, sino todos los que estábamos allí, cerca de doscientas personas entre los que estábamos sentados (yo estuve en la última fila) y los que tuvieron que estar de pie.
Allí Millás comenzó su peculiar monólogo sobre el lenguaje, su diccionario particular y las palabras. Ya nada más comenzar, empezamos a sonreírnos: “¿Cómo cambiaría Grace Kelly su título de Reina de Hollywood por el de Princesa ¡Monegasca!?... Si da apuro hasta decirlo. Monegasco. Qué palabra. O por ejemplo la palabra “colutorio”, aprendí a hacer gárgaras pronunciando la palabra monegasco con el colutorio en la boca…” Millas iba saltando de una palabra a otra, jugando con el lenguaje, con su sonido, con el significado que tienen en el diccionario las palabras y el otro muy distinto y particular que tienen para cada persona.
Y de ahí a saltar a la propia infancia solo hubo un paso. “De pequeño no comprendía por qué mis hermanas, siendo chicas, comían garbanzos y no garbanzas, y por qué a los chicos nos daban remolacha en lugar de remolacho. ¿Por qué sillas y no sillos? ¿Por qué mesas y no mesos? Y si había colegios para chicos y colegios para chicas ¿Por qué colegios y no colegias? ¿Por qué se contaban cuentos y no cuentas?... Angustiado por todas estas cuestiones se lo contó a su madre. Y su madre le dijo que no se preocupara, pero le pidió que no se lo contara a nadie, que ya se ocuparía ella de arreglarlo”. Por supuesto su madre no pudo arreglar el mundo.
De ahí pasó Millás a contar su primer día de colegio. Observó que cuando se pasaba lista en clase los niños cuando se les nombraba decían “Vicente”. Al principio le extrañó pero luego rápido encontró la justificación, puesto que el director del colegio se llamaba Vicente. Entonces siempre que le nombraban a él, decía “Vicente”. Y era curioso porque aunque todos los demás niños decían “Presente”, Millás niño entendía perfectamente “Vicente” y cuando le nombraban a él todos entendían que él decía “Presente”, aunque en realidad decía “Vicente”. El problema empezó cuando cambiaron al Director y en vez de llamarse Vicente se llamó Federico. Millas niño empezó a enfermar de nervios viendo que todos los demás niños cuando se pasaba lista seguían diciendo “Vicente” en vez de Federico y a la vez deseaba que llegaran ya a la M porque él sí que lo iba a decir bien. Así que en cuánto dijeron “Millas, Juan José”, él gritó a pleno pulmón “Federico”. Cuando todos rápidamente se volvieron a mirarle ya vió que algo no iba a bien. Pero cuando se dio cuenta de lo que en realidad pasaba, también pensó que cómo iba él a dar su justificación… esa justificación de la confusión con los nombres de los Directores... Así que optó por el mutismo. Del colegio llamaron a casa y hablaron con su madre, a la que oyó decir por teléfono que “le observaría…”.
El lenguaje, según Millás, ya en aquel tiempo era “un territorio minado”. “¿Por qué decía papá y veía en su cabeza a su padre entero, y decía pa y no veía solo a la mitad de su padre…?”
Entonces se volvió un niño muy silencioso, que sin embargo escuchaba todo.
La conferencia de ayer de Millás era casi un monólogo de humor, pero además había poesía en sus definiciones, en su forma de ver y admirar las palabras. Para Millás las palabras tienen sabor y volumen. Tienen textura, las hay imposibles de tragar, como el aceite de ricino y las hay que entran sin sentir, como un licor dulce. Estaban las que curaban y las que hacían daño, las que dormían y las que despertaban. Las que proporcionaban inquietud y paz. Había palabras, incluso, que mataban".
También contó que su hijo un día le preguntó por la palabra “Efímero”. Entonces él antes de darle una definición le preguntó que de dónde la había sacado, porque eso según él es importante. Su hijo le contestó que de un libro. ¿De qué libro? Le siguió preguntando porque no le gustaba que fuera cogiendo palabras de por ahí, de cualquier sitio... que las palabras traen muchas infecciones. Pero al final intentó darle una definición. Efímero: Algo que no duraba. Al final su hijo le preguntó si entonces ¿La vida era efímera? Y entonces él comprendió que al final sí, al final había cogido la palabra de donde no debía…
Luego abordó la cuestión de las frases hechas. Y contó que cuando era pequeño su madre con mucha pasión decía “En esta casa somos muy cafeteros” Y entonces él pensaba que el colmo de la personalidad era ser muy cafetero… Y su padre decía “Los negros llevan la música en la sangre” y también lo decía con tanto convencimiento y tantas veces, que él pensaba que eran cafeteros y negros. Y como veraneaban en la sierra y allí “a media tarde hay que ponerse una rebequita...” Y ya si su padre decía “...y por la noche te tienes que echar una manta...”. Ellos tenían todos esos atributos que o tenían los demás niños que iban a la playa o por ahí lejos a veranear. Ellos además de ser muy cafeteros, eran negros, se tenían que echar una rebequita a media tarde y además dormían con manta. El colmo de los atributos. Era muy gracioso cómo Millás contaba estas cosas. Como narraba con tanta convicción lo que puede pasar por la cabeza de un niño cuando escucha tantas veces este tipo de frases. Así de este modo dice Millas que expresiones como por ejemplo: “vacío interior, mandíbula batiente, muerte súbita, devastador incendio…” son un próspero negocio que se va trasmitiendo de padres a hijos…
Según Millas las palabras nos hacen y nos deshacen. Tienen un significado dentro de ti y otro fuera. Fue muy divertido cuando habló de la palabra vagina. Dice el diccionario: “Vagina: Conducto de paredes membranosas que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta el útero”. Esa definición, da el diccionario. Pero entonces Millas nos dice que si la vagina no fuese más que eso, solo lo que dice la definición: “¡Qué interés, por Dios íban a tener los hombres en meterse en ellas y con la desesperación que lo hacen, como si les fuera la vida en ello…!”.
O cuando su tía siendo él pequeño tuvo un aborto. Él se preguntaba que sería un aborto que todo el mundo hablaba de ello y lo decía en voz tan baja… y claro buscó aborto en el diccionario y encontró: “Cosa sobrenatural, rara…” Y claro aquello le excitó porque él quería ver dónde tenía su tía el aborto. O la palabra “Abotargar”. A la que cogió pánico, en cuánto leyó la enfermedad que era. Y tuvo una historia sentimental con una chica que terminó cuando le dijo que “se le estaban abotargando las piernas…”. Porque cuanto más deprisa huyes de lo que temes, antes lo alcanzas.
Y contó la confusión que había tenido entre abúlico y abulense. Y la historia de ese hermano abúlico, que a ver si es que entonces no era tan hermano como los otros… y de ahí que incluso ya siendo mayores, cuando se ha discutido algo en familia, la opinión de ese hermano casi le haya parecido menos legítima que la de los demás…
O cuando se preguntó lo que significaba “Ahilarse”. Y cuando lo comprobó le empezó a entrar mucha aprensión y cada vez que miraba la caja de costura de su madre con todos esos hilos pequeños y ordenaditos, le daba por pensar si no serían otros hermanos suyos que habían terminado convirtiéndose en hilos… O cuando preguntó a su padre que qué significaba “amorfo”. Y su padre le contestó “Una persona sin personalidad”. Y entonces él que pensaba tanto, empezó a darle vueltas a la idea de si podría existir una mesa sin mesalidad o una sartén sin sartenidad… y así con todo, hasta que su padre le miró y le dijo: “¿Pero tú eres idiota o qué…?”
Ayer disfruté tanto con la conferencia de Millás, me parecía todo tan ingenioso lo que decía, que ahora mismo lo contaría todo otra vez. Pero sé que eso es imposible. Y tampoco es cuestión de hacer una entrada muy, muy larga, porque nunca por mucho que uno quiera contar las cosas, es como vivirlas.
Millás nos dio una lista de palabras de su diccionario particular muy interesante, en la que estaban palabras como amputar e imputar o angosto o aplique o ave maría (oración con la que se castigaba por masturbarse y al final uno no podía masturbarse sin rezar, ni rezar sin masturbarse...)...
Millás terminó diciéndonos que las palabras son una fuente de confusión aterradora. Todo el mundo sabe lo que hacer con las palabras pero no sabemos qué hacen ellas con nosotros.
Después en el turno de debate se hicieron preguntas muy interesantes. Alguien preguntó que cómo se planteaba él la escritura. Millás respondió que nunca sabía lo que iba a escribir en la página siguiente. Esto a mí, que me ocurre a menudo, me gustó mucho. Decía Millás que empieza a escribir a partir de una idea que le obsesiona y después va tirando del hilo... A veces la idea inicial que ha provocado esa novela, lo mismo termina desapareciendo, pero ahí estaba. La necesidad de escribir aparece cuando aparece esa idea. Y un buen día decides que tienes que escribir para ver que sale de ella.
Después alguien le pregunto por qué recurrir a la infancia. Y contesto que solamente se puede escribir desde la extrañeza, desde el conflicto. Y a esas edades, la infancia, la adolescencia, hay mucho conflicto.
¿Y la inspiración? Terminó preguntando alguien. Millás contestó que más que inspiración: trabajo. Sentarse todos los días y mucha disciplina. Dicen que a los poetas los poemas se los regalan los dioses. Pero a los narradores no, hay que sentarse con disciplina y al cabo de media hora te llega la concentración necesaria...
Para terminar voy a acabar con una frase que dijo Millás al respecto de la infancia que me gustó mucho: “Crecer consiste en fingir que entiendes”.
Quizás me he extendido mucho en el comentario de la conferencia de ayer. Seguro. Pero qué bueno Millás, qué bueno.
Premios Nacionales en la Biblioteca Nacional de España: Juan José Millas
Sesión del ciclo Premios Nacionales en la Biblioteca Nacional de España.
Conferencia Las palabras, a cargo de Juan José Millas, Premio Nacional de Narrativa 2008.
Ciclo organizado en colaboración con la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, del Ministerio de Cultura.
Información de interés
Horario:
Miércoles 18 de noviembre, a las 19:00 h.
Dirección:
Salón de actos.
Entrada libre – Aforo limitado
Anualmente, el Ministerio de Cultura, a través de la Subdirección General de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas, dependiente de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, entrega los Premios del Libro, la Lectura y las Letras, cuyo objetivo es estimular la creación literaria mediante el reconocimiento público de la labor de los autores cuyas obras han destacado especialmente a juicio de un jurado de expertos en cada modalidad, así como reconocer la labor de apoyo a la difusión de la cultura de determinadas entidades y profesionales.
El año 2008 CEGAL y Programa Autor, Autor recibieron el Premio Nacional de Fomento de la Lectura; Fernando García de Cortázar, el de Historia de España y Juan Goytisolo, el Permio Nacional de las Letras Españolas. En el apartado de Literatura los premiados fueron: Juan José Millás; en la modalidad de Narrativa; Joan Margarit, en la modalidad de Poesía; Justo Beramendi; en la modalidad de Ensayo; Miguel Romero Esteo, en la modalidad de Literatura dramática y Agustín Fernández Paz, en la modalidad de Literatura infantil y juvenil.
Las siete editoriales del proyecto Contexto, recibieron el Premio a la Mejor Labor Editorial Cultural; Miguel Martínez-Lage, a la Mejor Traducción; María Teresa Gallego Urrutia, a la Obra de un Traductor; Paco Roca, el Premio Nacional del Cómic y Arnal Ballester Arbonés, que recibió el Premio Nacional de Ilustración.
Coincidiendo con las reuniones de los jurados que, en estos días, están dando a conocer los nombres de los galardonados en la edición de 2009, la Biblioteca Nacional de España, gracias a la colaboración de la Subdirección General del Libro, la Lectura y las Letras y la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas acoge este ciclo Premios Nacionales en la Biblioteca Nacional de España, en el que va a ser posible escuchar las palabras de algunos de los premiados el pasado año.
Os dejo con un artículo sobre palabras y diccionarios de Juan Jose Millás que a mí me gustó mucho. Espero que a vosotros también.
LAS PALABRAS DE NUESTRA VIDA
24/02/2009
Resulta difícil imaginar un artefacto más ingenioso, útil, divertido y loco que un diccionario.
Toda la realidad está contenida en él porque toda la realidad está hecha de palabras. Nosotros también estamos hechos de palabras. Si formamos parte de una red familiar o social es porque existen palabras como hermano, padre, madre, hijo, abuelo, amigo, compañero, empleado, profesor, alumno, policía, alcalde, barrendero...
Escuchamos las primeras palabras de nuestra vida antes incluso de recibir el primer alimento, pues son tan necesarias para nuestro desarrollo como la leche materna. Por eso sabemos que hay palabras imposibles de tragar, como un jarabe amargo, y palabras que se saborean como un dulce. Sabemos que hay palabras pájaro y palabras rata; palabras gusano y palabras mariposa; palabras crudas y palabras cocidas; palabras rojas o negras y palabras amarillas o cárdenas. Hay palabras que duermen y palabras que provocan insomnio; palabras que tranquilizan y palabras que dan miedo.
Hay palabras que matan. Las palabras están hechas para significar, lo mismo que el destornillador está hecho para desatornillar, pero lo cierto es que a veces utilizamos el destornillador para lo que no es: para hurgar en un agujero, por ejemplo, o para destapar un bote, o para herir a alguien. Las palabras nombran, desde luego, aunque hieren también y hurgan y destapan. Las palabras nos hacen, pero también nos deshacen.
La palabra es en cierto modo un órgano de la visión. Cuando vamos al campo, si somos muy ignorantes en asuntos de la naturaleza, sólo vemos árboles. Pero cuando nos acompaña un entendido, vemos, además de árboles, sauces, pinos, enebros, olmos, chopos, abedules, nogales, castaños, etcétera. Un mundo sin palabras no nos volvería mudos, sino ciegos; sería un mundo opaco, turbio, oscuro, un mundo gris, sombrío, envuelto en una niebla permanente. Cada vez que desaparece una palabra, como cada vez que desaparece una especie animal, la realidad se empobrece, se encoge, se arruga, se avejenta. Por el contrario, cada vez que conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se multiplica.
Pese a la modestia del primer diccionario que tuve entre mis manos (uno muy básico, de carácter escolar), recuerdo perfectamente la emoción con la que lo abrí y me adentré en aquella especie de parque zoológico de las palabras. Las primeras que busqué fueron, lógicamente, las prohibidas, para ver qué aspecto o qué costumbres tenían, como el niño que en el zoológico busca las jaulas de los animales más raros o exóticos o quizá más crueles. Una vez saciada esa curiosidad, caí rendido ante el misterio de las palabras de cada día. Me fascinaba aquella vocación por decir algo, por significar. A menudo, yo mismo ensayaba definiciones que luego comparaba con las del diccionario, asombrándome ante la precisión de bisturí de aquellas entradas. No se podía decir más ni mejor en menos espacio. Me maravillaba también la invención del orden alfabético, sin duda el más arbitrario de los imaginados por el ser humano y sin embargo el más universalmente aceptado. Al contrario del resto de los órdenes, no se sabe de nadie que haya intentado cambiarlo o subvertirlo.
En el diccionario están todas las palabras de nuestra vida y de la vida de los otros. Abrir un diccionario es en cierto modo como abrir un espejo. Toda la realidad conocida (y por conocer para el lector) está reflejada en él. Al abrirlo vemos cada una de nuestras partes, incluso aquellas de las que no teníamos conciencia. El diccionario nos ayuda a usarlas como el espejo nos ayuda a asearnos, a conocernos. Pero las palabras tienen, hasta que las leemos, una característica: la de carecer de alma. Somos nosotros, sus lectores, los hablantes, quienes les insuflamos el espíritu. De la palabra escalera, por ejemplo, se puede decir que nombra una serie de peldaños ideada para salvar un desnivel. Pero esa definición no expresa el miedo que nos producen las escaleras que van al sótano o la alegría que nos proporcionan las que conducen a la azotea; el miedo o la alegría (el alma) la ponemos nosotros. De la palabra oscuridad se puede predicar que alude a una falta de luz. Pero eso nada dice del temblor que nos producía la oscuridad en la infancia (el temblor, de nuevo, lo ponemos nosotros).
Las palabras tienen un significado oficial (el que da el diccionario) y otro personal (el nuestro). La suma de ambos hace que un término, además de cuerpo, tenga alma. Por eso se habla del espíritu o de la letra de las leyes. Cada vez que abrimos un diccionario y leemos una de sus entradas estamos insuflando vida a una palabra, es decir, nos estamos explicando el mundo.Resulta difícil imaginar un tesoro más grande que el compuesto por el María Moliner, el Coromines o el Larousse, además del Oxford y el de sinónimos y antónimos. No es que ese conjunto fuera perfecto para llevárselo a una isla. Es que él es en sí mismo una isla. Una isla de significado, es decir, una isla de sentido.