Llegar volando hasta él como hacen las gaviotas.
Descubrirle veraneando bajo el sol en aquella isla cerca de Olhao. Encontrar sus puertas abiertas y poder saborear su interior como si fuera el helado de nata y fresa más apetecible.
Subir los primeros 150 escalones y saberte ahí, en su vientre fresco, ascendiendo su columna vertebral, respirando su aliento de siglos y salitre.
Y seguir recorriendole, subiéndole, para en lo más alto poder admirar su sombra a tu lado, tumbada en la arena de aquella inmensa playa de la Isla de Culatra.
Despacio dar la vuelta a su linterna, contemplando, interiorizando, el horizonte que él ve.
Para poder bajar de nuevo, peldaño a peldaño, asomándote por cada una de sus ventanas, peldaño a peldaño, pisando cada uno de los baldosines ajedrezados de su casa en penumbra.
Suspirar.
Estás aquí. Estás.
Y despedirte con una sonrisa y un insignificante gracias por su enorme hospitalidad.
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