A los cincuenta me nacieron alas.
Dejaron de pesarme los senos
y los pensamientos que cargaba desde niña.
A las alas les enseñé a volar
desde mi mente que había volado siempre,
y comprobé desde el aire
que mientras yo anduve dormida tantos años
alguien trabajaba afanosamente
recogiendo plumas para hacer esas alas.
Tuve suerte de que cuando estuvieron hechas
me encontraron despierta en el reparto.
Podría haberme emborrachado
de ansiolíticos potentes
o de vodka barato.
Podría haberme enganchado
a la coca, a las telenovelas
o al chocolate.
Podría haberme hecho adicta
a tus ausencias
a tu malquerer, a tu dolor,
a tu lista de contraindicaciones,
pero preferí averiguar
qué eran los dos bultos
que me nacían en la espalda
y echarme a volar.
Yo fui una niña mujer
y ahora soy una mujer niña.
Cuando debía jugar a las muñecas
ya sostenía niños de verdad en brazos
y me perdí el asombro de descubrir
que la vida es un infinito modo de caminar.
Ahora que debería sentir los brazos
cansados,
como me nacieron alas,
ando volando por encima del mundo que
me fue negado
y desde el aire puedo ver los atajos
que, ahora sé, llevan al mismo lugar.