Ya de muy niños, mis piratas comenzaban a surcar sus vidas encarándolas con un ánimo muy distinto.
El mayor, el moreno, nació el más atrevido, el más intrépido de los tres. De pequeño nadaba el más rápido y no ha parado de moverse, atesorando méritos y experiencias, para trazarse recto su camino, el que va desde aquella espada hasta pilotar su propio navío. Mi valiente y autónomo niño mayor.
El del medio, el rubio, nació como su padre y, plácido, hace malabares con los silencios hasta que le da por contar y contar. Sigue siendo el más callado, el que mastica y se traga los sinsabores con aparente, solo aparente, estoicismo. Nos lo secuestraron las pantallas y siguen pidiéndonos un rescate por soltarlo.
Y al pequeño todavía puedo verlo llegando a casa siempre con muñequitos en las manos y una sonrisa pegada en su carita. El más sociable de los tres, echaba a caminar por la arena de la playa y tan campante se iba y se iba y se iba, y como no estuvieras atento le veías ya como un punto en el infinito. Un punto ufano y feliz.
Solo se llevan un año y siguen siendo tan diferentes como eran. Treinta años después me conmueve ver como han crecido, las compinches que buscaron, el destino al que, seguros, van encaminándose buscando su sitio. Mis piratas siempre me hacen sonreír.
A media tarde me llegó un guasap: "Tía estoy jugando a las categorías y me acuerdo mucho de ti". Me ha regalado una carcajada. No es fácil tener una tía tan pesada como yo con las palabras. Si yo lo comprendo. "Estas navidades jugamos" decía el siguiente. Porque ¿A qué quiero yo jugar siempre en las reuniones familiares? Y al leer sus guasap, he engordado tanto, tanto, tanto que he tenido que sacar un brazo por la ventana, otro por la puerta de la cocina y la cabeza por la chimenea de mi edificio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios me enriquecen, anímate y déjame uno