Yo que había tenido un ventanal con unas vistas preciosas, me acostumbre a no tener ventana.
Nos acostumbramos a todo, incluso a lo que imaginamos imposible.
Después, ni ventanal ni ventana, tuve un balcón.
Uno por el que entraba el aire y hacía bailar hasta a las cortinas, uno por el que entraba un sol que me daba los buenos días, acariciando con sus rayos la mesa en la que trabajaba.
No hay que acostumbrarse a nada, ni a lo que imáginábamos imposible, ni a lo que nos hace más gratos los días.
A nada.
El ventanal, la pared rasa, el balcón, está en nuestro interior. Ahí solo.
Como todo.
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