Gol, gol, gol
No hay ningún hecho histórico, espiritual, científico, político ni social que reciba, ni de lejos, un clamor colectivo tan intenso como el que produce un gol.
Hay remates espectaculares con el delantero y el guardameta chocando en el aire que mueven a la admiración, pero muchas veces, debido a cualquier fallo, el balón rueda tontamente y se cuela en la portería de forma estúpida. En cuánto traspasa la línea de meta las gradas estallan con mismo alarido irracional, y en los bares, en las salas de estar, en plazas de los pueblos más remotos del planeta, gentes de todas las razas se levantan de los asientos y se abrazan ante las pantallas del televisor. En el mundo de hoy no existe misterio más profundo que este entusiasmo nacido de una simple patada.
La alianza de civilizaciones ahora mismo se realiza en los vestuarios de los equipos de fútbol, donde comparten las ovaciones y el sudor jugadores de distints etnias y naciones, sometidos a la dictadura de un entrenador y al silbato tantas veces equivocado del colegiado. En ninguna actividad humana existe tanta distancia como la que se da entre un divo del balompié, multimillonario, adorado por las multitudes de todo el planeta, y el árbitro que dirige el encuentro. No obstante, este personajillo subalterno, vestido de negro y con un suldo para ir tirando, tiene la suprema potestad de levantar una tarjeta roja ante las narices sudadas del superhéroe y con un gesto disciplente expulsarlo del campo. En ese momento se produce un extraordinario prodigio, que consiste en que el jugador obedece. En ningún orden de la vida se da este milagro. Imagínese usted a un apoderado del Banco de Santander mandando a casa a Botín por cualquier zancadilla financiera o a un tipo de la calle señalándole el vestuario a un presidente del Gobierno y que ambos con la cabeza gacha obedecieran. Ese enigma acontece en el fútbol, pero eso no es nada frente al delirio explosivo que concita un gol. Ante un descubrimiento científico de primer orden, el público ni siquiera aplaude; cuando el Papa en una concentración de masas eleva la hostia consagrada, los fieles guardan silencio; si los jueves emiten una sentencia justa, nadie hace la ola; tampoco se levanta ningún rumor en la calle ante un decreto trascendental del Gobierno.
En cambio, un balón entra en la portería, y la humanidad se comprime, el locutor aúlla, y entonces se produce un big bang que va desde la íntima miseria que cada ciudadano arrastra hasta la máxima expansión de dicha colectiva.
Manuel Vicent
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