Lo reconozco me ha gustado. Y por muchas razones. Ha dibujado una sonrisa en mi cara y una especie de reconfortadora sensación me ha llenado cuando he terminado de leerlo "Hombre... me he dicho ¡qué bien!". Porque una está acostumbrada a que de los funcionarios se hable mal, y no se puede evitar que cuando no es así te llegue al alma (alma de funcionaria sí, que para eso he opositado dos veces, tres mejor dicho, una de ellas habiendo aprobado también, pero sin plaza; alma de funcionaria sí, que me lo he ganado, pero alma al fin y al cabo...).
Estoy hablando de un relato. Uno corto que encontré en la sección de cultura del periódico El Mundo. Un relato de Lorenzo Silva del que hablaré en otra entrada. Seguro. Porque me gustan mucho sus libros, porque a mi modo de ver es un buen escritor y porque además no le importó nada de nada, sino que lo hizo con mucho agrado, venir una tarde a nuestro de taller de Villaverde (cuando éramos taller) a hablarnos de literatura y de ser escritor. Eso siempre se agradece.
Por todo eso aquí os dejo el relato en cuestión. Porque leerlo fue un descubrimiento. Porque Lorenzo Silva siempre me gusta escribiendo. Porque gracias otra vez. Y porque claro, va de funcionarias, pero de las buenas, eso sí.
Espero que os guste.
Elogio de la funcionaria
Así es el desolador aspecto que presenta el Registro Civil. Foto: Efe
Lorenzo Silva*
Así es el desolador aspecto que presenta el Registro Civil. Foto: Efe
Lorenzo Silva*
Actualizado jueves 21/05/2009 11:20 horas
La gestión, en sí misma, ya era bastante desagradable. Solicitar una certificación de divorcio. Tanto como pedir que la autoridad acredite, a todos los que la vieren y entendieren, que el interesado ha errado en una de las decisiones cruciales de la vida.
Por eso a Armando, de entrada, le apetecía poco el trámite, pero cuando vio la cola de 50 personas que había a las puertas del Registro Civil a las 8.15 de la mañana, 45 minutos antes de que la oficina abriera, se lo llevaron los demonios.
Por si aquella multitud fuera poco, dos carteles pegados en la puerta advertían que había una funcionaria de baja y que a las 13.00 se dejaría de atender a quien no hubiera conseguido a quien no hubiera conseguido uno de los 20 números que se repartían en el momento de la apertura.
Armando observó a la concurrencia. En un 80%, inmigrantes. No dejaba de ser lógico, ellos protagonizaban el grueso de los partos, y buena parte de las vicisitudes sobre tutela y custodia de menores, que son el negocio fundamental del Registro Civil. Además de las nacionalizaciones y los trámites a ellas asociados. Seguramente eso explicaba el maltrato administrativo. Bastante tenía, aquella horda de indios, negros y moros, con respirar el aire de la Unión Europea.
Armando supuso (mejor dicho, habría apostado) que aquella oficina tendría un responsable que a las 8.15 distaba de estar incorporado a su puesto de trabajo. Imaginó que a las 11.00 (dentro, cómo no, de esas ínfimas cuatro horas de atención al público), los funcionarios saldrían media hora a tomar un café. Y poco a poco se fue envenenando. Cuando a las 9.04 (ya sólo serían tres horas y cincuenta y seis minutos de atención al público) se abrió por fin la puerta y la cola de sufridos y dóciles administrados se apelotonó a la entrada, estaba más que predispuesto a montar la de San Quintín.
Pero entonces, sucedió un milagro. Al otro lado del mostrador sólo había una funcionaria. Cincuenta y muchos años, poca estatura, voz enérgica. En apenas un cuarto de hora liquidó la cola. Clasificó a la gente. Los que venían a hacer un trámite largo, a los que les daba un número. Los que venían a recoger un papel, a los que despachaba en el acto. Los que venían a hacer una gestión corta, a los que también atendía sobre la marcha.
A Armando le pasó una breve instancia, donde sólo debía aportar tres datos, y le pidió que la rellenase. Luego se la recogió y le dijo que tendría la certificación en dos días. Armando osó alegar que su nueva vida estaba a 600 kilómetros. La funcionaria le dijo que si se lo acreditaba de algún modo tendría el certificado en dos horas. Sin dar crédito, Armando extrajo su DNI.
Dos horas después, con el certificado en la mano, Armando reparó en la tragedia. Aquella funcionaria no recibía del Estado mayor recompensa que los que con su desidia contribuían (incluidos todos sus jefes, hasta el ministro) a que en pleno siglo XXI, España tuviera una administración del siglo XIX.
*El escritor continúa esta nueva serie de relatos con elmundo.es sobre personas anónimas inspirada en hechos reales.
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