Nos gustaba divisarlo en la lejanía desde el Faro de Camarinal.
Admirar ese enclave privilegiado en el que estaba situado, entre dos playas larguísimas
y sobre unas rocas casi en medio del mar.
Veraneábamos en Barbate, en Zahara de los Atunes, en Atlanterra, donde el bunker.
Nos gustaba ir dando nuestras coordenadas así, cómo si fuéramos abriendo muñecas rusas, empequeñeciendo ese mundo paradisíaco hasta hacerlo manejable.
Si es que tenía algo de manejable un viejo bunker militar de los años 40 que hablaba de un pasado de intrigas durante la II Guerra Mundial, un pasado de enclaves estratégicos e invasiones anfibias, pero que ahora estaba abandonado a su suerte en medio de esas aguas frescas y cristalinas.
Primero jugábamos a hacer carreras y llegar hasta él.
Trepar las rocas sobre las que se elevaba su estructura rectilínea de hormigón y, gracias a la cuerda que alguien había dejado colgada, lograr entrar en su vientre sucio pero misterioso.
No nos costaba nada imaginar ametralladoras y hasta algún cañón,
para nuestra mente infantil y despierta no había nada más atractivo ni sugerente en todo el entorno donde quemar nuestras energías.
Con el tiempo solo íbamos paseando toda la orilla,
acercándonos a él despacio,
conversando mientras nuestros pies hacían el difícil camino sobre la tierra mojada
y los pedacitos de caracolas que el mar enfurecido había olvidado en ella.
Había que caminar mucho hasta tenerlo cerca,
caminar mucho hasta ir distinguiéndolo cada vez más nítido desafiando al oleaje,
más grande, más raro allí colocado.
Pero eso te aseguraba poca compañía y tranquilidad absoluta
en la pequeña cala resguardada del levante.
Ideal para aquellos primeros encuentros románticos de nuestra adolescencia.