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viernes, 12 de marzo de 2021

"450.000 fotografías" Relato de Rocío Díaz.

 


 

#HistoriasdePioneras.

 

450.000 fotografías

 

Se llamaba Katia y a los 14 años descubrió que nada le habría hecho más feliz que sentir circulando por sus venas, en vez de sangre, ríos de lava. Aunque lo cierto era, que de algún modo, ya la recorrían. Solo así podía explicarse esa fascinación que desde niña sentía por esos montes que nos conectaban con el centro de la tierra. Esa mujer menuda llegaría a adorar las montañas de fuego. Y en justa correspondencia el dios de los volcanes la reclamó para sí.

Katía había nacido en la Alsacia francesa, en su infancia conoció los volcanes por los vídeos y los libros. Pero tanto la hipnotizaron que en cuánto tuvo uso de razón pidió que la llevaran a visitarlos. A los 7 años conoció el Etna, el Strómboli, el Vulcano. Los sentía poderosos.

En la Universidad de Estrasburgo donde estudió física y geoquímica, tuvo la inmensa suerte de coincidir con otra persona con idéntica pasión. ¿Quién podría decir si no, que le gustaría morir en un volcán? Solo alguien que a continuación lamentase que la probabilidad de poder hacerlo era bastante baja. Pero qué equivocado estaba. ¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Katia siempre supo que no encontraría a otro como él. Eran las únicas dos piezas del mismo puzle. El suyo fue un amor que duraría hasta que, un cuarto de siglo después, ambos corrieran en busca de la peor erupción que habían visto en su vida.

Pero hasta que llegó ese día unieron sus vidas para dedicarla al estudio de los volcanes. No hay demasiados vulcanólogos en el mundo, y entre ellos apenas unos cincuenta se dedican a los volcanes activos. Los Krafft destacaron entre éstos últimos, haciéndose muy famosos por estar siempre al pie del volcán más peligroso.

Su primer viaje juntos, a modo de luna de lava, fue al Strómboli. No tenían mucho dinero, y su equipo no era el apropiado. Años después se reirían juntos viendo en las fotos y grabaciones como su ropa iba desintegrándose por los gases, a medida que iba transcurriendo el viaje. Qué desastre.

Viaje a viaje, fueron aprendiendo. Y mientras lo hacían, iban desaprendiendo a tener miedo. Fueron pioneros en hacer reportajes de volcanes en erupción. Ella fotografiaba, él filmaba. Ambos se necesitaban, se complementaban, se extasiaban con la cruel belleza de la lava. Y gracias a sus reportajes, a la información que ellos proporcionaban desde el lugar, se pudieron evacuar zonas en peligro salvándose muchas vidas.

Pero ¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Cada vez querían sentir erupciones más tremendas, cada vez contemplarlas desde más cerca, a menudo rozando los 30 centímetros de distancia. A la mínima señal de humo saliendo de cualquier volcán del mundo, cogían lo necesario y eran los primeros en aparecer. Valientes e intrépidos, en un año recorrieron el mundo 8 veces, saltando de volcán en volcán.

Hubo veces que solo se hablaba del Sr. Kraff, cuando se daban a conocer los hallazgos importantes para la ciencia, a los que habían contribuido ambos. Algunos medios no nombraban a Katia, aunque siempre estaba a su lado. De hecho, fue ella quien creó el cromógrafo, un pequeño analizador de gases portátil, y quién se especializó en los volcanes de nubes ardientes.

Pero fueron ambos los que realizaron conferencias, publicaron libros, participaron en programas de televisión y entrevistas. Él sumó unas 300 horas de filmación y Katia unas 450.000 fotografías. En la mayoría de ellas se los puede ver siempre al borde del abismo, la lava casi a sus pies, recortándose su silueta sobre el fondo rojo y gris de un volcán en erupción. Ambos vestidos con sus trajes especiales, plateados o de aventura, ambos con el mismo gorro rojo, e idéntica y enorme sonrisa, trotando apenas a unos pasos. Y como fuegos artificiales el material piroclástico cayendo en cascada tras ellos. 450.000 fotografías trasmiten su felicidad.

Katia fue una pionera de la vulcanología activa, los dos lo fueron, mientras sucumbían a su mayor pasión.

 

Hasta que la mañana del 3 de junio de 1991 los encontró muy cerca de El volcán Unzen en Japón. Llevaba dormido casi 200 años y cuando despertó quiso mostrar al mundo todo el sueño acumulado. Quiénes llevaban más de veinte recorriéndolo y presenciando erupción tras erupción, no hicieron caso de su alarde. Quizá porque habían perdido el miedo, quizá porque ya nos les importaba morir. Y quisieron acercarse más, pensando que era seguro quedarse en la meseta que eligieron. De pronto el Unzen quiso demostrarles su error y escupió una densa e inmensa nube de gases, rocas y cenizas de 800 grados centígrados que se abrió paso en cuestión de segundos, envolvió y arrasó todo lo que encontró y avanzó segura en la dirección en la que estaban.

¿En qué momento la pasión se convierte en enfermedad? Quizá su marido, al final, consiguió cumplir uno de sus sueños: Navegar de algún modo sobre un río de lava. Lo que no podemos dudar es que a su lado, con la cámara colgando del cuello y una enorme sonrisa, iba Katia de su brazo. 

 

 Rocío Díaz Gómez

 

lunes, 8 de marzo de 2021

"La cesta de caperucita" Relato de Rocío Díaz

 

La preciosa Ilustración es original de Johanna Concejo

Os dejo uno de mis cuentos para este día 8 de marzo.

Quizá algunos ya lo conocereis, pero nunca sobra un cuento.


La cesta de Caperucita


Blancanieves despertó y nada más sacar las piernas de debajo de la colcha vio horrorizada que le habían crecido en ellas unos pelos más largos que su melena, bueno quizá no tanto, pero desde luego sí más negros que la boca del lobo de la casa de al lado. Corriendo fue derecha al cuarto de baño cogió la silkepil y, sin tan siquiera desayunar su kiwi acostumbrado, se la acercó decidida a las piernas. El aullido tuvo tal potencia que no solo se escuchó en todo el cuento, sino que atravesó todos los cuentos del libro en el que vivían, sobrevoló los demás libros de ese estante y terminó por recorrer la librería entera antes de perderse en el horizonte. Fueron tantas las palabras malsonantes que salieron de la dulce boquita de la princesa, tantos los juramentos e insultos que profirió mientras se frotaba la pierna dolorida, que hasta los piratas y gentes de mal vivir de otros cuentos tuvieron que taparse los oídos y quedaron mudos de la impresión durante siglos. Se cree que Mudito lo es, desde ese aciago día.
Caperucita que vivía en el cuento de al lado, y aún no había salido de casa, preocupadísima corrió hasta su puerta. Pero Blancanieves aunque escuchó el timbre no quiso abrir. ¿Con esa pinta? Porque desde luego ella no pensaba acercar jamás esa silkepil infernal a su pierna. Prefería otra indigestión de perdices, y mira que las había cogido asco.
Caperucita, viendo que nadie abría, olvido el decoro y comenzó a llamarla con unas voces más fuertes que Garbancito en la tripa del buey. “Shhhh, ya voy, calla” dijo Blancanieves reconociendo la voz de su amiga y preocupada por si despertaba a Bella que vivía tres cuentos más allá. “Estarás ronca…” fue lo primero que dijo Caperucita. “Ronca ¿yo?”. “Sí tú ¿Te duele la garganta? Después de ese grito…” insistió irónica la de la capucha. “No estoy para tonterías porque mira…” solo contestó Blancanieves, y sin decir más se abrió la bata de princesa de par en par mostrándole las peludas piernas.
El de Caperucita fue el segundo alarido de pavor de aquella mañana. “¡Pero tía que eres princesa no puedes ir así por el cuento!” “Ya lo sé…” -Contestó entre hipidos Blancanieves- “Pero duele muchííísimo” y señaló la silkepil como si fuera la guillotina de María Antonieta. “¿Has probado con la cera?” contestó Caperucita y sin esperar respuesta corrió hasta su casa y trajo varias cajas de tiras, pues con una caja y semejante pelambrera, no iban a tener ni para las corvas… Pero solo fue capaz de colocarle una tira. Primero llegaron las mil y una quejas: “¡Pero qué está ardiendo! ¡Céntrate que soy Blancanieves no Juana de Arco!” Y después al primer tirón el ronco aullido que salió de la garganta de Blancanieves antes de desmayarse despertó de golpe a la Bella durmiente sin beso de amor ni nada parecido pero con una taquicardia tal que casi desaparece de su cuento y de todos por siempre jamás.
Caperucita mojó un pico de su capa en agua fría y se la puso a Blancanieves en su regia frente a ver si espabilaba. “Blanqui, blanqui, venga, ya pasó, ya pasó…” le decía con ternura mirando de reojo a sus piernas peludas con aprensión. Blancanieves, pálida ya de por sí, estaba del color del papel en que la inventaron. Pero Caperucita insistió tanto en sus paños fríos que tras un par de estornudos a Blancanieves le fue volviendo el color. Sin embargo abrió los ojos, vio sus piernas de nuevo y comenzó a llorar sin remedio: “Tengo más pelos que los siete enanitos juntos ¿Qué voy a hacer?” “Tú no te preocupes, que ya inventaremos algo…” le consolaba Caperucita. “¿Pero no lo ves? Digo yo los siete enanitos juntos ¡tengo más pelos que tu lobo!” “¡Ay no me hables de mi lobo, no me hables! -contestó Caperucita- ni me lo mientes que me tiene contenta…” “Peor que lo mío no será…” “Pues no sé qué decirte…” dijo Caperucita moviendo su cabeza preocupada. “A ver cuenta, cuenta” le dijo Blancanieves olvidando por un momento su pena. “Pues tía que ahora le ha dado por colgarse del brazo mi cestita” “¡Qué me dices!” “¡Cómo lo oyes! Y se mira al espejo, y se remira, y ahora va para acá y ahora para allá, con más soltura que yo, mientras le hace morritos al espejo. Y chica como siempre está con ella al retortero, voy a salir y ni la encuentro… Como hoy. Me has pillado en casa por eso. ¿Dónde me la habrá metido?” “No andará muy lejos” “Pues no la encuentro y mira que he rebuscado en páginas y páginas de nuestro cuento. Pues no aparece. No me tiene roja, me tiene negra y más que negra. Éste es muy capaz de haberse ido a la calle con ella…” Y la imagen del lobo con la cesta por el bosque terminó por hacerlas soltar una carcajada. “No sé ni cómo me río…” dijo Blancanieves. “Si tú supieras… ¿Pero de quién te crees que son éstas tiras de depilar?” “¡No fastidies! Pero qué dolor, es inhumano!” “Normal, él no es humano… Además dice que la belleza es dolor y lejos de importarle cuando no está con la cesta está liado con las tiras… Me va a volver loca, y entonces ya seremos dos en mi cuento”. “Qué animal –dijo pensativa Blancanieves- con la suerte que tiene de ser lobo. La suerte de poder salir con sus pelos al aire. Lo que yo daría por no tenerme que depilar…” Y ambas se quedaron calladas pensando. Hasta que Caperucita mirándola fijamente le dijo “Y exactamente ¿Qué darías? No lo digas por decir, y piénsalo bien ¿Qué darías por no depilarte? ¿Qué darías por no hacer lo que se supone que debes hacer siendo princesa?” Y a Blancanieves no le costó demasiado contestar: “Cambiaría el cuento”. “¿Sí? ¿De verdad lo harías?” Insistió Caperucita a la que ya le rondaba una traviesa idea bajo la capucha. “De verdad de la buena” contestó Blancanieves, acariciándose sus peludas piernas de princesa antes de sonreírle.
Cómo era de imaginar desde aquel día Caperucita y Blancanieves cambiaron sus papeles y por tanto su destino. Caperucita se ha acortado la capa, y con la tela que le ha sobrado se ha hecho un tanga rojo con el que espera feliz a su príncipe de turno.
Blancanieves prefiere al lobo. Le encuentra menos afectado y le da mucha más libertad. Ella es feliz sin estar a merced de maquinitas despiadadas y arropada por sus pelos; feliz sin vestirse de princesa y mucho más sin tener qué parecerlo. Y a él le gusta más ella cuando se gusta a sí misma. Además anda dándole vueltas a lo del laser, le han dicho que, aunque es más laborioso, el resultado es mucho más definitivo.
El problema es la cesta. Sigue sin aparecer. Así que habrá que seguir cambiando el cuento, uno a uno los cuentos, hasta que todos los personajes estén contentos y en paz con ellos mismos, con lo que tienen y lo que son.
 Y mientras, seguiremos atentos a ver si aparece la dichosa cesta.

©Rocío Díaz Gómez

 

 

jueves, 21 de enero de 2021

"Don Andrés y mis redacciones" - Relato de Rocío Díaz

 

Esta foto está tomada de internet

 #MiMejorMaestro 

 

 

Don Andrés y mis redacciones

 

Querido don Andrés,

Hoy me acordé de usted. De pronto le he visto, a pesar de mi incipiente presbicia, con una nitidez increíble. He vuelto a ver su pelo liso, bien peinado a raya por delante, pero revuelto por detrás. He vuelto a ver sus gafas grandes de pasta y de miope, su anodina chaqueta a cuadros, y su semblante, no se me ofenda, más anodino aún.

No le veo desde hace ¿Cuánto? ¿Cuarenta años? Fíjese, que yo creo que sí, que los cuarenta desde luego. Cuarenta y seguramente cuarenta y uno, que total a estas alturas de la vida, no voy a andar racaneando con los años. Sería absurdo. Sobre todo cuando aquí los tengo, debajo de los ojos y sobre la espalda. Cuarenta, qué barbaridad. Y ni le volví a ver más, ni he vuelto a saber de usted. Y aunque cierto es que nuestro colegio lo cerraron, no lo es menos que yo estaba muy ocupada viviendo mi adolescencia, mi juventud, mi vida adulta, para andar pensando en usted, que ni fue mi profesor más atractivo, ni el más dicharachero. ¿Verdad don Andrés? A estas alturas si no racaneamos con los años, tampoco vamos a hacerlo con las verdades.

Sin embargo hoy, qué cambalache de ideas habré yo revuelto en el trastero de mi memoria, para que de pronto aparecieran su traje y sus gafas, apareciera su pelo y su semblante tristón, y yo me viera de nuevo ante usted en aquella clase de la EGB, después de tantos años y tantos escritos. Así de absurda, complicada y maravillosa es esta vida.

Esta vida de ¿escritora? Más bien de aficionada a la escritura, porque don Andrés para mí los escritores siguen siendo los que viven de sus escritos. Y yo, afortunadamente, no como de lo que gano escribiendo.

Porque le confieso que me importa tanto escribir, tanto, que si tuviera que vivir de esto, en tardes como la de hoy, que no he conseguido escribir ni media página, no podría merendar. Y discúlpeme pero eso son palabras mayores, que yo la merienda no la perdono. Tardes como la de hoy, que se me han pasado mis buenas dos horas, y tres, que entre usted y yo ya no hay medias verdades, delante del ordenador sin hilvanar ni media historia, ni un cuarto de párrafo, ni tan siquiera una mágica y primera frase. Esa primera de la que tirarme, como de un trampolín, para empezar a dar brazadas en un relato. Tardes como la de hoy, qué tristeza don Andrés, qué tristeza, en las que verme como si aún tuviera doce años, y usted me hubiera mandado de deberes una redacción que no supiera ni por donde encaminarla.

Y ha sido pensar eso, y pensar en usted. Y sin darme cuenta he comenzado a escribir. Bendito don Andrés. He comenzado a escribir, a escribirle esta carta que nunca podré enviarle. Cuarenta, qué barbaridad, quizá usted ya ni viva.

Pero yo seguía, erre que erre, tejiendo frases ¿sabe? Una frase y otra frase y otra después porque yo le contaría tantas cosas de cómo me ha ido… De cómo me ha ido con las palabras, con los relatos, con las historias. En fin, con sus redacciones, ya sabe a lo que me refiero.

Porque usted siempre ha estado ahí, desde los comienzos, cuando nos ponía de deberes una redacción con un tema. La primavera, las vacaciones, la navidad. Y yo siempre las comenzaba todas igual: “La Primavera ¿qué es la primavera?” Y después por fin encontraba el hilo de Ariadna por algún lado y comenzaba a tejer. Porque redactar, narrar, inventar, no era como aprenderse de memoria las Preposiciones: «A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras». Aún recuerdo la retahíla. Aquello era otra cosa, por eso tenía que recurrir a mi pregunta de rigor: “La Primavera ¿qué es la primavera?” y dejarme llevar. Que ya podía usted haberme dicho, don Andrés, que cambiara de vez en cuando ese comienzo, qué niña tan cansina era yo, ahora lo sé, con la dichosa preguntita.

Pero usted no, usted me escuchaba callado, caminando por el pasillo entre los pupitres, o sentado en su mesa. Me escuchaba serio, atento, hasta que yo terminaba. Después decía: “Muy bien”. Eso me decía, nada más. Sin decir mi nombre de nuevo, sin una sonrisa. Bajaba la cabeza, y apuntaba en su cuaderno, mientras yo me sentaba otra vez. Después en mis notas siempre me daba un ocho, quizá un ocho y medio, hasta alcanzar el nueve de fin de curso.

Vaya pareja que estábamos hechos, usted y yo. Yo deseando que le agradaran mis redacciones y usted escatimándome las palabras hasta la calificación final.

Y aun así, hoy ha vuelto a estar ante mí, ha aparecido detrás de una esquina de mi memoria. Con su traje chaqueta manchado de tiza y su pelo despeinado por detrás, que se notaba que había salido pitando de casa por llegar a tiempo al cole, como yo, como todos. No sé los años que tendría, seguramente era mucho más joven de lo que yo, a mis doce años, creía.

Y me he dado cuenta, don Andrés, de algo. Le echo de menos. Echo de menos sus deberes, esa pauta que me ayudaba a comenzar a escribir. Echo de menos su mirada atenta y sus oídos dispuestos que no se perdían ni una de mis frases. Echo de menos sus ochos que me empujaban a querer mejorar y llegar hasta el nueve a final de curso.

Cuarenta años, don Andrés, cuarenta, qué barbaridad, y todavía le veo delante de mí, cuando comienzo a escribir. Le saludo, le sonrío y ya solo tengo que pensar:

La primavera ¿Qué es la primavera?

 

Rocío Díaz Gómez.- Enero 2021

 

 

- La imagen de esta entrada está tomada de internet: https://yofuiaegb.com/

 

viernes, 1 de enero de 2021

"Todos los quesitos" de Rocío Díaz

 

 

#unaNavidaddiferente

  

Todos los quesitos

 A la niña de la foto pocas cosas le gustan más que la Navidad.

Aún no sabe que, cuando sea mayor, habrá atesorado recuerdos eternos que acarreará de por vida: doce uvas lejanas dentro de un racimo perfecto de plástico que trajeron los compañeros de papá su última navidad, una cena especial donde mamá improvisó la receta de pato a la naranja que no gustó a nadie, una mañana de Reyes que entró, cual tromba eufórica, en el cuarto de sus padres a enseñarles los regalos, en el momento más cariñoso e inoportuno del mundo.

Momentos que aún ve y huele, momentos que curvan sus labios y encogen su corazón. Momentos que guarda en el trastero de la memoria y solo ocurren en Navidad.

Por eso, porque pocas cosas existen que me gusten más que este tiempo de villancicos y regalos, aunque ya soy mayor, dejo que la niña de la foto vuelva todos los diciembres. La necesito cerca para que me ayude a colocar el belén, a cocinar las recetas que aprendí en casa, a elegir presentes y envolverlos.

Este año, antes de comenzar con los preparativos, tuve que explicar a la niña de la foto que esta navidad es diferente. Que hay normas que cumplir. Los niños, aunque sean de papel de foto, aprenden pronto. Y más, si es jugando. Y ha sido aquella niña quién ha sugerido poner tiritas en la boca de San José, María y el niño. También en el morro del buey y la mula,  en la del ángel. Seis pueden dentro del establo, ha susurrado con la caja de tiritas aún en la mano. Los tres Reyes y sus tres camellos, perdón dromedarios, también lucen su peculiar y diminuto tapabocas de plástico, pero están en otro estante, cumpliendo las distancias.

También, expliqué a la niña que este año no podremos reunirnos toda la familia en torno a la misma mesa. Me senté frente a ella y le dije que, como en el Trivial Pursuit, iremos reuniendo quesitos. En cada comida nos reuniremos con 4 o 5 de ellos, ahora primos, ahora hermanos, ahora éstos o aquellos. Y cada una de esas citas será como ganar un quesito. Festividad tras festividad. Tenemos que conseguir que, cuando terminen estas fiestas, todos los quesitos estén en nuestro poder. Ese será nuestro botín. Le digo guiñándole un ojo. Significará que habremos visto a todas nuestras personas queridas, habremos ganado nuestra partida a este bichito que nos tiene acobardados. La niña de la foto ha asentido muy seria durante toda la explicación. Muchas veces jugó al trivial con sus hermanos. Siempre elegía las preguntas marrones, amarillas y rosas. Historia, literatura, espectáculos. Si alguien sabe de ese juego es ella. Y feliz y confiada espera ganar todos los quesitos de esta Navidad diferente.

La niña de la foto lleva uno de esos “verdugos” que se estilaban tanto en los años setenta. Aquellos horribles gorros que tapaban perfectamente los oídos y la garganta. Cumplían a la perfección el objetivo principal de la madre de la niña, y se los compraba de todos los colores. Pero ésta los aborrecía como no ha aborrecido nada en toda su corta vida. Sin embargo, ahora nos va a venir muy bien que hayas venido con uno de ellos ya puesto, le cuento a mi niña de papel de foto. Habrá que ver a los abuelos en la calle, dar un paseo con ellos para que puedan tenerte cerca, ver cuánto has crecido y lo guapa que estás. En esta navidad diferente, sobre todo con los mayores, es mejor verse bajo el solecito, al aire libre. La niña de la foto siempre fue obediente, buena niña. Solo por ver acercarse al abuelo con su boina de siempre, y su bastón, siempre bien estirado aunque fuera cumpliendo años, vale la pena, aunque haya que soportar el odioso verdugo otra vez.

Esta Navidad es diferente, me confía en voz baja, mientras la llevo de la mano bajo las luces de colores, pero sigue siendo Navidad.

Pero tampoco habrá cabalgata, tengo que confesarle, al fin, a la niña que fui. Sé que eso le ha dolido de veras. Toda la vida, a la hora convenida, en la esquina de la calle que fuera, ella esperó pacientemente para ver la cabalgata. Se hizo mayor esperando a los Reyes Magos. En esta Navidad diferente, no ha habido ni San Silvestre ni Cabalgata, le explico. Para evitar las aglomeraciones, ya sabes. En su interior de papel de foto, visualiza con pesar como un montón de caramelos desperdigados en el asfalto se va diluyendo. Lo siento, le digo, sé cuánto te gusta. Pero entonces me mira, y también adivino lo que está pensando. Se relame, sin querer y sin remedio, como un gato gordo que espera su comida preferida. Y sonriendo a la niña que fui se lo confirmo: Claro, por supuesto. ¡Los roscones no nos los pueden prohibir! Y cómplices, reímos al unísono. Y la niña de papel de foto que fui, y la que soy ahora, volvemos a ser la misma persona. La que se muere por saborear un enorme pedazo de roscón de Reyes. Sí, por favor, mejor con nata.

El día siete de enero, como todos los años, tendré que despedirme, otra vez, de la niña de la foto. He crecido, y tengo que transitar por la vida sin ella. Pero ambas sabemos que nunca le he dicho adiós, solo me despido con un hasta siempre envuelto en una sonrisa. Sé, siento, que nos veremos de nuevo en diciembre y celebraremos juntas cuánto de malo dejamos atrás, poniendo otro Belén. Y para entonces no tendrán que ser solo seis los que estén dentro del Portal.

A la niña de la foto pocas cosas le gustan más que la Navidad, pero una de esas pocas, poquísimas cosas, es que le cuenten historias. Historias de Navidades diferentes. Historias de su propia vida, que nunca hubiera imaginado.

 

Rocío Díaz Gómez. Enero 2021