La preciosa Ilustración es original de Johanna Concejo |
Os dejo uno de mis cuentos para este día 8 de marzo.
Quizá algunos ya lo conocereis, pero nunca sobra un cuento.
La
cesta de Caperucita
Blancanieves
despertó y nada más sacar las piernas de debajo de la colcha vio horrorizada que
le habían crecido en ellas unos pelos más largos que su melena, bueno quizá no
tanto, pero desde luego sí más negros que la boca del lobo de la casa de al
lado. Corriendo fue derecha al cuarto de baño cogió la silkepil y, sin tan
siquiera desayunar su kiwi acostumbrado, se la acercó decidida a las piernas.
El aullido tuvo tal potencia que no solo se escuchó en todo el cuento, sino que
atravesó todos los cuentos del libro en el que vivían, sobrevoló los demás
libros de ese estante y terminó por recorrer la librería entera antes de
perderse en el horizonte. Fueron tantas las palabras malsonantes que salieron
de la dulce boquita de la princesa, tantos los juramentos e insultos que
profirió mientras se frotaba la pierna dolorida, que hasta los piratas y gentes
de mal vivir de otros cuentos tuvieron que taparse los oídos y quedaron mudos
de la impresión durante siglos. Se cree que Mudito lo es, desde ese aciago día.
Caperucita
que vivía en el cuento de al lado, y aún no había salido de casa, preocupadísima
corrió hasta su puerta. Pero Blancanieves aunque escuchó el timbre no quiso
abrir. ¿Con esa pinta? Porque desde luego ella no pensaba acercar jamás esa silkepil
infernal a su pierna. Prefería otra indigestión de perdices, y mira que las
había cogido asco.
Caperucita,
viendo que nadie abría, olvido el decoro y comenzó a llamarla con unas voces
más fuertes que Garbancito en la tripa del buey. “Shhhh, ya voy, calla” dijo
Blancanieves reconociendo la voz de su amiga y preocupada por si despertaba a
Bella que vivía tres cuentos más allá. “Estarás ronca…” fue lo primero que dijo
Caperucita. “Ronca ¿yo?”. “Sí tú ¿Te duele la garganta? Después de ese grito…”
insistió irónica la de la capucha. “No estoy para tonterías porque mira…” solo
contestó Blancanieves, y sin decir más se abrió la bata de princesa de par en
par mostrándole las peludas piernas.
El
de Caperucita fue el segundo alarido de pavor de aquella mañana. “¡Pero tía que
eres princesa no puedes ir así por el cuento!” “Ya lo sé…” -Contestó entre
hipidos Blancanieves- “Pero duele muchííísimo” y señaló la silkepil como si
fuera la guillotina de María Antonieta. “¿Has probado con la cera?” contestó
Caperucita y sin esperar respuesta corrió hasta su casa y trajo varias cajas de
tiras, pues con una caja y semejante pelambrera, no iban a tener ni para las
corvas… Pero solo fue capaz de colocarle una tira. Primero llegaron las mil y
una quejas: “¡Pero qué está ardiendo! ¡Céntrate que soy Blancanieves no Juana
de Arco!” Y después al primer tirón el ronco aullido que salió de la garganta
de Blancanieves antes de desmayarse despertó de golpe a la Bella durmiente sin
beso de amor ni nada parecido pero con una taquicardia tal que casi desaparece
de su cuento y de todos por siempre jamás.
Caperucita
mojó un pico de su capa en agua fría y se la puso a Blancanieves en su regia
frente a ver si espabilaba. “Blanqui, blanqui, venga, ya pasó, ya pasó…” le
decía con ternura mirando de reojo a sus piernas peludas con aprensión. Blancanieves,
pálida ya de por sí, estaba del color del papel en que la inventaron. Pero
Caperucita insistió tanto en sus paños fríos que tras un par de estornudos a
Blancanieves le fue volviendo el color. Sin embargo abrió los ojos, vio sus
piernas de nuevo y comenzó a llorar sin remedio: “Tengo más pelos que los siete
enanitos juntos ¿Qué voy a hacer?” “Tú no te preocupes, que ya inventaremos algo…”
le consolaba Caperucita. “¿Pero no lo ves? Digo yo los siete enanitos juntos ¡tengo
más pelos que tu lobo!” “¡Ay no me hables de mi lobo, no me hables! -contestó
Caperucita- ni me lo mientes que me tiene contenta…” “Peor que lo mío no será…”
“Pues no sé qué decirte…” dijo Caperucita moviendo su cabeza preocupada. “A ver
cuenta, cuenta” le dijo Blancanieves olvidando por un momento su pena. “Pues
tía que ahora le ha dado por colgarse del brazo mi cestita” “¡Qué me dices!”
“¡Cómo lo oyes! Y se mira al espejo, y se remira, y ahora va para acá y ahora
para allá, con más soltura que yo, mientras le hace morritos al espejo. Y chica
como siempre está con ella al retortero, voy a salir y ni la encuentro… Como
hoy. Me has pillado en casa por eso. ¿Dónde me la habrá metido?” “No andará muy
lejos” “Pues no la encuentro y mira que he rebuscado en páginas y páginas de
nuestro cuento. Pues no aparece. No me tiene roja, me tiene negra y más que
negra. Éste es muy capaz de haberse ido a la calle con ella…” Y la imagen del
lobo con la cesta por el bosque terminó por hacerlas soltar una carcajada. “No
sé ni cómo me río…” dijo Blancanieves. “Si tú supieras… ¿Pero de quién te crees
que son éstas tiras de depilar?” “¡No fastidies! Pero qué dolor, es inhumano!”
“Normal, él no es humano… Además dice que la belleza es dolor y lejos de
importarle cuando no está con la cesta está liado con las tiras… Me va a volver
loca, y entonces ya seremos dos en mi cuento”. “Qué animal –dijo pensativa
Blancanieves- con la suerte que tiene de ser lobo. La suerte de poder salir con
sus pelos al aire. Lo que yo daría por no tenerme que depilar…” Y ambas se
quedaron calladas pensando. Hasta que Caperucita mirándola fijamente le dijo “Y
exactamente ¿Qué darías? No lo digas por decir, y piénsalo bien ¿Qué darías por
no depilarte? ¿Qué darías por no hacer lo que se supone que debes hacer siendo
princesa?” Y a Blancanieves no le costó demasiado contestar: “Cambiaría el
cuento”. “¿Sí? ¿De verdad lo harías?” Insistió Caperucita a la que ya le
rondaba una traviesa idea bajo la capucha. “De verdad de la buena” contestó
Blancanieves, acariciándose sus peludas piernas de princesa antes de sonreírle.
Cómo
era de imaginar desde aquel día Caperucita y Blancanieves cambiaron sus papeles
y por tanto su destino. Caperucita se ha acortado la capa, y con la tela que le
ha sobrado se ha hecho un tanga rojo con el que espera feliz a su príncipe de
turno.
Blancanieves
prefiere al lobo. Le encuentra menos afectado y le da mucha más libertad. Ella
es feliz sin estar a merced de maquinitas despiadadas y arropada por sus pelos;
feliz sin vestirse de princesa y mucho más sin tener qué parecerlo. Y a él le
gusta más ella cuando se gusta a sí misma. Además anda dándole vueltas a lo del
laser, le han dicho que, aunque es más laborioso, el resultado es mucho más
definitivo.
El
problema es la cesta. Sigue sin aparecer. Así que habrá que seguir cambiando el
cuento, uno a uno los cuentos, hasta que todos los personajes estén contentos y
en paz con ellos mismos, con lo que tienen y lo que son.
Y mientras, seguiremos atentos a ver si aparece
la dichosa cesta.
©Rocío Díaz Gómez