Me vais a permitir que hoy comparta con vosotros uno de mis relatos.
Tiene ya unos años, pero hoy me he acordado de él con una sonrisa. Me lo premiaron en su día, agosto del año 2009, en el programa radiofónico "El ojo crítico" de Radio Nacional de España. Qué ilusión me hizo escucharlo en la radio, en ese programa, uno de mis favoritos, y luego hablar con ellos.
No recuerdo si ya lo compartí con vosotros en alguna otra ocasión, pero no importa, los relatos siempre son actuales.
Se desarrolla en una playa de Castelldefels, por supuesto cualquier parecido con la vida real es pura ficción, pero después de muuuuchos años he vuelto este verano a esa playa.
Ya no había ningún puesto de Avidesa.
Boca abajo
Rocío Díaz
Tenía
trece años y una piel más blanca que la leche Frixia que por entonces
compraba mi madre.
Eran
los tiempos en que todavía la mercromina y el agua de sal lo curaba todo, los
tiempos de estirar y estirar aburridos veranos en las playas de la Costa Brava.
Hasta
que hice aquel descubrimiento dentro del puesto de Avidesa.
¡Dios!
No me podía creer... Era igual, igual que Starsky, el de Hutch. Quizás más
alto, más fuerte, no tan moreno, ni el pelo tan rizado... pero ¡vamos! que
prácticamente igual. No me lo creía. Pero aún creí menos el guiño y el beso que
me tiró desde dentro del puesto. Vuelta y vuelta, vuelta y vuelta, y otra vez
vuelta y vuelta en la toalla. Así una y otra vez. Una y otra.
Hasta
que me armé de valor y me levanté para ir a por un helado.
Entonces
me dijo aquello de “Nena, cuánto te pareces a Sabrina, la de los Ángeles de
Charlie”. ¡Madre mía! Como una medusa hinchada por el piropo, floté esponjosa
alrededor del puesto. ¡Madre mía! Hasta que caí en la cuenta de que mi
hermano decía que “...de las tres, Sabrina era la más plana”.
A
partir de ahí pasé todo el día tumbada boca abajo en la toalla. Siempre boca
abajo, que no me viera por delante, que no se fijara, boca abajo, pero sin
quitarle ojo, sonriendo tontamente.
Boca
abajo.
Boca
abajo.
Boca
abajo.
Dorándose
mi piel. Enrojeciéndose. Tostándose. Achicharrándose. Hirviendo con casi
quemaduras solares de segundo grado.
Seguí
boca abajo durante casi tres semanas, noche y día, día y noche.
Aquel
amor duró lo que dura una insolación. Aún el olor a vinagre me devuelve aquel
guiño y aquel beso que me llegó desde dentro de un puesto de Avidesa, el mismo
vinagre que mi madre echaba sobre mi piel para curar las quemaduras. Aún el
olor a vinagre termina recordándome el primer plantón de mi vida: el que me dio
tres semanas después un Starsky de Casteldefells.
Aquel,
que no curó el vinagre ni tampoco todo un enorme y salado Mar Mediterráneo.