Tú una vez no tuviste pelo, ni uno de tonta, ni de lista.
Se te fue deslizando suavemente, desprendiéndose de la cabeza, muerto, hasta quedarse enredado entre tus dedos. Un mechón, dos, diez, casi todo el que tenías. Hasta que en un instante se te enredó todo.
No solo el de la cabeza, sino el de todo, todo tu cuerpo viste irse por el sumidero.
Y porque más
lágrimas se le escapaban a tu madre que a ti de verte así, y hasta tu gato no se sabía si te bufaba a ti o a aquel okupa que se hizo notar en tu pecho, después en tu pelo, y después, no quieras saber en
cuántos sitios más, te compraste una peluca que te abrigara en aquel invierno de náuseas en el que sentías se te escapaba la vida y
apenas alcanzabas a sujetarla porque bastante tenías con sujetarte tú en pie.
Una vez no tuviste pelo, ni uno de tonta, ni de lista.
Pero no usar
peine al final fue lo de menos frente a los otros mil y un síntomas que veinte
años después siguen tatuados en ti, en lo que te falta, en lo que no sientes, en tu memoria y tu tiempo.
Y no tuviste pelo.
Pero tuviste a los tuyos, a los de casa, y a los amigos. Tuviste cuarzo y muchas risas, tuviste abrazos, piel, calor y energía. Tuviste amor.
Y todo eso sí, eso te dio la fuerza, te empujó a seguir tu vida.
Que no te hablen de pompones rosas, de lacitos, letras, ni palmeras de colores.
No, que no hagan carreras ni fiestas, días especiales ni malabares, por favor.
Así no.
Que tú sí sabes de qué hablas.
Y no eres ni más tonta, ni más lista.
Es solo que… una vez
no tuviste pelo.
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