Primera evocación
Recuerdo bien a mi madre.
Tenía miedo del viento, era pequeña de estatura, le asustaban los truenos, y las guerras siempre estaba temiéndolas de lejos, desde antes de la última ruptura del Tratado suscrito por todos los ministros de asuntos exteriores. Recuerdo que yo no comprendía. El viento se llevaba silbando las hojas de los árboles, y era como un alegre barrendero que dejaba las niñas despeinadas y enteras, con las piernas desnudas e inocentes. Por otra parte, el trueno tronaba demasiado, era imposible soportar sin horror esa estridencia, aunque jamás ocurría nada luego: la lluvia se encargaba de borrar el dibujo violento del relámpago y el arco iris ponía un bucólico fin a tanto estrépito. Llegó también la guerra un mal verano. Llegó después la paz, tras un invierno todavía peor. Esa vez, sin embargo, no devolvió lo arrebatado el viento. Ni la lluvia pudo borrar las huellas de la sangre. Perdido para siempre lo perdido, atrás quedó definitivamente muerto lo que fue muerto. Por eso (y por más cosas) recuerdo muchas veces a mi madre: cuando el viento se adueña de las calles de la noche, y golpea las puertas, y huye, y deja un rastro de cristales y de ramas rotas, que al alba la ciudad muestra desolada y lívida; cuando el rayo hiende el aire, y crepita, y cae en tierra, trazando surcos de carbón y fuego, erizando los lomos de los gatos y trastocando el norte de las brújulas; y, sobre todo, cuando la guerra ha comenzado, lejos —nos dicen— y pequeña —no hay por qué preocuparse—, cubriendo de cadáveres mínimos, distantes territorios, de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños... |
Precioso poema de Ángel Gonzalez que siempre me emociona. Bonito recuerdo, Ro.
ResponderEliminarUn beso
Javier
Muchas gracias amigo. Un beso bien grande
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