Hoy os quería dejar con un Artículo de los que me gustan.
Es del periódico El País, escrito por Juan Cruz, sobre Manuel Rivas.
Espero que os guste.
EL PAÍS, 9 de febrero de 2017
La poesía emigrante de Manuel Rivas
El autor lee en Madrid versos de su nuevo libro, 'A boca da terra'
Juan Cruz. Madrid Foto: Lola Larumbe
Manuel
Rivas cumple 60 años en otoño de 2017; si lo miras con cierto detenimiento verás en él al muchacho
que venía a EL PAÍS hace cuarenta años vestido como un marinero, aún con
el temblor que sienten los periodistas cuando todavía
creen que el monte no es orégano. Ese muchacho ya escribía poemas y
redactaba crónicas a partir de palabras inconexas que le llegaban a la
Redacción del periódico gallego en el que
empezó a trabajar a los 14 años.
Ese
muchacho luego hizo la guerra del periodismo (en EL PAÍS, por cierto) y de la
literatura, batallas incruentas pero terribles de las que puedes salir lisiado
del alma; algunos se revuelcan luego de heridas supremas de la autoestima o de
excesos de autosatisfacción. Rivas ha sobrevivido a diversos
éxitos literarios, y sigue por el mundo como si fuera el cartero del
niño que fue, repartiendo versos en sobres como aquellos que remitían los
parientes de los emigrantes gallegos o canarios.
Con esos sobres sigue repartiendo el interior de sus libros. Y
los trajo anoche a la Librería Alberti de Madrid, donde fieles de su poesía (y
de su manera de ser) lo fueron a escuchar recitar sus propias traducciones de A boca da terra, que
apareció primero en gallego y que ahora aparece como La boca de la tierra en
Visor. Rivas iba vestido como un leñador irlandés, con un toxo en la mano (la
flor amarilla de los inviernos gallegos), que depositó en una botella de agua;
llevaba también aquellos sobres de avión con sus poemas, dentro de un
envoltorio en el que había dibujadas unas mazorcas, y empezó a leer como un
cura laico. El libro tiene una cubierta negra, como todas las de Visor, pero él
le ha puesto la luz (la alegría) de una foto obra de su hija Sol (Sol Marilño)
en la que se ve a una mujer brasileña que ofrece su teta al aire, su pecho
lleno de inscripciones milagrosas.
El pelo de Rivas ya es blanco; pero él sigue
siendo el que llevaba panes y lápices de colores a las presentaciones de los
libros; en tiempos su madre le guardaba el pan, hasta que él terminaba de
recitar; ahora ya no está la madre, pero el poeta sigue siendo un hijo, como si
llevara consigo no sólo toda la familia, los antepasados, la hermana María, la
novia, la mujer, los hijos, el perro (O
Rivas pequeno lo llamaba el padre)… y la propia tierra en la que
nació, O Monte Alto de A Coruña.
La suya es una poesía emigrante, que se
fija en la música y en el dolor y que él la habla como si hubiera sido
concebida para que también saliera de su voz, y de su arte, el olor de la
tierra. Hay básculas de la infancia, las espinas de la historia colectiva, el invierno
de Galicia, las ganas de vivir y también la compasión que despierta el
sentimiento de injusticia que queda en el alma de un niño que aparece y se
sienta como un hombre de casi sesenta años pero que cuando empieza a recitar,
como si parara el mundo y la edad, es otra vez el muchacho de menos de veinte
años que emigraba a Madrid a ver si le renovaban el pasaporte para seguir en EL
PAÍS.
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