Me ha gustado mucho este artículo, así que lo comparto con vosotros. Es de Pérez Reverte.
El padre de Rapunzel
Acabo
de darme una vuelta por la cuesta Moyano de Madrid, deteniéndome a
charlar con los viejos amigos de las casetas, y camino sin prisas, dando
un paseo con el botín de la jornada en una bolsa de lona. La mañana de
caza no ha estado mal: un par de libros útiles para documentar un
episodio de la segunda novela de Falcó, que va por su quinto capítulo
sin problemas dignos de mención, y también, aunque ya están en mi
biblioteca, El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie, Las hazañas del brigadier Gerard,
de Conan Doyle, y el volumen de obras completas de Wodehouse sobre
Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves; libros estupendos que cada vez que
me tropiezo con ellos compro para regalar a algún amigo. Total del
gasto, y eso que el de Jeeves es caro, 59 euros. Para que luego vengan
diciendo los que nunca leen –y no sé cómo lo consiguen– que los libros
cuestan demasiado y que la perra vida no tiene analgésicos.
Paseo,
como digo, con mi biblioteca portátil en la mano, camino de la terraza
de un café para echar un vistazo tranquilo a las alforjas, cuando me
cruzo con un grupo de niños de ambos sexos acompañados por algunos
padres y madres. Los críos tendrán entre los seis y los ocho años. Debe
de haber alguna fiesta escolar cerca, porque todos llevan disfraces. No
soy nada ducho en iconografía infantil, pero reconozco a alguno de los
personajes homenajeados: uno va de Mario Bros y otro de Bob Esponja,
emparedado entre dos cartones pintados de amarillo. Me los quedo mirando
con una sonrisa, porque incluso esos días en los que uno se levanta,
oye la radio, hojea los diarios, mira el mundo y piensa que no habría
nada más grato que olor a napalm por la mañana, los niños y los perros
siempre se salvan. Los dejas aparte. Lo de los críos es más discutible
porque luego crecen, se parecen a los padres y se convierten, a su vez,
en buenos candidatos al napalm. Pero de momento, a esa edad, aún te
remueven cosas. Como los perros, ya digo. Los niños, con su lógica
implacable y su honradez intelectual, aún están a la altura de esos
chuchos nobles y leales. Todavía te ponen blandito por dentro.
El
caso es que estoy viendo pasar el grupillo de enanos, y hay una niña que
viene algo más retrasada, junto a uno de los padres. Lleva un vestido
violeta y una larga peluca rubia de Rapunzel, y camina algo entorpecida
por el ruedo de la falda. Y de pronto, otro de los críos se vuelve y le
grita: «Venga, Carlos, que llegamos tarde». Entonces veo que Rapunzel
hace ademán de acelerar el paso, le miro bien la cara y descubro, o
comprendo, que no es una niña sino un niño. Ignoro si la sorpresa se me
refleja en la cara o no, pero lo cierto es que lo miro –la miro– con
discreta curiosidad. Y en ese momento, mi mirada se cruza con la del
padre que camina a su lado. Es un hombre todavía joven, bien vestido.
Nos observamos durante unos segundos. Ignoro si me reconoce o no, pero
acto seguido tiene una reacción rápida, casi brusca. Extiende una mano,
coge la de su hijo y me sostiene la mirada con aire desafiante. Sigo mi
camino, y él y su hijo siguen el suyo. Y me alejo dándole vueltas a la
mirada de ese padre, entre otras cosas porque, a partir de cierta edad y
con ciertas cosas en la mochila, uno sabe interpretar miradas como ésa.
Y la que el padre de Rapunzel me dirigió era elocuente. Atrévete a
sonreír, decía sin palabras, y te arranco la cabeza.
Y oigan. No
tengo ni idea de pedagogía, ni de aficiones a tal o cual disfraz, ni de
hasta qué punto un crío de ocho años disfrazado o travestido de chica
entra en los cánones convencionales de la normalidad de sexos, o se sale
de ésta. Ni idea. No sé si eso es bueno o malo para él, e ignoro si un
padre que accede a que su hijo se disfrace así hace lo correcto, o no lo
hace. Opinar sobre ello no es asunto mío. Todo ser humano es un mundo; y
cada familia, un laberinto de afectos y esperanzas, un territorio
complejo que resulta estúpido juzgar de forma superficial, desde fuera.
De lo que sí estoy seguro es de que hace falta mucho amor y mucha
entereza para acceder a que un hijo tuyo, nacido varón, vaya a una
fiesta escolar cumpliendo su ilusión de vestirse de niña. Y, lo que es
aún más importante, acompañarlo con paso firme y la cabeza bien alta,
dándole la mano, protector, cuando temes que alguien pueda mirarlo con
burla o desprecio.
Así que rectifico. No sólo críos y perros.
También, si uno se fija, hay adultos que se salvan y nos salvan. Porque
no me cabe duda: si yo fuera un niño al que le hiciera ilusión vestirse
de Rapunzel, querría tener un padre como ése.
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Publicado
en XL Semanal el 5 de febrero de 2017.
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