"... ¿Qué nos queda entonces? Pues nos quedan los premios medianos y
pequeños, y las personas buenas (“en el buen sentido de la palabra”): como
Antonio Machado, jurado del Premio Nacional de Literatura que ganaría un joven
desconocido, Rafael Alberti. Ya vencedor, hojeando el manuscrito que acababa de
recoger, Alberti encontró un papelito amarillento escrito con letra trémula:
“MAR Y TIERRA. Es, a mi juicio, el mejor libro de poemas presentado al concurso”."
Quería compartir con vosotros este artículo sobre los premios literarios.
Espero que os guste. A ní me ha parecido interesante.
Es de José Blasco del Álamo.
EL ESPAÑOL, 5 de enero de 2017
La trastienda de los premios literarios
José
Blasco del Álamo Foto:
Dani Pozo
Periodista y Escritor
César González-Ruano,
que tenía fama de cleptómano de libros y relojes de mesa, quiso robarle el
primer Nadal a Carmen Laforet. El paquete que llevaba Nada, hojas tan desnudas, sensibles y poéticas, llegó de
Madrid horas antes de que el plazo expirara. Venía lleno de sellos de urgencia,
como si aquella novela tuviera prisa por inaugurar una era. Atardecía. Ignacio
Agustí abrió el paquete, leyendo las primeras páginas... “Así se empieza un
libro”, pensó. En menos de veinticuatro horas lo había acabado, convencido de
que “nadie había hecho una radiografía de los años medio vacíos, medio
angustiados, extrañísimos de la posguerra como Carmen Laforet”, a quien no
conocía.
Al día siguiente de la
entrega del premio, para darle una explicación, Agustí acudió a la casa de
Ruano en la calle Mayor de Sitges. César estaba tan indignado que hizo como si
no le conociera, tratándole de usted. Cuando oyó el argumento de que había
triunfado la democracia, repuso: “Hemos hecho una guerra para acabar con la
democracia y ahora la democracia se proclama desde un pequeño premio literario.
¿Es que no sabéis que en España los premios se han dado siempre a los amigos?
¡Dónde se ha visto que un premio sea para el que nos parezca mejor!”.
La polémica en los concursos es casi tan antigua como la propia
literatura: cuando le dieron el Nobel a Echegaray en 1904, Valle-Inclán
recorrió los cafés madrileños gritando: “¡Viejo imbécil!”. Siguiendo el
criterio de Ruano, podríamos decir que Valle no obtuvo ningún premio importante
porque apenas tenía amigos: a un joven escritor que le ofrecía, dedicado, su
primer libro, el manco le respondió a voz en grito: “¡Déjeme usted en paz,
imbécil!”, al mismo tiempo que le amenazaba con el bastón. También lo enarboló
frente al Palacio Real, también gritando: “¡Usurpadores austriacos, levantaos y
dejad ese trono a Don Carlos, su verdadero dueño! ¡O venid a luchar con el
Marqués de Bradomín, que aquí os espera!”.
Cansinos Assens, en
esa hoguera de las vanidades que es La novela de un literato, cuenta su
visita a Daniel de Cortázar, unos de los jurados del Premio Fastenrath que
concedía la Real Academia Española: “Yo no leo literatura. Yo soy sólo
matemático. Cuando me nombran jurado, delego en mi hija… y casi siempre doy mi
voto en contra”.
Del mismo premio,
Cansinos Assens cuenta otra anécdota: “Se comenta con asombro la concesión del
Fastenrath a la novela de un autor cuyo nombre suena por primera vez. ¿Quién es
Díaz Caneja…? Bóveda nos explica el triunfo: Caneja es empleado de Correos y
está destinado en la estafeta del Senado. Conoce a todos los senadores, entre
los cuales hay varios académicos. En vísperas de otorgarse el premio, situose
al pie del ascensor del Senado y fue pidiéndoles su voto a todos los académicos
de la casa. ¿Quién iba a negárselo, al hombre encargado de cursar sus
misivas?”.
Concha Espina sostenía que el escritor que quisiera ganar el
Nobel debía realizar una campaña no menos laboriosa que la de un candidato a la
presidencia de Estados Unidos. Ella no lo ganó por un solo voto, pero
finalmente alcanzó la fama por una senda inesperada: da nombre a la avenida del
Santiago Bernabéu. Antes, violando el secreto de los lemas, envió a Cansinos
Assens —jurado del Premio Zozaya a la mejor crónica— una carta de recomendación
a favor de su hijo.
Y Pío Baroja, en su
casa de Ruiz de Alarcón (donde no le aguardaba el Nobel sino la muerte), le
decía a Josefina Carabias: “En eso del Premio Nobel supongo yo que también
habrá mucho caciquismo, mucha política. Fíjese usted en que siempre suelen
dárselo a países que por unas cosas u otras están de moda. Creo que ahora, tras
ganar la guerra, los anglosajones son los que tienen más posibilidades”.
Sesenta años después los tiempos cambiaron: con Obama, los estadounidenses
ganaron la paz y Dylan el Nobel de Literatura, aunque se había unido al
pacifismo para tener más público.
Rompiendo la frialdad digital con esa calidez que la hace tan
especial, Rosa Montero me aconsejó que no me presentase a los premios grandes
porque suelen estar manipulados. Y mi primer editor, Francisco Villegas, me
confesó que una autora consagrada (cuyo nombre omitiré porque ya no está entre
nosotros) había ganado el Azorín sin haberse presentado.
En sus memorias,
Carlos Barral nos da una clave para entender cómo funcionan hoy en día los
premios literarios: a mediados de los 70, “de pronto todas las conversaciones
derivaban a asuntos relacionados con el éxito y el dinero. Sin ningún pudor por
parte de sus practicantes y de los aspirantes, la literatura era una cuestión
de mercado… Los nuevos escritores aspiraban a triunfar y no a escribir.
Probablemente había nacido un atroz desequilibrio en la cotización de los
derechos de autor, provocado por la selectiva eficiencia de los agentes
literarios y por el mercadeo desenfrenado de los grandes premios literarios”.
Vargas Llosa abunda en esa idea en su lúcido ensayo La
civilización del espectáculo: “El único valor es el comercial… El vacío
dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo
haya llenado la publicidad”. A don Mario, sin embargo, le reprocho dos cosas:
que no deje de aparecer en la revista Hola, a pesar de que en dicho
ensayo asegura que es uno de los productos periodísticos más genuinos de la civilización
del espectáculo; y que aceptara el Premio Planeta, otro producto igualmente
genuino.
A los que han ganado
premios grandes a sabiendas de que estaban manipulados y luego se pasean por
los medios de comunicación criticando las corruptelas de los políticos, les
pediría que no nos dieran lecciones morales.
¿Qué nos queda entonces? Pues nos quedan los premios medianos y
pequeños, y las personas buenas (“en el buen sentido de la palabra”): como
Antonio Machado, jurado del Premio Nacional de Literatura que ganaría un joven
desconocido, Rafael Alberti. Ya vencedor, hojeando el manuscrito que acababa de
recoger, Alberti encontró un papelito amarillento escrito con letra trémula:
“MAR Y TIERRA. Es, a mi juicio, el mejor libro de poemas presentado al concurso”.
Personas como Miguel
Delibes, a quien un delegado de Planeta le propuso que se presentase al premio
con una novela que tenía recién empezada. En la propuesta estaba implícito el
triunfo. “¿Qué pensarán de mí?”, preguntó Delibes al delegado. “¿Quién?”. “Los
que han presentado sus novelas al premio y se encuentran con que está dado
antes”. “Eso qué importa. Pensarán que su historia era la mejor, sin duda”. “A
mí me importa, y mucho”. Y con esta respuesta don Miguel perdió tantos millones
como dignidad ganó.
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