Tengo varias cosas que contaros, pero mientras encuentro el momento, aquí os dejo con un artículo de Rosa Montero, aparecido en el suplemento EPS del domingo 10 de enero.
Supongo que ya otras veces os he hablado de esta autora porque a mí me gusta bastante cómo escribe. "Historia del Rey transparente" es uno de mis libros preferidos.
Bueno aquí os lo dejo, espero que os guste.
ROSA MONTERO MANERAS DE VIVIR
Corazones de alcachofa
ROSA MONTERO
10/01/2010
Si Cupido se representa tradicionalmente con el aspecto de un angelote rollizo de corta edad, algo así como una especie de lechoncillo seráfico, es para simbolizar que en el amor todos somos eternamente niños, que no aprendemos jamás, que no evolucionamos, que amamos una y otra vez con la misma pureza, es decir, con la misma ignorancia y repitiendo todos los errores. De hecho, a menudo amar, a medida que uno crece, es ir desarrollando cierta esquizofrenia, porque por un lado el cerebro enciende las alarmas y avisa de las trampas que uno mismo se pone; pero, por otro, el corazón se emperra en seguir a lo suyo, encendiendo el mundo de colores y deshojándose como una trémula alcachofa.
Si Cupido se representa tradicionalmente con el aspecto de un angelote rollizo de corta edad, algo así como una especie de lechoncillo seráfico, es para simbolizar que en el amor todos somos eternamente niños, que no aprendemos jamás, que no evolucionamos, que amamos una y otra vez con la misma pureza, es decir, con la misma ignorancia y repitiendo todos los errores. De hecho, a menudo amar, a medida que uno crece, es ir desarrollando cierta esquizofrenia, porque por un lado el cerebro enciende las alarmas y avisa de las trampas que uno mismo se pone; pero, por otro, el corazón se emperra en seguir a lo suyo, encendiendo el mundo de colores y deshojándose como una trémula alcachofa.
“Aunque se sobrelleve silenciosa y platónicamente, el amor en la vejez es algo muy común”
Vista desde fuera, la pasión siempre tiende a resultar un poco ridícula; como dice mi amigo y estupendo escritor Alejandro Gándara, las penas de amor son como marearse en un barco: tú te sientes morir, pero a los demás les produces risa. Y esa vertiente una pizca grotesca que tienen los enamoramientos desenfrenados se va multiplicando con la edad: cuanto más viejo seas, más chistoso resultas. En parte, supongo, es cosa de esa esquizofrenia de la que antes hablábamos, del chirrido que provoca ver a personas mayores que se siguen comportando como críos, pero en parte también debe de ser una consecuencia del prejuicio. Ya se sabe que vivimos en una sociedad que idolatra la apariencia de juventud y desdeña a los viejos, y la idea de un anciano o una anciana enamorados produce mofa e incluso cierta repugnancia, porque en el fondo nos repugna la idea de nuestra propia vejez, de la decadencia inevitable y de la muerte. Por lo general, todo eso no lo tenemos nada trabajado, y así nos va.
Pero lo más curioso es que el personal se suele sorprender ante la idea de que los mayores se enamoren, como si fuera algo poco común. Las convenciones dictaminan que con la edad se apagan esos fuegos y la gente se sigue tragando esa mentira, aunque la realidad nos demuestre abundantemente lo contrario. Ahí está Liliana Bettencourt, la octogenaria dueña de L’Oréal, regalando mil millones de euros a un fotógrafo; y aquí mismo tenemos a la Duquesa de Alba, cuya vida se ha visto bastante agitada últimamente a consecuencia del amor. Desde luego las mujeres parecen tenerlo un poco peor; los resabios machistas hacen que todos tendamos a ver más risibles a las señoras mayores que se enamoran, pero lo cierto es que, salvo excepciones, a los varones tampoco se les perdona. El viejo verde es un personaje socialmente ridículo.
Recordemos, por ejemplo, al gran Goethe, un hombre de talento universal que, además de ser uno de los mejores escritores de la historia, desarrolló una intensa carrera política y fue un científico más que notable. Pues bien, este personaje inmenso consiguió perder por completo su lucidísima cabeza a los 74 años, cuando se enamoró como un becerro de Ulrike, una muchacha de diecinueve, hasta el punto de que, cada vez que la oía pasar junto a su ventana, abandonaba el trabajo y salía corriendo detrás de ella sin sombrero ni bastón, detalle que, a principios del siglo XIX, denotaba a las claras lo trastornado que estaba. Ni que decir tiene que nadie pareció entender esa pasión tardía; los conocidos se burlaban y el hijo de Goethe se enfureció muchísimo. El escritor pidió a Ulrike en matrimonio y fue rechazado, y el disgusto fue tan grande que el pobre hombre se puso malísimo. Avisado de su enfermedad, el mejor amigo de Goethe, el músico Carl Zelter, acudió desde Berlín a visitarlo. Y después escribió en una carta con inmensa sorpresa: “¿Y qué me encuentro? A alguien que parece que tuviera en el cuerpo todo el amor con toda la angustia de la juventud”. Ya digo, en la pasión no envejecemos.
Y si un cerebro privilegiado como el de Goethe es capaz de achicharrarse así, ¿qué no puede sucedernos a los comunes mortales? Me parece que, aunque por lo general no se comente, aunque se sublime, aunque se sobrelleve silenciosa y platónicamente, el amor en la vejez es algo muy común. Y no hablo ya de pasiones arrebatadas, sino de ese aleteo en el estómago, de ese desasosiego y esa alegría. Muchos ancianos y ancianas están secretamente enamorados de sus médicos, de las enfermeras que les toman la tensión, del vecino encantador que les ayuda a bajar los escalones del portal. Y qué maravilla que sea así. Qué maravilla constatar que, cuando todo decae y todo se hunde, sigue habiendo dentro de ti un adolescente emocionado e irreductible.
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