EL MURO
Pues claro que tiene su explicación. Y una explicación bien cabal, que ahora mismo yo se la voy a dar en menos que canta un gallo. Faltaría más.
De chavales el Tomás y yo siempre andábamos juntos correteando por el pueblo. Se estilara el tiempo que se estilara no parábamos quietos ni un segundo siquiera. En diciembre enredando en la matanza, en mayo jugando entre las espigas, en septiembre saltando los racimos o en julio bajando a la carrera al río. Tenía que habernos visto por aquel entonces. Siempre pegaos el uno al otro como viejas comadres barruntando alguna trastada. Flacos y despeinaos. Juntos riendo, juntos hablando, juntos jugando. Juntos. Siempre juntos. Tanto que hasta cuando nos venían las ganas, también juntos orinábamos allá en el muro del cementerio, entre risas y aspavientos, dibujando con el chorro nuestros nombres sobre las viejas piedras. Qué tiempos aquellos... Qué hasta firma y todo le hacíamos al nombre. Echelé...
Ayer mañana me han mandao recao del pueblo de que se me ha muerto el Tomás. Hay que fastidiarse. Que no lloro Padre, estese tranquilo, que es este viento que se ha levantao. Algo que se me habrá metío en el ojo. Y como los hijos siempre andan atareaos y parecía que nadie me iba a poder acercar hasta el pueblo a despedirle, bien temprano antes de que nadie despertara me he abrigao bien y me ido despacito hasta el cementerio del barrio, que no es el del pueblo pero oiga es un camposanto lo mismo. He mirao pa un lao y luego pal otro. He mirao bien y he vuelto a remirar a los dos lados, antes de apuntar al muro y dibujar bien grande las cinco letras de “Tomás” con el chorro. Confieso que no me ha salido el nombre muy bordao porque uno ya tiene el pulso un poco temblón, que los años no perdonan, pero ahí está... Ahí está. Y no me arrepiento. Coña Padre, que el Tomás era un amigo y que yo lo he sentío mucho, pero mucho... Que era de ley que yo le despidiera como está mandao... ¡Y que no se me sale esto del ojo, leche...!
Pero para eso estoy aquí. Para confesarme. Que lo sé, que uno ya no tiene edad para estas acrobacias. Que hace falta tener poco conocimiento. Porque se había levantado un cierzo... Que ni le cuento. Para agarrarme una pulmonía. Bien que lo sé. Pero se lo debía. Se lo debía al Tomás, y se lo debía a los dos chavales flacos que fuimos. Pero usté no se preocupe que en llegando mi nieto de sus clases le mando para acá y que se lo limpie en un santiamén. Palabra de honor Padre. Palabra de honor que le deja el muro como los chorros del oro, faltaría más... Como los mismos chorros del oro.
©Rocío Díaz Gómez
Pues claro que tiene su explicación. Y una explicación bien cabal, que ahora mismo yo se la voy a dar en menos que canta un gallo. Faltaría más.
De chavales el Tomás y yo siempre andábamos juntos correteando por el pueblo. Se estilara el tiempo que se estilara no parábamos quietos ni un segundo siquiera. En diciembre enredando en la matanza, en mayo jugando entre las espigas, en septiembre saltando los racimos o en julio bajando a la carrera al río. Tenía que habernos visto por aquel entonces. Siempre pegaos el uno al otro como viejas comadres barruntando alguna trastada. Flacos y despeinaos. Juntos riendo, juntos hablando, juntos jugando. Juntos. Siempre juntos. Tanto que hasta cuando nos venían las ganas, también juntos orinábamos allá en el muro del cementerio, entre risas y aspavientos, dibujando con el chorro nuestros nombres sobre las viejas piedras. Qué tiempos aquellos... Qué hasta firma y todo le hacíamos al nombre. Echelé...
Ayer mañana me han mandao recao del pueblo de que se me ha muerto el Tomás. Hay que fastidiarse. Que no lloro Padre, estese tranquilo, que es este viento que se ha levantao. Algo que se me habrá metío en el ojo. Y como los hijos siempre andan atareaos y parecía que nadie me iba a poder acercar hasta el pueblo a despedirle, bien temprano antes de que nadie despertara me he abrigao bien y me ido despacito hasta el cementerio del barrio, que no es el del pueblo pero oiga es un camposanto lo mismo. He mirao pa un lao y luego pal otro. He mirao bien y he vuelto a remirar a los dos lados, antes de apuntar al muro y dibujar bien grande las cinco letras de “Tomás” con el chorro. Confieso que no me ha salido el nombre muy bordao porque uno ya tiene el pulso un poco temblón, que los años no perdonan, pero ahí está... Ahí está. Y no me arrepiento. Coña Padre, que el Tomás era un amigo y que yo lo he sentío mucho, pero mucho... Que era de ley que yo le despidiera como está mandao... ¡Y que no se me sale esto del ojo, leche...!
Pero para eso estoy aquí. Para confesarme. Que lo sé, que uno ya no tiene edad para estas acrobacias. Que hace falta tener poco conocimiento. Porque se había levantado un cierzo... Que ni le cuento. Para agarrarme una pulmonía. Bien que lo sé. Pero se lo debía. Se lo debía al Tomás, y se lo debía a los dos chavales flacos que fuimos. Pero usté no se preocupe que en llegando mi nieto de sus clases le mando para acá y que se lo limpie en un santiamén. Palabra de honor Padre. Palabra de honor que le deja el muro como los chorros del oro, faltaría más... Como los mismos chorros del oro.
©Rocío Díaz Gómez
Por algo somos de la misma generación. Acabo de terminar de conocer a Rosamari, apenas acabáis de iros y sólo sé que no he podido dejar de leerlo, hasta el final, con una sensación similar a una dupla entre la emoción y la nostalgia. Como de costumbre, gracias por la amistad, el tiempo y la complicidad. A mí me debes un beso y una novela.
ResponderEliminarTe debo mucho más que eso. Mucho más. Rosamari y yo te damos las gracias. Siempre. ¡Anda que no tengo yo guardadas pocas cartas tuyas que serían fantásticos relatos!
ResponderEliminarUn abrazo fuerte,
Rocío