Quería dejaros hoy también, como acompañamiento a la entrada anterior donde comentaba como transcurrió el acto literario "Letras en común", con uno de los relatos que leí ayer.
Se titula "El sur de las palabras" y fue premiado el año pasado en Laviana (Asturias) con motivo del 8 de marzo. Obtuvo el primer premio en el X Concurso de Relatos para Mujeres organizado por el Ayuntamiento de esa localidad. En pocas entregas de premios me han tratado mejor que en ésta, donde unos y otros se deshicieron en atenciones para conmigo y mi acompañante. Nos invitaron a cenar, al alojamiento, a un paseo por los alrededores, a una comida al día siguiente... además del premio económico que ya tenía. Fue muy, muy agradable y guardo un recuerdo muy bueno de mi visita a tierras asturianas de la mano de este relato.
Pero mejor os dejo con él:
El sur de las palabras
Rocío Díaz Gómez
Se llamaba Soledad Crespo Barea y abandonó mi vida dejándola patas arriba. Más de sesenta años después tuve el pálpito de que volvería a saber de ella. Y así no quería saber. Abriendo una fosa no. Prefería seguir viviendo en la duda.
Se llamaba Soledad Crespo Barea. Era resultona, morena y muy bajita, pero no lo parecía, hablaba tanto, tan deprisa y tan requetebién, que parecía crecer un par de palmos en cuánto abría la boca y sacaba las palabras a pasear. Pizpireta, llenaba el espacio con sus gestos y sus risas, con su charla interminable y alegre. Porque ¡hay que ver lo que hablaba esa mujer! Pero aquello de que quién habla mucho, hablará demasiado, con ella no se cumplía. Ella era la excepción a la regla, la excepción a todas las reglas conocidas. Y aunque vivíamos en el norte, en un pueblecito recogido entre las montañas donde apenas sentíamos el sol, coincidimos por primera vez en el Sur. En un lugar tibio, luminoso, entrañable al que yo conseguí llegar de su mano. El Sur de las Palabras. Un lugar que compartimos. Un lugar donde nos hicimos amigas. El lugar donde la vi con infinita pena escapar, casi con lo puesto, una fría madrugada que aún hace tiritar a mi memoria y avergonzarse a mi alma.
- Al sur de las palabras, están los cuentos que os gustaba escuchar de crías cuando ya estabais en la cama y le pedíais a vuestra madre que os contara uno... Porque ¿era vuestra madre, verdad? ¿Me equivoco? ¿A cuántas os los contaba vuestro padre? Ni una mano... me lo temía. Pero bueno quizás eso no sea lo peor, lo peor es que os hayan dado gato por liebre... Porque… ¿A cuántas os han sisado un buen cuento con una oración al Ángel de la guarda, a las cuatro esquinitas de la cama o algo parecido? Me lo temía también. Pero bueno, por partes, de eso ya hablaremos más adelante, cuando lleguemos al norte de las palabras, al reino apasionante pero salvaje y peligroso de las ideas.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y cuando la veías llegar armada con su pizarra, parecía que la pizarra la llevaba a ella y no al revés. En cualquier caso, una y otra eran inseparables. Y allí en esa pizarra, fue donde aquella primera vez, dibujó aquel mapa coloreado, extraño y maravilloso que he sido incapaz de olvidar. En el centro cerros de palabras, montañas de palabras que yo no entendía, que ninguna entendíamos de puro analfabetas que éramos. Pero cada palabra la escribió de un color diferente con esa gran variedad de tizas que iba sacando de los bolsillos de un mandilón largo que llevaba. Al norte de esas palabras unos dibujos, una cruz, un hombre, una iglesia, una sartén... muchos dibujos. Y al sur de las palabras otros dibujos distintos pero más suaves, más dulces, más nuestros: un lobo con los dientes afilados, un arco iris, un príncipe al que todas las jovencitas silbamos cuando pintó de azul...
- Al sur de las palabras hace más calorcito –decía señalando el final del mapa y gesticulando como si estuviera al borde del soponcio- Porque aquí, están esos cuentos que más os arropaban cuando de niñas bostezabais de sueño, aquí las historias con las que gustáis de meceros en invierno al calor de la chimenea mientras coséis. ¿A quién no le gusta escuchar una bonita historia, un entretenido relato, disfrutar de un viaje gratis que os permita volar a otros lugares, a otros mundos? -Seguía diciendo saltando de un lado a otro de la pizarra- Pues todos esos cuentos, esas historias están ahí al sur de las palabras. –Y nos señalaba entusiasmada las palabras y los dibujos, ese curioso mapa que había hecho para nosotras- Solo tenéis que estirar la mano y hacerlas vuestras. Las palabras son cometas, aprendedlas, dejadlas volar y volareis con ellas. Sí, sí, no me miréis así. Porque… ¿Vais a estar esperando toda la vida a que alguien venga y os cuente? ¿No queréis vosotras mismas leerlos cuándo os plazca? No me digas que no. No tener que necesitar de nadie para volar alto y lejos... muy lejos… -Y decía esto subiendo aún más la voz, levantando bien alto los brazos, moviendo las manos en el aire, corriendo detrás de ellas como si volara cometas con los bajos de su mandilón flotando alegres en torno a ella.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y llegó empeñada en enseñarnos a leer. Nos reuníamos en la Casa del Pueblo, éramos mujeres de todas las edades, algunas muy jovencitas, casi sin estrenar la vida, como yo, y otras ya arrugadas como papas viejas. La Casa del Pueblo era el lugar de encuentro. Solteras, casadas y viudas, después de haber aviado la cocina, antes de enredarnos con la cena, nos reuníamos allí. Las solteras nos sentábamos a pasar la tarde haciéndonos el ajuar, aprendiendo recetas y lo que no eran recetas. Las viudas y las casadas llegaban con un crío colgando de cada brazo. Si aún eran pequeños jugaban a nuestros pies, si eran crecidos hacían las tareas de la escuela en otra mesa cercana, mientras todas de cháchara cosíamos, remendábamos lo cosido y volvíamos a coser.
Allí se presentó una tarde Soledad, a quién el nombre no le hacía justicia, pues trajo más compañía con su enorme pizarra y en su cuerpo diminuto que si hubiera llegado todo el ejército de Franco. Nadie la había mentado jamás, nadie la conocía, nadie había oído hablar de ella, ni oiría después, mal que nos pesara. Llegó una tarde y nos pidió prestado un rato. ¡Un rato! Échale. Así era de humilde. Para enseñarnos a leer iba a necesitar mucho más de un rato. Pero estaba dispuesta a eso y a todo lo que fuera con tal de hacernos leer.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y no solo nos alborotó la Casa del Pueblo sino el alma entera. Llegó y pintó su mapa salpicado de letras y dibujos. Nos mostró el Sur de las Palabras y sobre todo nos demostró cuántas ganas teníamos de aprender a leer. Nos demostró como un rato prestado te puede cambiar la vida. Sobre todo la mía. Enseguida congeniamos, tampoco era mucho mayor que yo, aunque oyéndola hablar y moverse así lo parecía. Aparte de con su pizarra y sus palabras llegó con lo puesto. Aparte de con su pizarra y sus palabras llegó con lo puesto. Nos preguntó que dónde podría dormir. El pueblo era minúsculo, allí no se estilaba eso de las fondas o las casas de huéspedes. ¿Qué huéspedes? Si allí se acababa la carreterita, si no estábamos de paso a ningún sitio, si allí no llegaba jamás ningún forastero. Los que venían siempre eran parientes o amigos y tenían ya su sitio. Nos miramos todas y fue la señora Reme la que tímidamente pero con prisas levantó su mano y le ofreció su casa a cambio de compañía. No era un mal trato. Las dos no tuvieron más que mirarse para estar de acuerdo y a partir de esa misma noche allí se quedó a vivir.
La guerra había alterado la vida de muchas personas. Y aunque nosotros estábamos lejos, muy lejos de todo, la sentimos principalmente en que nos había dejado sin maestro. Yo no sé si cuando ella llegó, esto ya lo sabía. Pero la verdad es que se presentó en nuestro pueblo cuándo más lo necesitábamos. A quien no le hizo tanta gracia su llegada, fue precisamente a mi novio, a mi Marcial, que iba para guardia civil y era un muchacho muy avispado. A él desde crío le gustaba mucho leer, y cómo devoraba libros pues sabía un cerro de cosas sabias con las que me engatusaba. Y yo, mimosa, me dejaba engatusar. Estaba muy orgullosa de mi Marcial, estaba muy contenta de que un chico tan listo me hubiera pretendido a mí, que la verdad no era nada del otro jueves. A mi Marcial la llegada de Soledad no le gustó mucho, sobre todo porque enseguida todas las madres le propusieron que se hiciera cargo de la escuela, aunque fuera temporalmente, solo mientras llegara el maestro que nos tenían que mandar desde la capital. Todos sabíamos que para eso se tardaría un poco, porque gracias al conflicto, aunque esté mal usar las gracias para hablar de eso, escaseaban los maestros y para los pocos que quedaban, nuestro pequeño pueblo, remoto y frío, no resultaba un lugar demasiado apetecible. Por eso y mientras tanto, Marcial se había ofrecido para enseñar a los críos, y todos en el pueblo le habían aplaudido su interés y su gesto. Bien orgullosa estaba yo cuando cada mañana le veía pasar por delante de casa camino de las Escuelas: Ahí va mi Marcial pensaba como una gallina clueca, mientras le veía alejarse tan estirado él con los libros bajo el brazo.
Se llamaba Soledad Crespo Barea, y sin querer y sin remedio, vino a quitarle a mi Marcial su protagonismo. Eso pensó él aunque yo aún no lo supiera. Y la verdad es que se lo quitó. Porque las madres del pueblo le liberaron muy agradecidas de su gesto en cuánto que vieron en ella la maestra perfecta, pues aunque casi nunca contaba mucho de sí misma, pronto nos confesó que lo era. Era joven, era alegre, era mujer, era cercana, era tan difícil que no supiera de algo y tan fácil cómo se hacía entender… Se ganó a las madres y ellas pronto le confiaron a sus hijos. Y los críos resultó que estaban encantados con ella, y en cuánto llegaban por la tarde venían contando esto o lo otro que ella había hecho o dicho en la jornada. Era bonito cómo Soledad les incitaba a pensar, a imaginar, a volar… Sólo el hecho de que les llamara caballeros a sus escasos cinco, siete, diez años, ya les hacía sentirse importantes y apreciados.
- “¡A ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan, el pequeño de los ultramarinos, levantaba como una flecha el dedo, moviendo sin parar el culo en el asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Juan deje usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da como hongos, no, no, pero estése bien atento que le tocará la ultima frase...” Y así Soledad se aseguraba que Juan, el pequeño de los ultramarinos, prestara atención durante toda la clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador. “Rodrigo, a ver caballero, una frase con “musarañas”, que nos va a dar usted el principio de una historia...” Y Rodrigo, el mayor de los del cementerio, tenía que bajar a toda prisa de su mundo para comenzar la historia que daría pie a la siguiente lección... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían inventando...“¡Germán! ¿Cómo es nuestro protagonista? dénos a sus compañeros y a mí 5 cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán, el del cartero, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene usted razón, Germán, todita la razón, contestaba Soledad espabilando hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella vieja escuela, cinco van a ser pocas, dénos mejor diez”. Y Germán parsimoniosamente, sin gana ninguna comenzaba la retahíla: “Serio, holgazán, despistado...” “¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba Soledad ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo...?! A ver Felipe, aproveche ese arte que tiene usted para hacer payasadas, y vaya haciendo gestos a las características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe, el gracioso de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía la cara de palo, ahora bostezaba, ahora tropezaba...
Se llamaba Soledad Crespo Barea aquella maestra que hacía estallar en carcajadas a todos los críos a la primera ocasión, mientras les enseñaba a revolver en el trastero imposible de sus cabezas. Entre bromas y medio jugando, les iba regalando conocimientos, les hacía inventar, desplegaba el mundo ante ellos y se lo enseñaba paso a paso. Mientras, corría de un pupitre a otro, de una esquina a otra de la vieja clase, señalando, nombrando, espabilando, riendo, aplaudiendo, soñando con y para ellos. Y después, aún le quedaban ganas para venir a enseñarnos a nosotras el Sur de las Palabras, enseñarnos a leer y a lo que no era leer. Pronto Soledad y yo nos hicimos buenas amigas y volvíamos a casa juntas paseando y charlando desde la Casa del Pueblo. Pronto empezó a animarme a que siguiera estudiando.
- Tú eres lista, -me decía- y muy joven, puedes hacerte maestra y ganar tu sueldo, ahora por lo menos ganarías 3.000 pesetas al año.
- ¡3.000 pesetas menudo dineral! -contestaba entre carcajadas- ¿Yo? ¡Cómo voy yo a hacerme maestra…! Si acabo de aprender a leer…
- Pues por eso. Ya has hecho lo peor -me decía- ya tienes recorrido el trozo del camino más difícil. Ahora ya te has subido por fin al tobogán, que parecía tan alto… O ¿Pensaste alguna vez que leerías…? -Y yo decía no con la cabeza una y otra vez, con cara de extrañeza y una enorme sonrisa- Pues ahora es dejarte caer por el tobogán, ya verás, una cosa viene detrás de otra. Te gusta mucho aprender, y tienes mucha facilidad, hazme caso…
- Pero Soledad si ya para primavera me caso con Marcial, y luego vendrán los críos…
- Pues que te ayude Marcial con ellos… Entre dos todo es más sencillo… Él guardia civil y tú maestra, y tus hijos como reyes…
- ¡Que cosas tienes Soledad!
Yo me reía y la miraba como si estuviera loca. Qué ocurrencias que me ayudara Marcial… ¡Con la de cosas que él tenía que hacer y que estudiar…! Lo suyo era que yo me ocupara de esos quehaceres, no Marcial… Pero me reía con ella y me gustaba que me dijera y me intentara convencer, porque era muy agradable sentir que alguien creía que yo podría conseguir eso. Alguien como Soledad tan lista, tan rápida de palabra, tan independiente, tan alegre, tan cercana a mí. Lo malo es que yo todo eso se lo contaba a Marcial. Sin darme cuenta ni tan siquiera de lo que estaba haciendo. Se lo contaba como quién habla de su mejor amiga. Se lo contaba con la confianza de que era mi novio. Se lo contaba para que disfrutara conmigo de todo lo que yo estaba aprendiendo. Pero me equivocaba.
No me di cuenta de eso hasta que una noche se presentó Marcial con un papel, que no dudó en enseñarme con aspecto triunfal.
Anexo I
COMISIÓN DEPURADORA DEL MAGISTERIO PROVINCIAL
-HUESCA-
HOJA INFORMATIVA
CON CARÁCTER ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL Y SECRETO
Maestra Nacional Doña Soledad Crespo Barea
Localidad en la que ejerce su profesión: Los Pinares del Ebro
Escuela que regentaba: Escuela Pública de Los Pinares del Ebro
Categoría y núm. del escalafón.
Persona que suscribe el documento: Sr. D. Remigio Rodríguez Pizarro de 36 años de edad, estado civil casado, profesión Guardia civil con el cargo de Comandante del Puesto en Los Pinares del Ebro.
Sr. Presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Provincial de Huesca
Muy señor mío en contestación a su atento oficio de fecha 8 del actual, y en cumplimiento de lo que ordena el Decreto núm. 66 del Gobierno del Estado Español (Boletín Oficial del Estado de 11 de noviembre) para la depuración del personal del Magisterio nacional, tengo el honor de elevar a VI el presente informe, que garantiza su veracidad con mi solemne juramento y firma.
Dios guarde a VI muchos años
LOS PINARES DEL EBRO a 20 de Agosto de 1938
III año triunfal
¡VIVA ESPAÑA!
Yo no tenía ni idea de que era eso. Pero mi Marcial me lo explicó muy requetebién, me lo explicó a su manera, sobrado de conocimientos, cargado de razones, pudiendo demostrarme al fin con pelos y señales quién era esa tal Soledad Crespo Barea de la que yo me estaba haciendo tan amiga y me estaba llenando la cabeza de pájaros, “de pajarracos, mejor dicho”, apostilló. Nunca había visto hablar así a mi Marcial. Nunca. Y no entendía nada, pero a medida que me iba dando sus explicaciones empezaba a ver lo equivocada que había estado contándole todas las cosas que Soledad me decía. Me sentí confundida, dividida entre mis sentimientos hacia él y mi cercanía a Soledad y me sentí culpable, muy culpable, porque algo me decía en mi interior que aquello no iba bien, no iba nada bien. Y no iba descaminada. Hacía semanas que una pequeña revolución se iba gestando bajo cuerda en nuestro pueblo aunque yo no me había dado cuenta. Marcial con resquemor, había estado malmetiendo entre los principales del Pueblo en contra de Soledad. Pronto encontró quién estaba de acuerdo con él, el Párroco, que no veía muy acertados algunos comentarios de Soledad “en su magisterio” decía con palabras rimbombantes. Y también otros amigos, que no veían con buenos ojos las ideas que en sus novias o sus mujeres estaba empezando a sembrar Soledad con su particular forma de ver el mundo.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquella noche me aclaró que eran las Comisiones de Depuración. Por qué su nombre aparecía en una de esas hojas informativas con la que hábilmente se había hecho mi Marcial y que tan triunfalmente había puesto ante mis ojos, aunque se suponía que era confidencial. Hasta ese momento mi vida había sido apacible, como la de cualquier muchacha de mi edad, el pueblo era un lugar tranquilo donde nos conocíamos todos o yo así lo había pensado siempre, pero no fue hasta que conocí a Soledad que no me di cuenta de que vivía en tiempos oscuros, tiempos de secretos, de purgas sin sentido. Las comisiones de depuración debían recoger información sobre los maestros de la provincia. La hoja informativa era un cuestionario con preguntas sobre las creencias religiosas del maestro, sus ideas políticas, su forma de enseñar, las revistas a las que estaba suscrito, los grupos que frecuentaba… La hoja informativa se enviaba al Alcalde, al cura párroco, a un padre de algún niño, y al comandante del puesto de la Guardia Civil de cada lugar. Las respuestas eran casi siempre difusas, vagas, con matices casi de condena. La suerte de los maestros afectados por la depuración podía ir desde la destitución, la separación temporal o definitiva de su profesión, el traslado forzoso, una especie de destierro, o ser fusilado sin más ni más.
- ¡Ay Jesús, María, y José! -Dije yo al oírla santiguándome mientras la piel se me ponía de gallina.
- No, ninguno de los tres tiene nada que ver con esto –contestó en voz muy baja y muy despacio Soledad- Existan o no, ya sabes que yo tengo mis dudas, solo a los hombres les podemos responsabilizar. Aunque para llegar a esto se les llene la boca con esos planteamientos y esas razones divinas. Solo son ellos los responsables.
Cuando Soledad me hablaba así, de esa forma tan rebuscada, tan seria y profunda, me costaba entenderla. Yo estaba acostumbrada al lenguaje sencillo, al pan, pan y al vino, vino. Pero fueran las palabras que fueran, yo casi podía tocar su pena, su impotencia, su rabia. En cambio los días siguientes, qué contraste, noté que casi podía palpar la alegría en mi Marcial. Parecía una planta que de pronto riegas y empieza a espabilar, a estirarse, cambiando de color rápidamente. Bien sabe Dios que yo quería a mi Marcial, y que me gustaba verle alegre, y a menudo me dejaba contagiar de esa alegría, y lo pasábamos muy requetebién. Pero esa vez dentro de mí algo me decía que no, que algo no iba a bien, que esa alegría no era sana, no, así no. Y no fue hasta que una tarde nos encontramos con el Párroco cuando me tuve que convencer: “¿Y cómo va lo nuestro Marcial? Hay que dar gracias a Dios de que haya muchachos como tú, serios, formales, con decisión.” dijo el Párroco señalando hacia las Escuelas. Y mi Marcial se estiró ufano y le aseguró con medias frases y gestos “…que aquello ya estaba casi resuelto, que era cuestión de horas…”. No escuché más, pero me debí quedar blanca, se me había helado la sangre.
Aquella tarde en la Casa del Pueblo le conté lo que pude a Soledad. Porque tampoco es que yo hubiera escuchado nada, solo eran medias palabras y un puñado de gestos, solo era una sensación, un pálpito, un mal presentimiento. Pero en el Sur de las Palabras hacía más frío, mucho frío.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquel atardecer terminamos antes la reunión para despistar horarios y rutinas, para no ver cumplidos malos presentimientos, para que ella escapara. Yo no podía creer que aquello estuviera pasando, que allí en mi pueblo yo tuviera que vivir eso, que la guerra al fin hubiera llegado a ese lugar remoto y recogido donde vivíamos y nos hubiera empapado con sus rencores y sus separaciones.
Soledad quiso regalarme su pizarra. Y yo que sabía cuánto quería a ese trasto que acarreaba de un lado a otro, se lo agradecí tanto cómo si me la fuera a quedar. Pero la convencí de que a ella le iba a hacer mucha más falta que a mí. Y así la vi marcharse, con lo puesto, con todas sus palabras recogidas, y casi colgando de aquella pizarra que la llevaba a ella y no al revés. Así, con infinita pena la vi escapar una fría madrugada que aún hace tiritar a mi memoria y avergonzarse a mi alma.
A la tarde siguiente, con una sensación triste y creciente de soledad en mi interior, volví como siempre a la Casa del Pueblo. Pensaba que me haría bien la cháchara con las mujeres, los chascarrillos, estar entretenida en las labores, en mi ajuar. Echaría mucho de menos a Soledad, pero como ella me había dicho, tenía que estar contenta pues ya sabía leer. Ya no necesitaría que nadie me contara nada, podía leerlo yo misma cuando quisiera. Y allí estaba, con las demás mujeres, cuando de pronto se abrió la puerta y asomó la cabeza mi Marcial. Yo me iba a casar con él, yo le había querido siempre. Y me alegró verle así de pronto, necesitaba calor, y le sonreí. Pero entonces él que no había pasado el quicio de la puerta, abrió bien ésta, se dio media vuelta, y entró acarreando un bulto demasiado familiar.
- ¿Dónde os dejo esto? -Me dijo con una sonrisa.
- ¡Pero si es la pizarra de Soledad! -Exclamó la señora Reme enseguida muy sorprendida. Y miró a mi Marcial, y me miró a mí.
- Pues ya ve señora Reme, por ahí tirada que la encontré. Tanto que la quería… Si cuando decía yo que no era de fiar… -contestó mi Marcial.
Yo miraba a la señora Reme, miraba a mi Marcial y miraba la pizarra sin poder articular ni una sola palabra. La sonrisa se me había helado en los labios.
Han pasado más de sesenta años desde entonces. Y aunque hay un dicho que dice mala hierba nunca muere, va ya para dos lustros que enterré a mi Marcial. No hay un solo despertar desde entonces que no le dé gracias a Dios porque al fin se lo llevara de mi lado. Ahora leo en las noticias, porque a pesar de esta nube que tengo en los ojos no sé ni cuántos periódicos soy capaz aún de devorar, que van empezar a picar el suelo por aquí, por no sé qué gaitas esas de la memoria histórica. Y por segunda vez en mi vida yo tengo un pálpito, un mal presentimiento.
Se llamaba Soledad Crespo Barea y me quiso bien. ¿Qué más necesito saber? Yo ya tengo mi memoria.
©Rocío Díaz Gómez