Este fin de semana pasado, el sábado 21 de septiembre, fue el día Mundial del Alzheimer. Aunque ya le he colgado en otra ocasión en este blog, quería dejaros con uno de mis relatos que toca de refilón ese tema.
Espero que os guste.
El Inquilino que me veía fea
Primer premio en el XII Concurso de Relato Corto del Excmo. Ayto. de Monturque año 2011.
El inquilino que me veía fea
“Pero doctor ¿Con el tiempo me
verá fea?”. Le pregunté cuando me confirmó el diagnóstico. El doctor,
preparado para un montón de preguntas relacionadas con los síntomas de
la enfermedad, sin darse ni cuenta de que sus ojos se dilataban de
sorpresa, no hubiera sabido concretar si sus oídos no habían oído bien,
si él no se había explicado correctamente o si yo no había entendido la
gravedad de la cuestión, pero no tenía duda alguna en que algo fallaba
en aquella pregunta. Y sin dejar de mirarme, solo acertó a musitar “¿Ha
dicho fea?”.
Sí. Sí había dicho fea. Y ahora que ha pasado el tiempo ni yo misma
sabría decirme, con la de problemas que comenzaban a caer sobre mis
hombros, enormes gotas presagiando la tormenta, por qué. Por qué solo fui capaz de preguntar esa nimiedad.
Cuando conocí a mi Mateo, mi vida sentimental era un desierto mucho
mayor que cualquiera de esos color amarillo, que vienen en los mapas.
Porque yo, que sí tengo ojos en la cara mientras que los demás parecían
no tenerlos cuando me miraban, tuve que curarme, a fuerza de inyecciones
de desaires y plantones, de no haber nacido con un físico demasiado
agraciado.
Y tanto era lo que en aquel entonces llegué a avergonzarme de mi misma,
que más de un día sin ser carnavales, salí a la calle con la cara
llenita de crema, a modo de improvisada careta, fingiendo que se me
había olvidado limpiármela. En el fondo de mi alma era mayor el bochorno
de enseñar mi propia cara, que el salir a la calle con esa facha.
Hubiera podido tocar con mis pies el fondo del pozo de la autocompasión.
De tanto hacerme caretas con la Bella Aurora, crema que por aquel
entonces estaba muy de moda entre las jovencitas, mis idas y venidas a
los grandes almacenes se hicieron cada vez más y más frecuentes. Y allí
detrás del mostrador siempre me esperaba Mateo. El mismo dependiente que
cada dos o tres días atendía solícito mi pedido. Sin preguntas, sin
sonrisas de ningún tipo. Un pedido que ambos nos sabíamos de memoria,
pero que yo recitaba y él me despachaba como si fuera recién inventado. Y
a fuerza de vernos el buen Mateo fue acostumbrándose a mi cara, tanto,
como yo a su compañía. A fuerza de conversar íbamos tomándonos cariño, y
unas cosas llevan a las otras, y éstas a las de más allá y casi sin yo
creérmelo una noche me dije ilusionada que cada roto encuentra un
descosido.
Y después de dos años y dos mil tarros de Bella Aurora me vi un día en la Iglesia saliendo de su brazo.
El día que el doctor me dijo que todas esas lagunas en la memoria de
Mateo, que todos esos días que se había perdido por lugares que habíamos
visitado mil veces, que esas equivocaciones en su forma de hablar y
escribir, que esas dificultades que ahora encontraba en hacer ciertos
movimientos mil veces repetidos... no eran más que síntomas de esa
enfermedad tan enrevesada, que al principio solo sabía que empezaba por
“A”, sentí que perdía pie y que sin remedio comenzaba a despeñarme por
un precipicio sin final.
Y la única pregunta que fui
capaz de hacerme mientras caía, fue si “Mateo, con el tiempo, y el
deterioro de su memoria, otra vez me vería fea”.
Y aunque Mateo era el herido, fue tan doloroso el pinchazo en mi alma de su enfermedad,
que fui yo quién se colocó las vendas. Durante dos meses con sus
sesenta días y sus sesenta noches, me dediqué a compadecerle, a
compadecerme y a solidarizarme entre hipos y lágrimas con todas las
desgracias grandes y pequeñas de la humanidad entera. El trabajo que yo
tenía era abrumador y constante. Ahora lloraba por Mateo, ahora lloraba
por mí, ahora lloraba por el hambre que existía en el mundo. Después
lloraba por las guerras interminables y por
lo incomprensible de los kamikazes. Mas tarde, por todas las victimas
del terrorismo y por los enfermos terminales. Y por los maltratados y
los suicidas y los divorciados y los abortos. La sequía, el agujero de
ozono, el Amazonas... Lloraba por el mundo entero que sufría y sufría. Y
yo no tenía más remedio que sufrir con ellos, en una interminable y
desgraciada tarea.
Hasta que el primer día del tercer mes después del diagnóstico del
médico, una luz se encendió en el fundido cerebro de Mateo. Y yo no se
por qué. Pero esa noche se acercó hasta mí en silencio con un tarro de
Bella Aurora entre las manos que no sé de qué revuelto cajón sacó. Sin
decir nada empezó a untar la crema despacito por mi cara, en pequeños
círculos, muy despacio. Y suavemente, la iba extendiendo en caricias
redondas.
Y al final, las lágrimas que yo no podía dejar de llorar formaron con la
crema una pasta blanca, blanquísima, sobre la que como dos náufragos
que se ahogan y pataleando consiguen salir a flote, volvimos a
encontrarnos. “¿Es que vuelves a verme fea Mateo? conseguí preguntar
deshaciendo un nudo de tiempo y tristeza alojado en la garganta, tan fea
que me tapas...”. “Yo no te tapo, nunca lo hice. Tú eras la que querías
siempre taparte... yo no. Yo solo quería que te sintieras mejor, y eso
es lo que quiero ahora... no llores, estamos aquí juntos”. Y al fin algo
dentro de mí supo que era mi turno, que tenía que andar, que ahora me
tocaba a mí atenderle.
Y Mateo nos volvió a salvar, como ya había hecho un lejano día.
Después de prometerme y prometerle que no volvería a llorar, saqué del
fondo de mi alma el puñadito de sentido del humor, que como un crío
travieso y espabilado había conseguido esconderse de la quema, y
sacudiéndolo al aire, lo primero que hice fue la locura de proponer a
Mateo un alegre funeral por todo lo alto para aquellas neuronas que se
habían muerto en su cabeza. Y
como cuando salía hecha una facha a la calle, que alguien me pudiera
tachar de loca de atar, no me importaba nada de nada frente a todo lo
que me importaba mi Mateo.
Y en el patio hicimos una barbacoa, y brindamos con vino. Y sobre una
fogata saltamos como locos, él sin saber muy bien por qué, y yo porque
al fin aceptaba que aquella enfermedad se había venido a vivir, como un
indeseable inquilino, bajo nuestro techo. Un inquilino al que no
podíamos echar a la calle. Un inquilino con el que teníamos que
convivir, pagando un precio muy alto pero aprenderíamos a hacerlo.
Y así, despacito, cayéndonos para volver a levantarse, como empiezan los niños a caminar, íbamos aprendiendo...
El doctor nos dijo que la enfermedad iría evolucionando durante los diez
o doce años siguientes, así que no tuvimos más remedio que poner manos a
la obra y dibujar el futuro sobre una hoja cuadriculada. Una cuadrícula
vital donde cada momento quedara guardado en un cuadrado de espacio y
tiempo. Para que Mateo no se desorientara más de lo que ya estaría.
Teníamos todo el día ocupado, las 24 horas. Y como colegiales que tienen
colgado el horario de clases de la puerta de la nevera, nosotros
teníamos el horario de nuestra propia vida.
De la mañana a la noche estábamos ocupados en diversas y entretenidas
actividades que estimularían su memoria, que aumentarían su cada vez más
mermada autoestima, que indicarían cuándo es de día y cuando es de
noche porque a veces al principio, y muchas veces después, Mateo
empezaba a confundirlas. Y al lado de nuestro horario de vida, habíamos
colgado un gran reloj, más propio de una estación de tren que de una
casa, pero que habíamos confeccionado también de papel, donde
era más sencillo relacionar ésta hora con el desayuno, ésa otra con la
comida y aquella con la cena. Señalar el momento de acostarse y el
momento de pasear.
De
vez en cuando, no siempre para no agobiarle, yo le decía que teníamos
fiesta de disfraces. Entonces sacaba de los viejos baúles del desván
algunas de nuestras antiguas ropas pasadas de moda, objetos de cierta
época de nuestra vida juntos, recuerdos, fotos... Y los diseminaba por
la casa, haciendo retroceder el tiempo hasta aquellos días. Nos
disfrazábamos como en alguna de esas viejas fotos y
volvíamos a repetir unas vacaciones en la playa o una navidad o uno de
nuestros cumpleaños. Como si no hubiera pasado el tiempo. De nuevo igual
pero en el salón de nuestra casa. Todo mi afán era que si aún de su
memoria no se había borrado aquel momento, no se borrara. Y si ya lo
había hecho, que volviera a revivirlo, que de nuevo se escribiera en su
historia, que de nuevo fuera tan feliz como lo habíamos sido entonces. Y
allí estábamos, vestidos de verano en pleno invierno, tumbados sobre
unas toallas que a la vez se extendían y alisábamos sobre la alfombra
del comedor, panza arriba, tomando todo el calor, que la calefacción
puesta a tope, nos hacía sentir.
En la memoria de Mateo los recuerdos eran como mariposas vivas sujetas con alfileres. Recuerdos a punto de salir volando a la menor oportunidad. Y yo me pasaba el día con el caza mariposas en la mano, al rescate.
Y si Mateo empezaba a chillar por la ventana o a decir tacos, yo salía a
chillar por otra. Hasta que chillido a chillido conseguía que volviera a
meterse en casa. Y si empezaba a preocuparme que se perdiera, inventaba
un juego policíaco donde debía llevar una tarjeta encima con todos sus
datos, que por nada del mundo, por nada, debía de quitarse. Y si aún así
salía de casa sin que yo me diera cuenta, procuraba no enloquecer tanto
como él, para salir a buscarle por los parques, por el barrio, por los
bares, llamaba a la policía, hacía todo, todo, lo que podía hasta que
daba con él.
Yo
lo único que quería es que Mateo no se diera cuenta de que iba
perdiendo poco a poco terreno frente a su enfermedad. Los días enteros
se me iban en inventar, inventar y resolver.
Con
el tiempo, y el cansancio, tuve que buscar alguien que me ayudara,
porque aunque me costó mucho darme cuenta, un día admití que había que
guardar y dosificar fuerzas para cuando llegara lo peor. Nuestro
inquilino había decidido ser el dueño de nuestra casa.
Muchas
veces durante aquellos años a Mateo le gustaba sentarse con los viejos
álbumes de fotos sobre las rodillas y pasaba las tardes hojeándolos
lentamente. Recién disfrutándolos. Se quedaba mirando las fotos y me
preguntaba que dónde estábamos entonces, que cuándo habíamos ido allí. Y
yo le contaba. Y le contaba.
Lo peor, el dolor sin consuelo, llegaba como un criminal que te ataca por la espalda, cuándo se quedaba mirando muy fijamente a nuestra propia imagen de años atrás durante minutos eternos... horas casi. Sin
parpadear, ni sonreír, ni hablar, completamente perdido. Y volviéndose,
preguntaba a una cara extraña, una cara fea, la mía, que estaba a su
lado sentada en el sofá pero que en ese momento ya no reconocía:
“¿Quiénes son?” señalando la foto. “¿Quiénes somos?” señalándonos.
“Ay
doctor, si usted supiera... me decía a mi misma en esos momentos
recordando cierto día... que ya llegó. Que ya me ve fea”. Pero a
continuación me seguía diciendo “...Pero si he de serle sincera, a mí ya
no me importa, no me importa de verdad. Todavía en su cabeza quedan
mariposas vivas que me recuerdan, que me quieren, y que tendré que
cazar”.
Y
tomándole la mano otra vez le contestaba: “Tú eres Mateo. El que está
en esta foto. Y yo quién está a tu lado, yo, tu mujer ¿ves?”.
Y volvíamos a empezar desde cero.
©Rocío Díaz Gómez