Os invito a leer este cuento pequeñito. Merece la pena. Siempre me ha gustado mucho, me hace sonreír, desde que me lo leyó hace mucho tiempo una compañera de letras: Mercedes Codesal.
Ay qué peligro tienen algunos amores, qué pena.
El libro está agotado, otra pena.
Eres una Bestia, Viskovitz - Alessandro Boffa
Cómo era papá? –le pregunté a mi madre.
–Crujiente, un poco salado, rico en fibra.
–Quiero decir antes de comértelo.
–Era un mequetrefe inseguro, angustiado, neurótico, un poco como todos vosotros, los machitos, Visko.
Me
 sentía más cercano que nunca a aquel genitor al que no había llegado a 
conocer, que se había descompuesto en el estómago de mamá mientras yo 
era concebido. De quien no había recibido calor, sino calorías. Gracias,
 papá, pensé. Sé lo que significa, para una mantis macho, sacrificarse 
por la familia.
Me detuve un instante, en grave recogimiento, ante su tumba, es decir, ante mi madre, y entoné un miserere.
Al
 poco rato, como pensar en la muerte nunca dejaba de provocarme una 
erección, consideré llegado el momento de reunirme con Ljuba, el insecto
 al que amaba. La había conocido más o menos un mes antes, en el 
matrimonio de mi hermana, que por otra parte era también el funeral de 
mi cuñado, y había quedado prisionero de su cruel belleza. No habíamos 
dejado de vernos desde entonces. ¿Cómo había sido posible? Dios me había
 bendecido con el don más apreciado por nosotros, los mantis: la 
eyaculación precoz, condición indispensable de cualquier historia de 
amor que aspire a no ser efímera. La primera semana había perdido sólo 
un par de patas, las raptatorias, la segunda el prototórax con sus 
anexos para el vuelo, la tercera...
–¡No
 lo hagas, Visko, por amor de Dios! –empezaron a gritarme mis amigos 
Zucotic, Petrovic y López, encaramados en las ramas más altas.
Para
 ellos la hembra era el demonio, la misoginia una misión. Desde la 
metamorfosis sufrían algún tipo de desviación o disfunción sexual, 
habían adoptado los votos del sacerdocio y se pasaban todo el santo día 
mascando pétalos y recitando salmos. Eran muy religiosos.
Pero
 no había oración que pudiese detenerme, no ahora, que oía el gélido 
suspiro de mi amada, el sombrío rumor de sus membranas, su fúnebre y 
burlona sonrisa. Me moví frenéticamente en dirección a aquellos sonidos,
 con la única pata que me quedaba, apoyándome en mi erección, 
esforzándome por llegar a visualizar la gloria de sus formas, ahora que 
no podía verlas porque ya no tenía ocelos, ahora que no podía olerías 
porque ya no tenía antenas, ahora que no podía besarlas porque ya no 
tenía palpos.
Por ella había perdido ya la cabeza.
