Entre un "Lo que pase en La Gomera, se queda en La Gomera" y un "La Gomera me mata" fueron deslizándose siete días impregnados de sonidos y paisajes, olores y voces a los que tendré que encontrar su justo hueco dentro de mí para volver con ánimo a la rutina.
Abrazada a la "biodramina" he malviajado curva a curva de cada desfiladero de su difícil orografía. Después la isla me compensaba con su interminable océano refrescándome del vértigo y el asombro. Me compensaban también sus crujientes caminos, helechos y laurisilvas, donde pretendimos escapar de la diosa lluvia. Pero ¿Qué nos creíamos? Ay, pobres mortales... Logró alcanzarnos hasta empaparnos de fuera adentro sin remedio. Así nos presentó sus credenciales la dueña de aquel vergel.
Pronto nos dimos cuenta de que una historia de amor tenía La Gomera con el Teide que andaban cuchicheando sobre nosotros mientras carantoñas iban y travesuras venían desde cada rincón de la isla. Vaya dos... La montaña es cómplice, y aunque la isla haya permitido a unos pocos diseminar sus casitas de colores, bañarse en sus ruinas, cultivar sus terrazas, juega con nosotros, atontados forasteros. Sabedora de su poder, haciéndole guiños al vecino Teide, ella es la verdadera dueña de la naturaleza y el clima, de todas las nubes y sus alisios, y anda zarandeándonos de cuándo en cuándo.
Al menos cada noche nos prestan la acogedora Casa Lili, espaciosa, bella, silenciosa, tan canaria ella, para que, descansando, hagamos el consabido cónclave del destino a descubrir el día siguiente.
Si hiciera sol, si no lloviera... Barajamos cábalas por la noche que se traducirán en la mañana en un montón de "porsicasos" que apenas nos caben en los brazos camino del coche.
Diminutos mortales.
Pero si al final la isla mandaba.
Siempre mandaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios me enriquecen, anímate y déjame uno