Yo no sabía de su obsesión por el físico, la dieta y el ejercicio, cuando de niña devoraba todos los libros de Sissi de la colección Historias Selección de Bruguera. Mientras mis hermanos leían a Julio Verne yo iba aprendiéndome la vida y milagros de aquella vistosa Emperatriz y Reina de Hungría. Pero no sabía de su vida desgraciada y su luto perpetuo, de su incansable viajar y de que en uno de esos viajes, cuando iba a tomar un ferry en Ginebra, tuvo la mala fortuna de cruzarse con un anarquista (¡abajo la aristocracia!) que le clavó un estilete muy fino en el costado. Ella apenas lo advirtió pero, al cabo de las horas, aquel estilete terminó por causarle la muerte.
Todo esto, que no sabía, fui sabiéndolo después cuando a aquellos libros le sucedieron otros que, también hablaban de ella, aunque de forma más real.
Por ello cuando fui a ver su escultura en la ciudad que la vio morir no me extrañó, tanto como a otros, que la hubieran hecho tan delgada y oscura. Y también por eso me gustó Ginebra.
Me gustó, además de por su chorro de 140 metros de altura que divisé desde el avión cuando ya volvíamos a casa, de su concurrido y bullicioso lago, o de su muro de los Reformadores, con los personajes más famosos de la reforma Protestante.
Ginebra, entre Suiza y Francia, se me descubrió como una ciudad que se pasea muy bien y tiene un elegante casco histórico de callecitas empedradas y vetustos edificios con mucha historia, incluso literaria. Le presenté mis respetos al Sr. Ferdinand de Saussure, padre de la lingüística. Y a Borges que también murió en ella. Fui a conocer alguna que otra biblioteca y sus preciosas librerías.
Pero, desde luego, no pude irme de Ginebra sin volver a su lago donde está la verdadera Sissí.
Mis viejos libros me habían dado muchos recuerdos para ella.
A los libros no se les puede defraudar, y a quién de verdad fuimos mucho menos aún.
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