Hoy
que es viernes, promesa de fin de semana, y ¡para más inri y nunca
mejor dicho! promesa de vacaciones de Semana Santa, con lo cual habrá más tiempo para dedicarlo a la lectura, os voy a dejar uno de mis relatos.
Aquel
mágico proyector naranja
Durante
tres años seguidos en mi carta a los Reyes Magos pedí un Cinexin. Me trajeron
la Nancy azafata, la cocinita completa con
batería de acero inoxidable y hasta la Magia Borrás, pero del Cinexin ni
rastro. Ni tan siquiera con uno de aquellos fantásticos trucos de la Magia
Borrás conseguí verlo. Mi frustración fue en aumento hasta que el tercer año
solo anoté ese juguete en toda mi carta. En mayúsculas y en el centro del
folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre admiraciones.
¡QUERÍA UN SÚPER CINEXIN! Del mismo modo que en mi lista habían pasado tres
años, para el objeto de mis deseos también había pasado el tiempo y se había
modernizado. Ahora era más “Súper” que nunca.
Pero
aquel año mis padres, por oscuras razones, decidieron contarme la verdad sobre
la existencia de los Reyes Magos. Y en consecuencia hasta se sentaron a
discutir conmigo la conveniencia o no de echarme el ansiado Cinexin: ¿No era ya un poco mayor para eso? ¿No era
un poco masculino? ¿No sería mejor un set completo de maquillaje? Las actrices
están muy guapas requetepintadas. O bueno quizás si mi timidez no me dejaba ser
actriz podría dedicarme a ser maquilladora de películas, ya que ese mundo del celuloide
parecía gustarme tanto.
Como
aún no había conocido al entrañable ET, juro que en ese momento vi a mis padres
colorearse de verde, transformándose en auténticos extraterrestres. ¿De qué me hablaban? ¿Qué tenía que ver un
maquillaje con el Cinexin? No entendía nada de nada. ¿Cómo explicarles que yo
no quería estar delante de aquel mágico proyector naranja sino detrás? Yo no
quería salir en las películas, yo quería hacerlas avanzar, detener o congelar
sus imágenes. Yo no quería salir en las películas, quería re-pro-du-cir-las:
con ese verbo de cinco sílabas que decían en los anuncios de aquel juguete que
nunca logré que me echaran los Reyes Magos.
Pero
lo cierto es que, frustración de más o frustración de menos, una sigue
creciendo.
Y
llega un momento que piensas que quizás era verdad, que quizás te vendría mejor
el set completo de maquillaje, y toda ayuda iba a ser poca, porque empiezan a
gustarte los chicos y te parece ver en una excursión del Instituto a uno
calcadito al Harrison Ford de Indiana
Jones ¿Cómo no querer estar más guapa para las aventuras que sin duda alguna
viviremos juntos? O te cruzas en aquella discoteca de los viernes con el chulo
Danny Zuko de turno haciéndose el dueño de la pista y no puedes despegar los
ojos de sus piernas mientras rememoras aquella escena final en la que, de negro
y adornado de una gran sonrisa, se acercaba y sacaba a bailar a la protagonista
de Grease. Una protagonista con la que
coincides de sobra en ese aire arrebatador de chica modosita del montón que en
cuánto él se acerque se va a transformar mágicamente, y ríete de aquella Magia
Borrás, en la única a quién él quiere: “Ai cachú, ai guont chu player”
cantábamos destrozando la canción en aquel espanglish imposible. Y así
sucesivamente hasta que un buen día, mira qué suerte, te termina besando el
Richard Gere del barrio. Ese desgarbado galán de cazadora de aviador y
flequillo, a quién le haces repetir una y otra vez la secuencia del primer beso
porque por más que lo intentas no consigues escuchar de fondo la banda sonora
del que tendría que ser el gran amor de tu vida y que al final no lo fue tanto.
Porque lo cierto es que ni él era Richard Gere ni yo Debra Winger por mucho que
tuviera el pelo negro, largo y rizado.
Toda
la vida me he empeñado en querer formar parte de una película, cuando lo que
hacía no eran más que cameos. Casi sin darme cuenta, escena tras escena, he
querido emular a Patricia Arquette en Amor a quemarropa, he querido vivir
historias pasionales y violentas, y he elegido tan bien en el casting a
los protagonistas masculinos que he
terminado interpretando Tesis o Te doy mis ojos. Quise hacer cine de autor y
resulta que muchas veces he tenido una vida de serie B. Más me valía haber aparcado el género
romántico y haberme dedicado a Los Cazafantasmas, a juzgar por cuántos he
conocido. Hasta que la Thelma que había
en mi interior decidió hacer un fundido en negro con su historia y escapar
hacia delante sin mirar atrás.
Porque
¿Qué les voy a contar que ustedes no sepan? La vida es una road movie. Y lo cierto es que yo necesito dotar a la mía
de efectos especiales porque si no la rutina me aplasta, necesito imaginar el clac de una claqueta
cerca para ponerle mi mejor perfil al destino, y tal y cómo está este país
todos terminaremos con un papel en Full Monty. Por eso la voz en off de mi
interior me dice que, mientras llega ese día, al menos haga lo que me gusta, me
deje de argumentos inventados por otros y dirija yo mi propia historia.
Que
a mí, señores Académicos, y ya, ya termino, lo que me gusta es el cine. Claro
que sí. “Juro por Dios que nunca más volveré a pasar…” hambre de cine. Me muero
de amor por él, por eso no pueden ni imaginar lo agradecida que me siento por
este premio a la mejor dirección. Tanto, que no tengo ni tiempo para terminar
de agradecérselo a todos lo que han hecho posible que esté hoy aquí
recibiéndolo. Así que, perdónenme, pero utilizaré hasta los créditos de este
discurso para seguir haciéndolo.
Pero
por favor, antes de que suban a quitarme el micrófono, por favor déjenme que
haga un flash back y se lo vuelva a agradecer sobre todo a aquella niña que
fui, a aquella que bien pronto supo en qué lado de la cámara yo debía estar, a
aquella que durante años apuntó el mismo regalo en su carta a los Reyes Magos.
Ese regalo escrito en mayúsculas en el
centro del folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre
admiraciones, era el único regalo que quería, que quiso siempre y que aún
quiere. Por ello, y se lo vuelvo a pedir por favor señores Académicos ¿No podrían
ustedes cambiarme el Goya por un Cinexin? Que Goya ni que Goya… ¡Un Cinexin
señores Académicos, un Cinexin de color naranja! Eso es lo que realmente le
haría feliz a aquella niña que fui. ¿No creen ustedes que es hora ya de
otorgárselo?
©Rocío Díaz Gómez
Me encanta el relato. Y a mi si que ne echaron los Reyes el ansiado Cinexib, pero a compartir con mis hermanas claro. Me acuerdo como si fuera ayer. Un beso Ro
ResponderEliminarCinexin*
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ResponderEliminar¡Muchas gracias Yolan! Que bien se te da ya lo de los comentarios ¿eh? muchas gracias amiga, me alegro de que te haya gustado el relato. Un beso grande, Rocío