Hoy os voy a dejar con un artículo que tengo en la memoria desde que lo leí hace ya unos cuántos años porque me gustó mucho.
Quería compartirlo con vosotros porque estoy preparando una entrada sobre la visita a la Real Academia Española que hice con mis compañeros de tertulia Rascamán la semana pasada. Me encantó y quería contároslo. Pero como no tengo mucho tiempo tengo que aprovechar para ponerme con ello a ratitos.
Mientras tanto y como se suele decir "para abrir boca" os dejo con el artículo sobre el perchero de la Academia de Pérez Reverte.
¡Por fin conozco el perchero!
Bueno aquí os lo dejo:
lunes, 15 de diciembre de 2003
El perchero de la Academia
Pérez Reverte
En la Real Academia Española hay un vestíbulo con percheros y agujeritos para el bastón o el paraguas. Cada académico tiene el suyo, identificado por una tarjeta con su nombre, y ahí encuentra cada jueves el correo. Los percheros se asignan por orden de antigüedad; de manera que, según pasa el tiempo, los académicos que mueren te dejan percheros libres por delante, y los recién llegados los ocupan por detrás. Esto del perchero, me confió el primer día uno de los conserjes, críptico, tiene más importancia que el sillón con la letra correspondiente. Y por fin comprendo lo que quería decir. Durante unos meses, mi nombre estuvo en la última percha. Ahora me corresponde la penúltima, y pronto será la antepenúltima. La antigüedad en la titularidad del perchero suele ir en proporción a la edad del académico; pero no siempre es así. Nombres de ilustres veteranos siguen enrocados en los lugares más antiguos, mientras compañeros jóvenes se van quedando en las cunetas de la vida. En cualquier caso, a modo de indicador simbólico, ese lento movimiento hacia los puestos de más antigüedad equivale a un recordatorio de cómo, poco a poco, todos nos encaminamos hacia la muerte.
Ayer encontré algo espléndido en mi perchero de la RAE. Se trata de un libro editado por la Fundación Menéndez Pidal y por la Academia: Léxico hispánico primitivo (siglos VIII al XII). No es lugar éste para comentarlo a fondo. Diré, simplificando mucho, que se trata de la culminación, parcial todavía, de un glosario proyectado en 1927 por Ramón Menéndez Pidal y ejecutado en su mayor parte por su discípulo Rafael Lapesa para rastrear las primeras palabras escritas de la lengua española –llamarla castellana es una reducción estúpida, además de inexacta– desde el siglo VIII, cuando, entre el latín vulgar, aparecieron los balbuceos del español en vocablos astur-leoneses, castellanos, navarro-aragoneses, gallego-portugueses, catalanes y mozárabes.
Fue una obra complejísima y difícil. En la España medieval no había diccionarios, y las voces romances de ese mundo lejano carecen de forma única, camufladas en textos escritos con letra gótica y frecuentes arabismos. Lapesa empezó a trabajar en su glosario con diecinueve años y murió a los noventa y tres sin verlo revisado ni publicado como tal, pese al esfuerzo de toda su vida, incluida la angustia de poner a salvo la documentación durante los bombardeos de la guerra civil. Ahora dirige la edición don Manuel Seco –uno de los más perfectos académicos que conozco–, quien ya trabajó con Lapesa en el Diccionario Histórico de la Academia. El Léxico, por supuesto, interesa sobre todo a especialistas e investigadores; pero también es fascinante para el curioso que recorre sus páginas. Asistir a la afirmación, por ejemplo, de la palabra mujer tras seguir sus peripecias durante dos siglos – mulier, muliere, mulie, mullier, mullier, muler, mugier–, o comprobar como la palabra hombre se abre camino desde el año 844 a través de homo, omne, huamnne, uemne, homne, produce un estremecimiento de gratitud hacia los hombres tenaces que se quemaron los ojos cuando la informática aún no facilitaba estas cosas, y había que escudriñar con tesón y paciencia textos y más textos, fichando, ordenando, anotando. Luchando, además, contra la incomprensión y la imbecilidad de quienes, antes como ahora, tienen la obligación de apoyar estos esfuerzos, pero ven más rentable gastarse la pasta en demagogias electorales.
He dicho alguna vez que en la RAE hay dos clases de académicos. Unos son los imprescindibles, los maestros: curtidos filólogos, lingüistas, lexicógrafos. Sabios que hacen posible culminar obras como ésta. Generales honorables, en fin, que con su esfuerzo callado y su ciencia pelean en la trinchera viva del español usado por cuatrocientos millones de hispanohablantes. Otros, allí, somos los humildes batidores que hacemos almogavarías y forrajeos en el campo de batalla, regresando con nuestro botín para ayudar en lo que haga falta: escritores, científicos, historiadores, economistas. Reclutas, o casi, en contacto con la calle. La fiel infantería. Por eso, llegar un jueves y encontrar de oficio, bajo el perchero, un libro como éste, resulta un privilegio. Tenía razón el conserje: un perchero en la RAE importa más que un sillón con tu letra. En la sala de plenos todos los académicos son iguales. En las perchas centenarias late el largo camino que ha recorrido cada cual.
14 de diciembre de 2003
Rocío, no conocía el artículo. Me ha encantado. ¡Ahora ya conocemos los percheros!
ResponderEliminarUn beso amiga
Javier
Me ha encantado Rocío, yo tampoco lo conocía me ha gustado muchísimo y que interesante.
ResponderEliminarGracias por tu trabajo.
Feli
Muy interesante el artículo y muy curioso.
ResponderEliminarMuy interesante el artículo y muy curioso.
ResponderEliminarMuchas gracias a los tres por vuestros comentarios. A mí también me pareció muy curioso, siempre he querido ver los famosos percheros de la Rae. Me alegro de que os haya parecido interesante. Un beso, Rocío
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