Ayer entró el otoño y hoy cuando nos hemos levantado, al menos en Madrid y para que nos diéramos buena cuenta del cambio de estación, el día amanecía gris y lluvioso.
A mí me gusta el otoño. Invita a la nostalgia, es cierto. Pero también junto a sus gotas nos suele traer buenos própósitos para encarar el "nuevo curso" y nos hace reencontrarnos con quiénes somos y con quiénes estamos la mayor parte del año. Por supuesto que seguimos siendo los mismos cuando nos vamos de vacaciones, pero yo creo que somos más "nosotros" en el día a día y en la rutina... aunque sí, es cierto, ésto que acabo de decir podría ser objeto de una larga conversación.
Hoy, que ya es otoño, os quería dejar con una de mis cartas de amor. Este verano, a primeros de agosto, me han dado en el XX Concurso Epistolar de Calamocha una "Mención especial a la originalidad" por ella.
Espero que os guste.
Desde que llegaste
Se fue el mozo y
dije: «Ojalá».
«Ojalá qué».
Me di cuenta de que
había conseguido desorientarla.
«Ojalá fuéramos
inseparables».
Ella entendió que era
algo así como una declaración de amor.
Y era.
Puentes como liebres.
Benedetti.
Mi querida compañera,
Cuando
nos conocimos confieso que tenerte allí, cada mañana, tarde y noche, a mi lado,
pegada a mí, me incomodaba. Te sentía tiesa y altiva. Es más, agradecía en el
alma cada vez que me dejaban de espaldas a ti, porque así no tendríamos que
pasar horas de frente, en este espacio tan pequeño, que hasta llegué a detestar.
Qué ridículo.
Al
menos, pronto caí en la cuenta de que tu llegada venía acompañada de otros
cambios beneficiosos, y hasta agradables. Sobre todo, agradables. Desde que
llegaste, al perro se le olvidó ladrar, salvo de alegría cuando veía como le
sacaban a sus horas, sin faltarle ni una sola. El gato tenía siempre comida en
el plato y dormía con ronquidos de mascota gorda y feliz el resto del tiempo.
Los trastos estaban en su sitio y ordenados. La casa se veía más limpia y olía
mejor. Y él… él cada noche y con ella, se iba en silencio y despacio a la cama
como alma que levitando asciende hasta el paraíso, y después, cada mañana, se
levantaba tarareando o incluso cantando a voz en grito un repertorio que nunca
le conocí. Daba gusto verle. Es cierto, tengo que admitirlo. Y sobre todo, y lo
que es mejor, tengo que admitir que desde que llegaste con ella, a mí nunca me
faltó mi dentífrico. Y es muy de agradecer. Eso y que mi vaso brillara de puro
limpio, se lavara y enjuagara cada vez que se utilizara y mi tubo de pasta no
se acabara jamás, porque antes de hacerlo ya tenía repuesto esperando a su lado.
Sí. Era una novedad importante. Este cuarto de baño, ayer, tan triste, tan caótico
y desordenado, parecía otro. Es otro. Porque al principio fueron todos aquellos
cambios a nuestro alrededor, pero después llegaron las palabras.
Una
mañana, cuando terminó de arreglarse, él, que se levanta primero, le dejó
escrito a ella, en el espejo del baño y con la espuma de afeitar, unas palabras
de un tal Ángel González: “Si yo fuese Dios y tuviese el secreto, haría un ser
exacto a ti”. Nosotros, tú y yo, desde nuestra posición privilegiada, desde nuestro
vaso, vimos extrañados como iba escribiéndolo. Yo, que nunca le había visto
hacer nada semejante, solo acerté a sorprenderme y a calibrar cuánto ella se
enfadaría. Tú, en cambio, sentiste piel de gallina en tu corazón de plástico,
se te erizaron todos tus pelitos, y si hubieras podido hablar habrías dicho muy
bajito: “Jo, quién fuera ella...”. A la mañana siguiente él, cuando terminó su
aseo, volvió a escribirle a ella, otras palabras, de nuevo con la espuma de
afeitar y esta vez de un tal García Montero: “Yo te estaba esperando, más allá
del invierno, en el cincuenta y ocho, de la letra sin pulso y el verano de mi
primera carta...”. Nosotros, de nuevo desde nuestro palco de cristal, fuimos
espectadores de excepción. Yo, que nunca le había visto tan entregado a nadie,
empecé a verle con otros agujeritos. Tú, de color rojo, además de ver erizados
todos tus pelitos, parecías aún más encarnada de puro bochorno, como si
aquellos versos de amor fueran para ti. A la mañana siguiente, él se despertó
muy temprano, y volvió a escribir, está vez firmando como un tal Galeano pero
siempre con la espuma de afeitar: “No consigo dormir. Tengo una mujer
atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una
mujer atravesada en la garganta”. Yo, aún sorprendido de que tuviera tantos
amigos que le pudieran chivatear esas palabras tan bonitas para decírselas a
ella, sentí en mi pecho de plástico un cierto orgullo de ser su cepillo. Tú,
dejando escapar una especie de suspiro por entre tus pelitos, sobrecogida, emocionada,
casi te abrazaste a la pasta de dientes de tanto como te juntaste a ella. Y ahora
creo que fue ahí, justo ahí, cuando sin darme cuenta, deseé con toda mi alma
dental ser ese tubo de pasta, cuando casi muero de celos y de ganas por sentirte
tan cerca de mí. Yo, que no te quería a mi lado…
Mi
querida compañera, yo sé que solo soy un viejo cepillo de dientes, al que
pronto desecharán porque ese solterón ahora cantarín, nunca me trató muy bien.
No hace falta más que ver mi mango desgastado y el poco lustre que tienen mis
escasos, desordenados y ásperos pelitos. Antes era de color blanco, ahora solo
parezco canoso. Tú en cambio, luces espléndida con ese rojo brillante, aún
conservas todos tus pelitos y casi brillan de puro nuevos. Sí, solo soy un
viejo cepillo, pero si tú supieras lo que yo daría por ser la boca de ella y
sentirte pasear despacito por entre mis dientes, mis encías, deslizarte sobre
mi lengua. Si tú supieras lo que yo daría ahora por estar siempre de frente a
ti, por poder tocarte teniéndote aquí tan cerca, lo feliz que me siento de
poder compartir mi humilde vaso contigo. De verdad, si lo supieras... Es tan
triste estar aquí tan cerca de sus palabras y no poder decírtelas… Porque mi
amor, si yo tuviera esa maravillosa
capacidad de poder decirte las cosas, y de hacerlo cómo lo dicen estos humanos,
te diría lo que le ha escrito hoy: “Ojalá...” Y si tú pudieras contestarme
entonces me preguntarías: “¿Ojalá qué...?” y entonces yo me armaría de valor y
casi acariciando las palabras, casi susurrándotelas por entre estos pelillos
ralos, te respondería con las palabras de ese tal Benedetti tan sabio:
“...ojalá fuéramos inseparables...”.
Tuyo
siempre, el otro cepillo de tu vaso.
©Rocío
Díaz Gómez
Qué bonito, Rocío. Es una idea muy original esa de colocarse en el lugar de los dos cepillos para observar la historia de amor de sus dueños. Y qué romántico eso de escribir frases de amor en el espejo del baño, aunque sea con la espuma de afeitar. Enhorabuena.
ResponderEliminarA mí también me gusta el otoño. Y me pasa lo mismo que a ti, creo que soy "más yo" en mi rutina. Quizá por eso cada vez estoy más cómodo en invierno, porque mis rutinas se acentúan entonces.
Como desean tus dos cepillos: que la literatura nos haga inseparables, amiga. Feliz otoño.
Gracias y mil gracias, por escribir así de bien Rocío, merecido tienes ese premio.
ResponderEliminarQue carta más maravillosa y trufada de versos de esos maravillosos poetas, que voy a decir yo de Montero, y de González.
Felicidades Rocío, leerte es resurgir de nuevo y sentir que la cotidianeidad no es algo tan malo. Un abrazo muy fuerte.
FELI.