Hoy he pasado caminando por delante de la Residencia de Estudiantes de la calle Pinar. No eran ni las ocho de la mañana de un día laborable de agosto. Qué tranquilidad se respiraba en ese rincón de Madrid, apenas llegaban los murmullos de los escasos coches que pasaban por la Castellana.
Y he pensado que quizás por donde yo pisaba, un día pisaron tantos otros que tuvieron la suerte de vivir en la Residencia de Estudiantes en aquellos años que la frecuentaban Buñuel, Dalí o Lorca... Qué suerte haber conocido aquella época de la Generación del 27, tan creativa, tan rica.
Lo cierto es que me gusta mucho todo lo relacionado con aquella época, con la Generación del 27, con la Residencia, su historia y su ubicación en ese pedacito de Madrid.
Pero... con la distancia y la ventaja que te da haber nacido tantos años después siento que yo no me puedo quejar. No debo. Poder disfrutar de mi ciudad en agosto, poder pasear por un Madrid fresco a esas horas de la mañana, sin apenas ruidos, es un lujo. Vivir en esta ciudad donde somos tantos y tan diferentes, pero aún así a veces hay cierta paz también. Vivir en el 2014, en este tiempo donde no importa cuáles son tus ideas políticas, ni tus preferencias sexuales. Vaya sí lo es. Un lujo.
"Qué miedo debió de pasar
Federico la noche que lo mataron, decía Alberti con la resignación de
lo inevitable. Él que ni siquiera se atrevía a cruzar la Gran Vía si no
era del brazo de alguien. Siempre tuvo, Federico un temor reverencial,
supersticioso, a la muerte. Temía morir ahogado, atropellado,
despeñado, apuñalado, desangrado, enfermo y desahuciado. Temía la
fuerte fatal e irreversible, la putrefacción y la nada. De ahí que
intentara conjurarla con la macabra ceremonia de representar su propio
velatorio. Se tumbaba en la cama con su mejor traje: los ojos cerrados,
las manos de dedos largos, blancas como las de un médico, sobre el
pecho, y describiía con todo lujo de detalles el atáud; el entierro, a
hombros de sus allegados, por las calles llenas de baches de Granada;
las lágrimas de sus deudos; el luto de sus compañeros: vecinos,
admiradores; la congoja de los curiosos... Hay un cuadro de su amigo
Dalí, Natura Morta, que representa a Lorca posando como un cadáver, y
unas fotos de una de esas sesiones mortuorias que le hizo la hermana
del pintor, Anna María, y que nunca quiso hacer públicas tras la
muerte, la muerte verdadera del poeta.
Después se
levantaba de repente, como un aparecido y se reía a carcajadas, los
dientes blanquísimos, los ojos tristísimos velados de lo que sus amigos
llamaban "intermitencias lánguidas". Esos momentos en que se ausentaba,
se quedaba sin habla y sin música: la mirada vidriosa, perdida y
triste.
La otra cara del
poeta era la de los recitales, las canciones al piano. Nadie ni siquiera
sus enemigos declarados, era inmune a su embrujo sentado al teclado,
con un mechón de pelo caído sobre la frente despejada. Entonces no hacía
ni frío ni calor, hacía solamente Federico. El de La Barraca y las
Misiones pedagógicas, el amigo de Neruda, Buñuel y Prados, el Federico
del viaje a NUeva York y a La Habana, el autor de éxito que saludaba
desde la corbata de los escenarios de medio mundo, recogiendo aplausos y
ramos de flores. Dibujó mucho, y pintó a la acuarela, nunca al óleo
porque temía mancharse y que su madre, mamá, le regañara.
La tarde del 12 de
julio de 1936 dejó en las oficinas de Cruz y Raya, la editorial que
dirigía su amigo Bergamín, el manuscrito de Poeta en Nueva York, y una
nota: "Querido Pepe, he estado a verte y creo que volveré mañana". Nunca
lo hizo, la noche del 13 de julio estaba invitado a una cenaa la que
no acudió. El resto de los comensales, entre los que se encontraba Luis
Cernuda, estuvieron esperándole hasta que alguien llamó anunciando que
acababa de dejarle en el tren, camino de Granada. Un mes más tarde, el
16 de agosto fue detenido. Después, no se sabe si la madrugada del día
18 o 19, fue conducido a un lugar en los alrededores de Víznar y,
junto a un maestro de escuela y dos banderilleros, fusilado, sin ataúd,
ni cortejo fúnebre, ni las manos sobre el pecho. Nunca se han conocido
las circunstancias, ni qué miedos le asaltaron. Tenía treinta y ocho
años, y la mirada triste."
Jesús Marchamalo
39 escritores y medio
Editorial Siruela
Hola Rocío, me ha encantado... son las 8 y pico y ha sido precioso encontrar este escrito con tata alma. Soy de Benamejí, un lugar que Lorca menciona a menudo, y tambien ando buscando a Lorca por sus esquinas. Un saludo, Juan Manuel. Jmoralesmontes@yahoo.es
ResponderEliminarPues cuánto me alegro de que te haya gustado. Y mucho mas de que me lo hayas dicho. Bienvenido a este blog. Feliz Navidad.
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