Hoy os voy a dejar con uno de mis relatos.
Fue premiado con el Primer premio del V Certamen de Poesía y Relato Corto de la Fundación de la Mujer del Ayuntamiento de Cádiz. En el año 2007.
Espero que os guste. Va por todos los maestros que he tenido y espero seguir teniendo.
Para que me cuente
Uno recuerda con aprecio a sus maestros brillantes,
pero con gratitud a aquellos que tocaron nuestros
sentimientos.
Karl Gustav Jung
Karl Gustav Jung
1.
A Doña Lidia comenzaron a lloverle relatos.
Una mañana abrió el buzón y
encontró entre las cartas un sobre más abultado que los demás, un sobre con sus
señas casi dibujadas de tan cuidadosamente habían sido escritas. No conocía la
caligrafía, ni conocía el remite. No conocía de quién ni de donde llegaba aquel
sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún más extrañada descubrió lo que
guardaba en su interior. Tres o cuatro páginas manuscritas que comenzó a leer
con curiosidad, que siguió leyendo con interés, que terminó con un suspiro.
Tres o cuatro páginas de las que no levantó la vista hasta que no encontró el
fin. Porque así lo llevaba claramente escrito. Porque era un relato. ¡Bendito
destino! Un relato... Una historia mágica. Un regalo.
Uno de papel que terminaba
con la dedicatoria:
“Para usted Doña Lidia,
para que me cuente”
No
sabía por qué, pero aquel sobre existía. Y había llegado a su buzón, y tenía su
nombre, y tenía sus señas. Era para ella, de eso estaba bien segura. ¿Quién lo
enviaría? Y mientras hilvanaba preguntas y más preguntas, mientras descosía
respuestas que se torcían, todo el día lo llevó guardadito en el bolsillo. De
vez en cuando lo releía y se lo volvía a guardar, a salvo y seguro. Y cuando ya
casi de tanto leerlo se lo aprendió, solamente lo tocaba por encima de la tela,
y lo acariciaba lento, lento, sabiéndolo allí, sabiéndolo cerca.
Pasaron
dos o tres días, y una mañana al abrir el buzón de nuevo otro sobre la
sorprendió. El mismo contenido abultado y la misma caligrafía manuscrita. Las
mismas señas y la misma dedicatoria. Y entre ellas otro relato, otra historia,
otro regalo. El mejor.
Y
tampoco casi lo creyó. Y ya eran dos los cuentos que guardaban su bolsillo. Y
ya eran dos los que de tanto leer acabó aprendiendo. Dos los que acariciaba por
encima de la tela.
A Doña
Lidia siguieron llegándole relatos. Cada poco, uno nuevo le daba los buenos
días desde su buzón. Y le alegraba la mañana, y le alegraba tanto el alma que
casi podía sentirla bailar de puro contento entre aquellas frases. Y el
montoncito iba creciendo tanto como su corazón se encogía.
Porque
nadie necesitaba ese puñado de relatos como Doña Lidia.
Nadie.
2.
A Doña
Lidia se le habían ido encogiendo las letras.
Y sin
apenas darse cuenta, como globos parecían habérsele ido volando, tan alto,
tanto, que por más que estiraba la imaginación no conseguía alcanzarlos.
Y sin
letras no había frases, sin frases no había párrafos, sin párrafos no había
historias. Y Doña Lidia había escrito muchas historias, miles y miles, millones
de ellas. Y escribiendo había cumplido sueños que nunca soñó cumplir. Y
escribiendo había conjurado demonios, había escapado de la existencia vulgar,
había idealizado un matrimonio rutinario, había sublimado una agotadora
profesión de maestra, que ahora y a menudo sentía desierta y monótona.
Porque
escribiendo Doña Lidia había conseguido reinventarse el mundo. Había conseguido
sentirse casi feliz.
Nadie
necesitaba de ese puñado de relatos como Doña Lidia que empapelaba ese vacío de
millones de papelitos. Ideas, comienzos, finales, personajes y lugares sobre los que escribir. En mitad de una
clase, entre el primer y el segundo plato, en plena ducha, había tenido tantas
veces que detener lo que estaba haciendo solo para escribir. En un vano afán de
capturarlas. Que no se escaparan, no, que algún día servirían. Millones de
papelitos que año tras año había ido reuniendo y atesorando con la esperanza de
que un día ayudaran a echar a andar de nuevo. Pero ese día no había llegado
nunca y habían quedado olvidados en cajas y más cajas en un desván.
Doña
Lidia ni tan siquiera sabía porque las letras le habían ido abandonando. Hubo
quién dijo que quizás se cansaron de sentirse utilizadas, o que quizás un miedo
malvado a la falta de originalidad las paralizó en un lugar remoto de la imaginación.
Hubo quién afirmó que todo caudal de agua termina por agotarse, o quién sugirió
que quizás la falta de riego terminó por secarlas. Hubo quién, investido de
pomposos títulos, le puso nombre de enfermedad; o quién, neciamente, le
aconsejó dedicar sus seniles esfuerzos a completar cualquier nueva y rara
colección.
Qué mas
daba. Un millón de nombres o ninguno. Un millón de intentos o ninguno en poner
etiquetas. Qué más daba. El caso es que Doña Lidia dejó de contar.
Y así
pasaron tiempos y más tiempos, hasta que a su buzón comenzaron a llegar
relatos. Y con una gota, y con dos, y luego tres, termina por llover. Y los
bolsillos de Doña Lidia desbordaban historias que iba aprendiendo, y esos
regalos de papel arropaban el vacío que habían dejado en ella sus propias
letras.
3.
A Doña
Lidia le habían sobrado historias.
“¡A
ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan García, 1º de bachiller
del 75, levantaba rápidamente el dedo, moviendo sin parar el culo en el
asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Señor García deje
usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da
como hongos, no, no estese bien atento que le tocará la ultima frase...” Y
así doña Lidia se aseguraba que Juan García, prestara atención durante toda la
clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador.
“Rodrigo
Pérez, a ver caballero, una frase con
“musarañas”, que nos va a dar usted el principio del relato...” Y Rodrigo
Pérez, 1º de bachiller del 76, tenía que bajar a todas prisas de su mundo para
comenzar la historia... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían
inventando...
“¡Germán
Sánchez! ¿Cómo es nuestro protagonista? denos a sus compañeros y a mí 5
cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán Sánchez, 1º de bachiller del
77, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le
hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene
usted razón, Germán, todita la razón, contestaba doña Lidia espabilando
hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella clase, cinco
van a ser pocas, denos mejor diez”. Y Germán Sánchez parsimoniosamente, sin
gana ninguna comenzaba la retahíla: “Fumador, holgazán, despistado...”
“¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba doña Lidia, ¿Qué hemos
aprendido en todo este tiempo...? A ver Felipe Gómez, aproveche ese arte que le
ha dado Dios para hacer payasadas, y vaya poniendo los gestos a las
características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe Gómez, el gracioso
de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía un cigarrillo en la mano, ahora
bostezaba, ahora tropezaba...
Y la
clase entera estallaba en sonoras carcajadas mientras poquito a poco y sin
darse ni cuenta iban aprendiendo a revolver en el trastero de la imaginación.
Entre bromas y medio jugando, iban poniendo orden en sus propias historias,
vistiendo y desvistiendo al personaje de gestos, iban trayéndole y llevándole
por la vida que ellos mismos le estaban inventando.
Y doña
Lidia curso tras curso, corría de un pupitre a otro, de una esquina a otra de
la vieja clase, señalando, nombrando, espabilando, riendo, aplaudiendo, soñando
entre ellos, con ellos, para ellos.
Que sin
apenas darse cuenta aprendían a contar.
4.
A
doña Lidia comenzaron a lloverle fotos.
Una
mañana abrió el buzón y encontró entre las cartas un sobre idéntico a los que
ya tantas veces había recibido. Un sobre con sus señas casi dibujadas de tan
cuidadosamente habían sido escritas. Y aunque no era tan abultado como los
demás, de éste tampoco conocía la caligrafía, ni conocía el remite. No conocía
de quién ni de donde llegaba aquel sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún
más extrañada descubrió lo que guardaba en su interior. Tres o cuatro fotos
color sepia, que comenzó a mirar con curiosidad, que siguió observando con
interés, que dejó de ver entre lágrimas. Tres o cuatro de las que no podía
levantar la vista, porque le pesaban en los ojos, en la memoria, en el alma.
Porque
eran las ideas, los comienzos, los finales, los personajes y los lugares que
tantas veces ella había soñado atrapar en papelitos, como quién atrapa raras
mariposas y desea clavarlas con alfileres en la memoria. Porque allí estaban,
en aquellas fotos. Porque allí estaban las caras imberbes aún, de sus primeras
promociones de alumnos. Un puñado de chavales sentados en dos filas sonriendo a
la cámara, al lado de una Doña Lidia joven, que les acompaña de pie, les
acompañaba. Una Doña Lidia que les enseñó a bucear entre las ideas y a escoger
el mejor comienzo. Les enseñó a elegir los finales más inesperados y a crear
los personajes más especiales. Les enseñó a inventarse un mundo propio huyendo
de lugares comunes.
Allí
estaban. Juan García, que había salido movido, si es que no paraba quieto ni
un momento, ¡ay el del baile de San Vito!. Rodrigo Pérez, mirando para otro
lado, como siempre, pensando en las musarañas... Germán Sánchez, agachado,
medio tumbado encima del compañero, demonio de crío, que nació cansado, tuvo su
madre el parto de la burra porque no le daba la gana de nacer y siguió luego
igual de holgazán... Felipe Gómez, ¡cómo no! haciendo monerías, poniéndole
orejas al de delante...
Hasta
doña Lidia llegaron sus gestos, sus bromas, su particular forma de crecer.
1975, 1976, 1977... Allí estaban todos. Todos aquellos a los que había enseñado
a contar.
Fue
dando vuelta a las viejas fotos y descubrió que detrás y a la altura de cada
uno de ellos, estaban sus nombres, los que recordaba y los que ya había
olvidado, y bajo esos nombres, los títulos de los relatos que había estado
recibiendo.
Allí
estaban. Los mismos que habían acudido a la fiesta de su jubilación, allí
estaban... ¡Ay que bandidos...! Medio calvos ya y todavía a sus espaldas habían
conspirado para seguir haciendo travesuras juntos... todos juntos, uno a uno...
uno detrás de otro... ¡Benditas
travesuras...!
Y supo
que ya nunca volvería a sentir vacíos sus bolsillos. Y dos lágrimas quisieron
salir de aquellos ojos con cataratas. Supo que los relatos no dejarían de
llegar a su buzón, como gotas, una detrás de otra. Y otras dos lágrimas las
siguieron. Porque esas eran las primeras, pero habían sido muchas, muchas las
promociones que vio crecer. Y ya no podía parar tantas lágrimas. Porque hay
deudas impagables. Deudas de gratitud absoluta.
“Para usted
Doña Lidia. Para que me cuente”.
©Rocío Díaz Gómez
Qué gran capacidad tienes para enternecer con tus relatos, Rocío, siempre consigues emocionarme. ¿Sabes en qué pensaba mientras lo leía? En que hubieras sido una estupenda maestra, una tan comprometida y amable como doña Lidia. O, mejor aún, doña Rocío, una maestra que dedicara su vida a extender el amor por la literatura. Tus alumnos serían unos privilegiados, Rocío, como lo somos los lectores de tu blog.
ResponderEliminarGracias por todo.
Muchas gracias Iñaki, siempre tan amable. La verdad es que nunca pensé en estudiar magisterio, filología sí, claro que lo pensé, pero luego ganó la psicología. De estar con niños me hubiera gustado mucho dedicarme a los pequeños... Bueno, no sé, tampoco está mal así. La literatura como vocación, pero sin obligaciones. Y me enrollo... Si yo solo quería darte las gracias. Un beso grande, Rocío
ResponderEliminar¡Maravilloso! ¡Me gustaría haberlo escrito yo!
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