-Alberto, ¿Cómo va? -preguntó el médico, y recibió por toda respuesta el balanceo de una mano.
El doctor descubrió la sábana y palpó varios puntos del abdomen del enfermo, que en el refugio de plástico verde que le aireaba los pulmones desencajaba su rostro con cada presión.
-En un mes está usted nuevo -dijo al concluir el examen y, tras guiñar un ojo al padre de Leo Caldas, abrió la puerta y abandonó la habitación.
Los tres hombres permanecieron en un silencio incómodo hasta que el tío Alberto, con un ademán, pidió a su hermano que se aproximase. El padre del inspector se acercó al borde de la cama y su hermano se retiró la mascarilla.
-¿Me harías un último favor? -preguntó con voz fatigada.
El padre cruzó una mirada con Leo Caldas.
-Claro.
-¿Aún conservas tu libro de idiotas?
-¿Cómo?
-¿Lo conservas o no? -Insistió el enfermo, esforzándose por elevar su bisbeo sobre el soplido del oxígeno.
-Sí, creo que sí.
-Pues apunta a ese médico -dijo, y señaló con su dedo caquéctico la puerta por la que había salido el doctor.
Luego se colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca durante unos instantes para despúes retirársela y volver a susurrar:
-Es el doctor Apraces. ¿Lo recordarás?
...
Al salir del hospital, el inspector encendió un cigarrillo y su padre abrió un paraguas.
-Cabemos los dos -dijo.
Leo se arrimó a él y echaron a andar hacia el aparcamiento entre el recital de cláxones que ofrecían los conductores exasperados por el atasco.
-¿Tienes un libro de idiotas?
-¿No lo sabías? -contestó el padre sin mirarle, y Caldas advirtió que tenía los ojos acristalados.
..."
La playa de los ahogados
Domingo Villar
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