Os dejo hoy, que hace este día tan tristón en Madrid, con uno de mis relatos. Uno al que, no sé muy bien por qué, yo le tengo mucho cariño.
Espero que os guste.
Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté, no deja de ser un melocotón
Lo menos frecuente en este mundo es vivir.
La mayoría de la gente existe, eso es todo.
Oscar Wilde
La mayoría de la gente existe, eso es todo.
Oscar Wilde
De hoy no pasa, digo nada más ver el cruasán que viene hacia mí cojeando. De hoy no pasa. Del mundo de la bollería el cruasán para mí, el rey de la selva. En verano y en invierno, en el desayuno y en la merienda, necesito mi cruasán a la plancha. Siempre. Salivo con solo imaginar ese cuerpecito de dulce crustáceo crujiente, esas patitas tostadas, ese aroma a mantequilla derritiéndose, inundando de placer anticipado mi vida entera...
Pero de un tiempo a esta parte un desfile de tullidos es lo que me espera. Un desfile de tullidos cruasanes me da la bienvenida. Todos cojos, cojos los pobres... Ellos que siempre habían hecho la ola cuando me veían entrar en la cafetería... Cojos.
Y lo peor de lo peor es que creo saber quién tiene el arma del delito: Ángela, la camarera. Unas miguitas perdidas en su labio superior, sus carrillos moviéndose frenéticos al acercarme el herido, una cintura que ensancha a ojos vistos, son pruebas más que suficientes para demostrar mi teoría. “Ángela come-cruasanes” cada día de cada mes de cada año se queda con una pata de cada cruasán que pasa por sus manos de camarera. Y yo no sé por qué. Yo, no soy capaz de reclamar lo que en derecho es mío.
Se me cambia la cara cuando veo a mi cojito, se me cambia, pero nunca me atrevo a decir ni media, llevándome en silencio mi tullido cruasán. Y mientras me lo como, mientras lo saboreo me arrepiento, me arrepiento de no haberlo dicho... Y la pata ausente me duele en el alma como duele el miembro también ausente a un mutilado.
Como duele la vocal que le falta a mi nombre y que tampoco reclamo.
De hoy no pasa digo, nada más oír ese nombre menguado que cae sobre mí aludiéndome. De hoy no pasa. Cuando me nombran y noto que esas seis letras me tiran de la sisa y aprietan mi amor propio. De hoy no pasa. Siempre me gustó llamarme Mariana. Siendo muy niña alguien me regaló la autobiografía de “Mariana Pineda” y orgullosa, siempre cuando me han llamado, he repetido en mi interior mi nombre poniéndole detrás el Pineda, saboreando la combinación de las dos palabras, de alguna manera sabiéndolas mías.
Pero un mal día Ricardo me abrazó desde atrás mientras mirábamos su acuario. A Ricardo esa gran pecera le tiene robada la voluntad. Le gusta como nada en el mundo, que ambos disfrutemos de él, y la verdad es que en esos momentos de contemplación acuática es cuando más tierno se vuelve mi marido, así que dada su indiferencia habitual hacia mi piel, resignada, considero un mal menor observar a su lado durante horas el ir y venir y otra vez ir de esos aburridos peces.
Y fue entonces, en uno de esos tediosos momentos, cuando abrazándome desde atrás acercó sus labios a mi oreja en uno de los gestos más íntimos que le he conocido nunca, llamándome “Marina” con placer, con verdadero, verdadero placer. ¿Marina Pineda? me dije en mi interior absolutamente espantada, ¿Marina Pineda? me horroricé, pero no me atreví a decir ni media. Y mientras me llama de este modo, me arrepiento de no haberme quejado, me arrepiento... Y me duele en el alma esa vocal que me ha robado como le duele su patria a un exiliado.
Como me duele la falta de voluntad que siempre he tenido, esa falta de decisión que tampoco reclamo.
Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón. Y eso lo sabían todos, como lo sabía yo. Pero les convenía aparentar que no, les convenía vestir a Ricardo como a un árbol de navidad, colgándole luces de virtudes, colgándole tiras multicolores de cualidades que no dudo yo a estas alturas que tuviera, pero que a mis ojos no eran las que más brillaban. Sin embargo...
Ricardo era el mejor amigo de mi hermano, llevaba entrando en casa toda la vida, siempre había un plato para él en la mesa, un juego de sabanas a su entera disposición. Era tan cómoda su presencia. Tenía siete años más que yo, me había visto crecer. Aún no me había dado ni tiempo a interesarme por el mundo masculino y ya estaba ahí, esperándome. Era tan adecuada su compañía. Tenía formalidad y estudios y educación. Era tan, tan buen chico. Mi madre y mi hermano no perdieron tiempo ni oportunidades en hacerme ver lo maravilloso que podía ser plantar para siempre y en mi vida aquel árbol de navidad llamado Ricardo Legaz. Y yo, Mariana Abad iba derechita a ser señora de.
A Ricardo yo le gustaba precisamente por todas aquellas razones por las que ahora no me gusto nada a mí misma. A mí vivir me daba tanta pereza... No veía la necesidad de discutir por robarle minutos a la hora de volver a casa, no veía la necesidad de empeñarme en elegir otra carrera, en buscar otro marido... Cuando la vida por alguna extraña razón te da tantas facilidades para inclinarte en una dirección ¿para qué gastar energías y dolores de cabeza en contrariarla?. Qué pereza... Además, quizás hasta era mi príncipe azul... ¿quién sabe? Y yo, Mariana Abad, la muchacha dócil y pacífica, pasé a ser señora de Ricardo Legaz.
Pronto me di cuenta de que no es que mi marido no fuera buena persona, es que solo era buena persona. Pronto me di cuenta de que mi príncipe era de un azul muy, muy clarito.
De hoy no pasa, digo cuando “Angela come-cruasanes” como quién no quiere la cosa me quita siempre la pata de mi cruasán. De hoy no pasa, digo cuando Ricardo me llama día tras día “Marina”. De hoy no pasa cuando esas pequeñas catástrofes diarias van menguando mi autoestima. De hoy no pasa.
Y sigue pasando. Y me duele en el alma mi silencio como le duele al casado la despedida de soltero que nunca celebró.
Ayer noche llegué a casa tan cansada que abrí la puerta lentamente, sin hacer apenas ruido. Me extraño encontrar las luces apagadas, a Ricardo le gusta encender todas y cada una de ellas como si acabara de descubrirse la luz eléctrica. Avancé por la casa casi a tientas buscándole, extrañada, cada vez más extrañada, casi preocupada ante su ausencia. Hasta que con alivio le descubrí de espaldas contemplando su acuario. Siempre su acuario.
- Pero Ricardo me estabas asustando... ¿Que haces a oscuras?
No acababa de hacerle la pregunta cuando al acercarme hasta él, descubrí sus ojos húmedos y brillantes, descubrí el rastro que sin duda las lágrimas habían dejado en ellos.
- Ricardo ¡Por Dios! ¿Pero qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Te encuentras mal? ¿Qué ha pasado que tienes esa cara? traduciendo en frases cariñosas todo el templado amor que sin duda en tantos años de casado había ido creciendo en mí.
- ¿Es que no lo ves? me contestó medio hipando ¡Se me han muerto los peces! ¡Se han suicidado! concluyó con una pasión y un sentimiento que nunca jamás antes había descubierto en él.
No pude evitar que mis lágrimas también se contagiaran de las suyas, y que sin mi permiso iniciaran una loca carrera por mi cara. Pero en la vida hay tantas razones para dejar escapar unas lágrimas... Y las mías nacieron de las risas, unas risas cada vez más ruidosas, más alegres, tan escandalosas que dejaron a mi marido boquiabierto.
- Pero Marina... ¿te has vuelto loca? Te ríes... pero es que ¿no lo ves? ¡se han muerto los peces!
- Mariana, Ricardo, Mariana, acerté a decir entre las carcajadas, Mariana, con una “a”, con la misma “a” que te quedaste, Mariana Ricardo, como Mariana Pineda...
- La visión de los peces Marina te ha trastornado...
Pero yo ya no dejaba de reír, de reír gritando como una loca que Mariana se escribía con “a”, con una enorme y maravillosa “a”, riendo, mientras imaginaba a esos peces con mi cara, flotando en ese acuario perezosamente, muertos, tan muertos como había estado yo...
Una, pasa años diciendo que de hoy no pasa. Años enteros sin hacer nada. Hasta que una noche unos peces muertos te hacen revivir.
Hoy cuando me he levantado he decidido que no iba a ir a trabajar, he decidido que ni tan siquiera iba a llamar para decirlo. Lo he decidido cuando ya Ricardo se había marchado a su oficina sin darme el beso de buenos días. Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón.
Hoy cuando me he vestido he decidido ir a desayunar. “Ángela come-cruasanes” ha venido hacia mí con mi dulce y tullido crustáceo recién hecho en sus manos
- ¿Y la patita que le falta?
“Ángela come-cruasanes” al oírme se ha atragantado con los restos de la patita de mi cruasán que a dos carrillos y sin duda alguna estaba masticando. Entre toses y más toses, coloradota por los esfuerzos y el apuramiento que le ha entrado, se ha medio disculpado... He creído entender que traería otro cruasán...
Mientras saboreo las dos patitas, dos, de mi segundo cruasán de hoy, pienso lo curiosa que es la vida, un complicado puzzle cuyas piezas uno se esfuerza y se esfuerza por encajar... Pero a veces y sin ningún esfuerzo encuentran acomodo las unas en las otras y es entonces cuando el aire huele a cruasán a la plancha recién, recién tostado.
Pero de un tiempo a esta parte un desfile de tullidos es lo que me espera. Un desfile de tullidos cruasanes me da la bienvenida. Todos cojos, cojos los pobres... Ellos que siempre habían hecho la ola cuando me veían entrar en la cafetería... Cojos.
Y lo peor de lo peor es que creo saber quién tiene el arma del delito: Ángela, la camarera. Unas miguitas perdidas en su labio superior, sus carrillos moviéndose frenéticos al acercarme el herido, una cintura que ensancha a ojos vistos, son pruebas más que suficientes para demostrar mi teoría. “Ángela come-cruasanes” cada día de cada mes de cada año se queda con una pata de cada cruasán que pasa por sus manos de camarera. Y yo no sé por qué. Yo, no soy capaz de reclamar lo que en derecho es mío.
Se me cambia la cara cuando veo a mi cojito, se me cambia, pero nunca me atrevo a decir ni media, llevándome en silencio mi tullido cruasán. Y mientras me lo como, mientras lo saboreo me arrepiento, me arrepiento de no haberlo dicho... Y la pata ausente me duele en el alma como duele el miembro también ausente a un mutilado.
Como duele la vocal que le falta a mi nombre y que tampoco reclamo.
De hoy no pasa digo, nada más oír ese nombre menguado que cae sobre mí aludiéndome. De hoy no pasa. Cuando me nombran y noto que esas seis letras me tiran de la sisa y aprietan mi amor propio. De hoy no pasa. Siempre me gustó llamarme Mariana. Siendo muy niña alguien me regaló la autobiografía de “Mariana Pineda” y orgullosa, siempre cuando me han llamado, he repetido en mi interior mi nombre poniéndole detrás el Pineda, saboreando la combinación de las dos palabras, de alguna manera sabiéndolas mías.
Pero un mal día Ricardo me abrazó desde atrás mientras mirábamos su acuario. A Ricardo esa gran pecera le tiene robada la voluntad. Le gusta como nada en el mundo, que ambos disfrutemos de él, y la verdad es que en esos momentos de contemplación acuática es cuando más tierno se vuelve mi marido, así que dada su indiferencia habitual hacia mi piel, resignada, considero un mal menor observar a su lado durante horas el ir y venir y otra vez ir de esos aburridos peces.
Y fue entonces, en uno de esos tediosos momentos, cuando abrazándome desde atrás acercó sus labios a mi oreja en uno de los gestos más íntimos que le he conocido nunca, llamándome “Marina” con placer, con verdadero, verdadero placer. ¿Marina Pineda? me dije en mi interior absolutamente espantada, ¿Marina Pineda? me horroricé, pero no me atreví a decir ni media. Y mientras me llama de este modo, me arrepiento de no haberme quejado, me arrepiento... Y me duele en el alma esa vocal que me ha robado como le duele su patria a un exiliado.
Como me duele la falta de voluntad que siempre he tenido, esa falta de decisión que tampoco reclamo.
Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón. Y eso lo sabían todos, como lo sabía yo. Pero les convenía aparentar que no, les convenía vestir a Ricardo como a un árbol de navidad, colgándole luces de virtudes, colgándole tiras multicolores de cualidades que no dudo yo a estas alturas que tuviera, pero que a mis ojos no eran las que más brillaban. Sin embargo...
Ricardo era el mejor amigo de mi hermano, llevaba entrando en casa toda la vida, siempre había un plato para él en la mesa, un juego de sabanas a su entera disposición. Era tan cómoda su presencia. Tenía siete años más que yo, me había visto crecer. Aún no me había dado ni tiempo a interesarme por el mundo masculino y ya estaba ahí, esperándome. Era tan adecuada su compañía. Tenía formalidad y estudios y educación. Era tan, tan buen chico. Mi madre y mi hermano no perdieron tiempo ni oportunidades en hacerme ver lo maravilloso que podía ser plantar para siempre y en mi vida aquel árbol de navidad llamado Ricardo Legaz. Y yo, Mariana Abad iba derechita a ser señora de.
A Ricardo yo le gustaba precisamente por todas aquellas razones por las que ahora no me gusto nada a mí misma. A mí vivir me daba tanta pereza... No veía la necesidad de discutir por robarle minutos a la hora de volver a casa, no veía la necesidad de empeñarme en elegir otra carrera, en buscar otro marido... Cuando la vida por alguna extraña razón te da tantas facilidades para inclinarte en una dirección ¿para qué gastar energías y dolores de cabeza en contrariarla?. Qué pereza... Además, quizás hasta era mi príncipe azul... ¿quién sabe? Y yo, Mariana Abad, la muchacha dócil y pacífica, pasé a ser señora de Ricardo Legaz.
Pronto me di cuenta de que no es que mi marido no fuera buena persona, es que solo era buena persona. Pronto me di cuenta de que mi príncipe era de un azul muy, muy clarito.
De hoy no pasa, digo cuando “Angela come-cruasanes” como quién no quiere la cosa me quita siempre la pata de mi cruasán. De hoy no pasa, digo cuando Ricardo me llama día tras día “Marina”. De hoy no pasa cuando esas pequeñas catástrofes diarias van menguando mi autoestima. De hoy no pasa.
Y sigue pasando. Y me duele en el alma mi silencio como le duele al casado la despedida de soltero que nunca celebró.
Ayer noche llegué a casa tan cansada que abrí la puerta lentamente, sin hacer apenas ruido. Me extraño encontrar las luces apagadas, a Ricardo le gusta encender todas y cada una de ellas como si acabara de descubrirse la luz eléctrica. Avancé por la casa casi a tientas buscándole, extrañada, cada vez más extrañada, casi preocupada ante su ausencia. Hasta que con alivio le descubrí de espaldas contemplando su acuario. Siempre su acuario.
- Pero Ricardo me estabas asustando... ¿Que haces a oscuras?
No acababa de hacerle la pregunta cuando al acercarme hasta él, descubrí sus ojos húmedos y brillantes, descubrí el rastro que sin duda las lágrimas habían dejado en ellos.
- Ricardo ¡Por Dios! ¿Pero qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Te encuentras mal? ¿Qué ha pasado que tienes esa cara? traduciendo en frases cariñosas todo el templado amor que sin duda en tantos años de casado había ido creciendo en mí.
- ¿Es que no lo ves? me contestó medio hipando ¡Se me han muerto los peces! ¡Se han suicidado! concluyó con una pasión y un sentimiento que nunca jamás antes había descubierto en él.
No pude evitar que mis lágrimas también se contagiaran de las suyas, y que sin mi permiso iniciaran una loca carrera por mi cara. Pero en la vida hay tantas razones para dejar escapar unas lágrimas... Y las mías nacieron de las risas, unas risas cada vez más ruidosas, más alegres, tan escandalosas que dejaron a mi marido boquiabierto.
- Pero Marina... ¿te has vuelto loca? Te ríes... pero es que ¿no lo ves? ¡se han muerto los peces!
- Mariana, Ricardo, Mariana, acerté a decir entre las carcajadas, Mariana, con una “a”, con la misma “a” que te quedaste, Mariana Ricardo, como Mariana Pineda...
- La visión de los peces Marina te ha trastornado...
Pero yo ya no dejaba de reír, de reír gritando como una loca que Mariana se escribía con “a”, con una enorme y maravillosa “a”, riendo, mientras imaginaba a esos peces con mi cara, flotando en ese acuario perezosamente, muertos, tan muertos como había estado yo...
Una, pasa años diciendo que de hoy no pasa. Años enteros sin hacer nada. Hasta que una noche unos peces muertos te hacen revivir.
Hoy cuando me he levantado he decidido que no iba a ir a trabajar, he decidido que ni tan siquiera iba a llamar para decirlo. Lo he decidido cuando ya Ricardo se había marchado a su oficina sin darme el beso de buenos días. Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón.
Hoy cuando me he vestido he decidido ir a desayunar. “Ángela come-cruasanes” ha venido hacia mí con mi dulce y tullido crustáceo recién hecho en sus manos
- ¿Y la patita que le falta?
“Ángela come-cruasanes” al oírme se ha atragantado con los restos de la patita de mi cruasán que a dos carrillos y sin duda alguna estaba masticando. Entre toses y más toses, coloradota por los esfuerzos y el apuramiento que le ha entrado, se ha medio disculpado... He creído entender que traería otro cruasán...
Mientras saboreo las dos patitas, dos, de mi segundo cruasán de hoy, pienso lo curiosa que es la vida, un complicado puzzle cuyas piezas uno se esfuerza y se esfuerza por encajar... Pero a veces y sin ningún esfuerzo encuentran acomodo las unas en las otras y es entonces cuando el aire huele a cruasán a la plancha recién, recién tostado.
Este relato fue premiado con el 1º Premio en el VI Certamen de Relatos Breves “Mujeres” convocado por el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 2005.
Cómo me gusta este relato.
ResponderEliminarUn beso Ro
Es una de las pocas(muy pocas)veces que, en mi corta experiencia de bloguero-liternauta, encuentro textos de ficción que merece la pena pararse a leer. Quizá sea demasiado exigente. Este tuyo creo que está a una altura no comparable a los montones de "buenas intenciones" que se acopian en la red.
ResponderEliminarMe han gustado mucho: "colgándole tiras multicolores de cualidades", "Mariana se escribía con una 'a', con una enorme y maravillosa 'a'", aunque el relato en conjunto me ha parecido magnífico.
Saludos.
P.D.: Me gustaría hablar contigo de literatura.
Muchas gracias Javier. ¿Te acordabas?
ResponderEliminarYa tiene cuatro años. Es un relato que yo aprecio mucho, y después le mandé de colonias y se portó muy bien porque traía premio bajo el párrafo. Lástima que no pude ir a recogerlo para disfrutarlo como se debe, porque estaba en Argentina, aún así me lo dieron y fueron muy, muy amables conmigo.
Un beso maestro, Rocío
Muchas gracias Manuel de Mágina, aunque no te conozco. Muchas gracias por las cosas tan buenas que dices de mi relato. No es que uno no crea los comentarios de los que le rodean acerca de lo que escribe, que los creo, por supuesto, pero no puedo evitar pensar muchas veces que esos comentarios se dicen inevitablemente además desde el cariño. Cuando los comentarios positivos vienen de alguien que uno no conoce, pues son más, por decirlo de alguna manera "asepticos", aunque no me guste demasiado la palabra. Muchas gracias de nuevo y aquí estoy, podemos hablar de literatura, claro que sí.
ResponderEliminarSaludos desde Madrid,
Rocío