Hoy languidece, solitario y en la lejanía, el centenario faro de Valencia.
El progreso pudo con él. Fue tal la ampliación del puerto, levantaron tanto el dique que el patrón de sus destellos, únicos e intransferibles para cada faro, apenas se distinguía y lo jubilaron sin, ni tan siquiera, la pensión vitalicia de servir de coartada para jóvenes fogosos o abuelos ociosos.
Ya no valgo ni para oscuro refugio, se lamenta arrinconado.
Antaño cómplice mudo de tantas parejas que buscaron intimidad bajo la luna y su perfil protector, ahora solo es visitado por las gaviotas.
Pobre faro centenario que, rodeado de enormes embarcaciones y mercancías, como un trasto más, se aburre en una esquina del mar. Pobre faro, que desde el 2015, no logra hacerte un guiño seductor con su luz. Nadie le hubiera convencido de su triste destino, cuando en aquel lejano 1905 le inauguraba Alfonso XIII.
No te apures, musito desde la lejanía.
No vas a ser ni el primero ni el último a quién me acerque gracias a mi cámara, porque no pueda hacerlo con mis pies.
Y mientras me alejo con el botín de las fotos robadas, siento que me habría gustado alcanzarle, pasear su base, admirar su porte vetusto de piedra, acariciar su piel marina.
Será que éste tampoco era, suspiro, mientras me despeina el Levante.
Porque no pierdo la esperanza de que la luz exacta y particular de algún faro me conduzca a la isla del tesoro.
Mientras la encuentro, ellos seguirán señalados en todos mis mapas.